viernes, 16 de marzo de 2012

Luna Nueva ☾ Capítulo 24: La Votación


No estaba complacido, eso saltaba a la vista sólo con mirarle a la cara, pero me 
tomó en brazos sin discutir más y saltó ágilmente desde mi ventana para aterrizar en 
el más absoluto silencio, como un gato. Había más altura de la que pensaba. 
—Entonces de acuerdo —dijo con una voz rabiosa que expresaba su 
desaprobación—. Sube. 
Me ayudó a encaramarme a su espalda y echó a correr. Me pareció algo 
habitual incluso después de haber transcurrido tanto tiempo. Resultaba fácil. 
Evidentemente, era algo que nunca se olvidaba, como ir en bici. 
Mientras él atravesaba el bosque corriendo, con la respiración lenta y 
acompasada, todo permaneció en calma y a oscuras, tanto que apenas veíamos los 
árboles cuando pasábamos como un bólido delante de ellos. Sólo el azote del viento 
en el rostro daba verdadera medida de la velocidad a la que íbamos. El aire era 
húmedo y no me quemaba los ojos como lo había hecho en la gran plaza, lo cual 
suponía un alivio. La negrura me parecía conocida y protectora, igual que el grueso 
edredón debajo del cual jugaba de niña. 
Me acordé de cómo solían asustarme aquellas carreras por el bosque, y también 
de que cerraba los ojos. Ahora se me antojaba una reacción estúpida. Mantuve los 
ojos abiertos y apoyé el mentón en su hombro, rozando su cuello con la mejilla. 
La velocidad resultaba tonificante. Cien veces mejor que la moto. 
Volví mi cara hacia él y apreté los labios sobre la piel —fría como la piedra— de 
su cuello. 
—Gracias —dijo mientras dejábamos atrás las vagas siluetas oscuras de los 
árboles—. ¿Significa eso que has decidido que estás despierta? 
Me reí. Mi risa sonaba fácil, natural, fluida. Sonaba bien.
—En realidad, no. Más bien, todo lo contrario. Voy a intentar no despertar, al 
menos, no esta noche. 
—No sé cómo, pero volveré a ganarme tu confianza —murmuró, en su mayor 
parte para él—. Aunque sea lo último que haga. 
—Confío en ti —le aseguré—, pero no en mí. 
—Explica eso, por favor. 
Ralentizó el ritmo hasta limitarse a andar —sólo me di cuenta porque cesó el 
viento— y supuse que no debíamos de estar lejos de la casa. De hecho, me pareció 
distinguir en medio de la oscuridad el sonido del río mientras fluía en algún lugar 
cercano. 
—Bueno... —me devané los sesos para encontrar la forma adecuada de 
expresarlo—. No confío en que yo, por mí misma, reúna méritos suficientes para  
merecerte. No hay nada en mí capaz de retenerte.
Se detuvo y se estiró para bajarme de la espalda. Sus manos suaves no me 
soltaron después de dejarme en el suelo y me abrazó con fuerza, apretándome contra 
su pecho. 
—Me retendrás de forma permanente e inquebrantable —susurró—. Nunca lo 
dudes. 
Ya, pero ¿cómo no iba a tener dudas? 
—Al final no me lo has dicho... —musitó él. 
—¿El qué? 
—Cuál era tu gran problema. 
—Te dejaré que lo adivines —suspiré mientras alzaba la mano para tocarle la 
punta de la nariz con el dedo índice. 
Asintió con la cabeza. 
—Soy peor que los Vulturis —dijo en tono grave—. Supongo que me lo 
merezco. 
Puse los ojos en blanco. 
—Lo peor que los Vulturis pueden hacer es matarme —esperó, tenso—. Tú 
puedes dejarme —le expliqué—. Los Vulturis o Victoria  no pueden hacer nada en 
comparación con eso. 
Incluso en la penumbra, atisbé la angustiada crispación de su rostro. Me 
recordó la expresión que adoptó cuando Jane le torturó. Me sentí mal y lamenté 
haberle dicho la verdad. 
—No —susurré al tiempo que le acariciaba la cara—, no estés triste. 
Curvó las comisuras de los labios en una sonrisa tan carente de alegría que no 
llegó a sus ojos. 
—Sólo hay una forma de hacerte ver que no puedo dejarte —susurró—. Supongo 
que no hay otro modo de convencerte que el tiempo. 
La idea del tiempo me agradó. 
—Vale —admití. 
Su rostro seguía martirizado, así que intenté distraerle  con tonterías sin 
importancia. 
—Bueno, ahora que vas a quedarte, ¿puedo recuperar mis cosas? —le pregunté 
con el tono de voz más desenfadado del que fui capaz. 
Mi intento funcionó en gran medida: se rió, pero el sufrimiento no desapareció 
de sus ojos. 
—Tus cosas nunca desaparecieron —me dijo—. Sabía que obraba mal, dado que 
te había prometido paz sin recordatorio alguno. Era estúpido e infantil, pero quería 
dejar algo mío junto a ti. El CD, las fotografías, los billetes de avión... todo está debajo 
de las tablas del suelo. 
—¿De verdad?
Asintió. Parecía levemente reconfortado por mi evidente alegría ante este hecho 
tan trivial, aunque no bastó para borrar el dolor de su rostro por completo. 
—Creo —dije lentamente—, no estoy segura, pero me pregunto... Quizá lo he  
sabido todo el tiempo. 
—¿Qué es lo que sabías? 
Sólo pretendía alejar el sufrimiento de sus ojos, pero las palabras sonaron más 
veraces de lo que esperaba cuando las pronuncié. 
—Una parte de mí, tal vez fuera mi subconsciente, jamás dejó de creer que te 
seguía importando que yo viviera o muriera. Ese es el motivo por el que oía las 
voces. 
Se hizo un silencio absoluto durante un momento. 
—¿Voces? —repitió con voz apagada. 
—Bueno, sólo una, la tuya. Es una larga historia —la desconfianza de sus 
facciones me hizo desear no haber sacado el tema a colación. ¿Pensaría él, como 
todos los demás, que estaba loca? ¿Tenían razón en ese punto? Pero al menos 
desapareció de su rostro la expresión de que algo iba a arder. 
—Tengo tiempo de sobra —repuso de forma forzada, pero sin alterar la voz. 
—Es bastante patético. 
Esperó. 
No estaba segura de cuál podía ser la mejor forma de explicárselo. 
—¿Recuerdas lo que dijo Alice sobre los deportes de alto riesgo? 
Pronunció las palabras sin inflexión ni énfasis de ningún tipo: 
—Saltaste desde un acantilado por diversión. 
—Esto... Cierto, y antes que eso, monté en moto... 
—¿En moto? —inquirió. Conocía su voz lo bastante bien para detectar cuándo 
se cocía algo detrás de su calma aparente. 
—Supongo que no le conté a Alice esa parte. 
—No. 
—Bueno, sobre eso... Mira, descubrí que te recordaba  con mayor claridad 
cuando hacía algo estúpido o peligroso... —le confesé, sintiéndome completamente 
chiflada—. Recordaba cómo sonaba tu voz cuando te enfadabas. La escuchaba como 
si estuvieras a mi lado. En general, intentaba no pensar  en ti, pero en momentos 
como aquéllos no me dolía mucho, era como si volvieras a protegerme, como si no 
quisieras que resultara herida. 
»Y bueno, me preguntaba si la razón de que te oyera con tal nitidez no sería 
que, debajo de todo eso, siempre supe no habías dejado de quererme... 
Tal y como había ocurrido antes, las palabras cobraron poder de convicción a 
medida que las pronunciaba. Eran sinceras. Una fibra en lo más sensible de mi ser 
supo que yo decía la verdad. 
—Tú... arriesgabas la... vida... para oírme... —dijo con voz sofocada. 
—Calla —le atajé—. Espera un segundo. Creo que estoy teniendo una epifanía 
en estos momentos... 
Pensé en la noche de mi primer delirio, la que había pasado en Port Angeles. 
Había planteado dos opciones —locura o deseo de sentirme realizada— sin ver la 
tercera alternativa. 
Pero ¿qué ocurriría si...?  
¿Qué ocurriría si hubiera creído sinceramente que algo  era cierto, aunque 
estuviera totalmente equivocada? ¿Qué sucedería si hubiera estado tan 
empecinadamente segura de que tenía razón que no me hubiera detenido a 
considerar la verdad? ¿Qué habría hecho la verdad? ¿Permanecer en silencio o 
intentar abrirse camino? 
La tercera opción era que Edward me amaba. El vínculo establecido entre 
nosotros dos era de los que ni la ausencia ni la distancia ni el tiempo podían romper, 
y no importaba que él pudiera ser más especial, guapo, brillante o perfecto que yo, él 
estaba tan irremediablemente atado como yo, y si yo le iba a pertenecer siempre, eso 
significaba que él siempre iba a ser mío. 
¿Era eso lo que había estado intentado decirme a mí misma? 
—¡Vaya! 
—¿Bella? 
—Ya, vale. Lo entiendo. 
—¿En qué consiste tu epifanía...? —me preguntó con voz tensa. 
—Tú me amas —dije maravillada. La sensación de convicción y  certeza me 
invadió de nuevo. 
Aunque la ansiedad continuó presente en sus ojos, la sonrisa torcida que más 
me gustaba se extendió por su rostro. 
—Con todo mi ser. 
Mi corazón se hinchó de tal modo que estuvo a punto de  romperme las 
costillas. Ocupó mi pecho por completo y me obstruyó la garganta dejándome sin 
habla. 
Me quería de verdad igual que yo a él, para siempre. Era sólo el miedo a que yo 
perdiera mi alma y las demás cosas propias de una existencia humana, eso fue lo que 
le llevó a intentar con tanta desesperación que yo siguiera siendo una mortal. 
Comparado con el miedo a que no me quisiera, ese obstáculo —mi alma— casi 
parecía una menudencia. 
Me tomó el rostro entre sus manos heladas y me besó hasta que sentí tal vértigo 
que el bosque empezó a dar vueltas. Entonces, inclinó su frente sobre la mía y supe 
que yo no era la única que respiraba más agitadamente de lo normal. 
—¿Sabes? Se te da mejor que a mí —me dijo. 
—¿El qué? 
—Sobrevivir. Al menos, tú lo intentaste. Te levantabas por las mañanas, 
procurabas llevar una vida normal por el bien de Charlie, y seguiste tu camino. Yo 
era un completo inútil cuando no estaba rastreando. No podía estar cerca de mi 
familia ni de nadie más. Me avergüenza admitir que me acurrucaba y dejaba que el 
sufrimiento se apoderara de mí —esbozó una sonrisa turbada—. Fue mucho más 
patético que oír voces. 
Me sentía profundamente aliviada de que pareciera comprenderlo, me 
reconfortaba que todo aquello tuviera sentido para él. En todo caso, no me miraba 
como si estuviera loca. Me miraba como... si me amara. 
—Sólo una voz —le corregí. 
Se echó a reír y me apretó con fuerza a su costado derecho antes de guiarme 
hacia delante. 
—Por cierto, que en este asunto tan sólo te estoy siguiendo la corriente —hizo 
un amplio movimiento de mano que abarcaba la negrura de delante, donde se alzaba 
algo pálido e inmenso; entonces comprendí que se refería a la casa—. Lo que ellos 
digan no me importa lo más mínimo. 
—Ahora, esto también les afecta a ellos. 
Se encogió de hombros con indiferencia. 
Me guió al interior de la casa a oscuras por la puerta del porche —que estaba 
abierta— y encendió las luces. La estancia estaba tal y como la recordaba: el piano, 
los sofás tapizados de blanco y la imponente escalera de color claro. No había polvo 
ni sábanas blancas. 
Edward los llamó por sus nombres sin hablar más alto que en una conversación 
normal: 
—¿Carlisle? ¿Esme? ¿Rosalie? ¿Emmett? ¿Jasper? ¿Alice? 
Le oirían. 
De pronto, Carlisle estaba junto a mí. Parecía que llevara allí un buen rato. 
—Bienvenida otra vez, Bella —sonrió—. ¿Qué podemos hacer por ti en plena 
madrugada? A juzgar por la hora, supongo que no se trata de una simple visita de 
cortesía, ¿verdad? 
Asentí. 
—Me gustaría hablar con todos vosotros enseguida si os parece bien. Se trata de 
algo importante. 
No pude evitar alzar los ojos para ver el rostro de Edward mientras hablaba. Su 
expresión era crítica, pero resignada. Al volver los ojos hacia Carlisle, vi que también 
él observaba a Edward. 
—Por supuesto —dijo Carlisle—. ¿Por qué no hablamos en la otra habitación? 
Carlisle abrió la marcha por el luminoso cuarto de estar y dobló la esquina hacia 
el comedor al tiempo que encendía las luces. Las paredes eran blancas y los techos 
altos, igual que el cuarto de estar. En el centro de la habitación, debajo de una araña 
que pendía a baja altura, había una gran mesa oval de madera lustrada con ocho 
sillas a su alrededor. Carlisle me ofreció una en la cabecera de la mesa. 
Jamás había visto a los Cullen usar la mesa del comedor, era... puro atrezo. 
Nunca comían en casa. 
Vi que no estaba sola en cuanto me di la vuelta para sentarme en la silla. Esme 
había seguido a Edward, y detrás de ella entró en fila india toda la familia. 
Carlisle se sentó a mi derecha y Edward a la izquierda. Todos tomaron asiento 
en silencio. Alice, que ya estaba en el ajo, me sonreía. Emmett y Jasper parecían 
curiosos y Rosalie me dirigió una sonrisa disimulada para  tantear el terreno. Le 
respondí con otra igualmente tímida. Me iba a llevar algún tiempo acostumbrarme. 
Carlisle hizo un gesto con la cabeza en mi dirección y dijo: 
—Tienes el uso de la palabra. 
Tragué saliva. Sus intensas miradas me pusieron nerviosa. Edward me tomó de  
la mano por debajo de la mesa. Le miré de soslayo, pero él observaba a los demás con 
rostro repentinamente fiero. 
—Bueno, espero que Alice os haya contado cuanto sucedió en Volterra —hice 
una pausa. 
—Todo —me aseguró Alice. 
Le dirigí una mirada elocuente. 
—¿Y lo que está a punto de ocurrir? 
—Eso también. 
Asintió con la cabeza y yo suspiré aliviada. 
—Perfecto; entonces, estamos todos al corriente. 
Esperaron pacientemente mientras intentaba ordenar mis ideas. 
—Bueno, tengo un problema —comencé—. Alice prometió a los Vulturis que 
me convertiría en uno de vosotros. Van a enviar a alguien a comprobarlo y estoy 
segura de que eso es malo, algo que debemos evitar. 
»Ahora, esto os afecta a todos —contemplé sus hermosos rostros, dejando el 
más bello de todos para el final. Una mueca curvaba los labios de Edward—. No voy 
a imponerme por la fuerza si no me aceptáis, con independencia de que Alice esté o 
no dispuesta a convertirme. 
Esme abrió la boca para intervenir, pero alcé un dedo para detenerla. 
—Dejadme terminar, por favor. Todos vosotros sabéis lo  que quiero y estoy 
segura de que también conocéis la opinión de Edward al respecto. Creo que la única 
forma justa de decidir esto es que todo el mundo vote. Si decidís no aceptarme, 
bueno, en tal caso, supongo que tendré que volver sola a Italia. No puedo permitir 
que vengan aquí.
Arrugué la frente al considerar dicha expectativa. Oí el ruido sordo de un 
gruñido en el pecho de Edward, pero le ignoré. 
—Así pues, tened en cuenta que en modo alguno os voy a poner en peligro. 
Quiero que votéis sí o no sólo al asunto de convertirme en vampira. 
Esbocé un atisbo de sonrisa al pronunciar la palabra e hice un gesto a Carlisle 
para que empezara, pero Edward me interrumpió. 
—Un momento. 
Le miré con los ojos entrecerrados. Alzó las cejas mientras me estrechaba la 
mano. 
—Tengo algo que añadir antes de que votemos. 
Suspiré. 
—No creo que debamos ponernos demasiado nerviosos —prosiguió— por el 
peligro al que se refiere Bella. 
Su expresión se animó más. Apoyó la mano libre sobre la mesa reluciente y se 
inclinó hacia delante. 
—Veréis —explicó sin dejar de recorrer la mesa con la mirada mientras 
hablaba—, había más de una razón por la que no quería estrechar la mano de Aro al 
final del todo. Se les pasó una cosa por alto y no quería ponerles sobre la pista. 
Esbozó una gran sonrisa. 
—¿Y qué es? —le instó Alice. Estaba segura de que mi expresión era tan 
escéptica como la suya. 
—Los Vulturis están demasiado seguros de sí mismos, y por un buen motivo. 
En realidad, no tienen ningún problema para encontrar a alguien cuando así lo 
deciden —bajó los ojos para mirarme—. ¿Os acordáis de Demetri? 
Me estremecí. Él lo tomó como una afirmación. 
—Encuentra a la gente, ése es su talento, la razón por la que le mantienen a su 
lado. 
—Ahora bien, estuve hurgando en sus mentes para obtener  la máxima 
información posible todo el tiempo que estuvimos con ellos. Buscaba algo, cualquier 
cosa que pudiera salvarnos. Así fue cómo me enteré de la forma en que funciona el 
don de Demetri. Es un rastreador, un rastreador mil veces más dotado que James. Su 
habilidad guarda una cierta relación con lo que Aro o yo hacemos. Capta el... gusto... 
No sé cómo describirlo. .. La clave, la esencia de la mente de una persona y entonces 
la sigue. Funciona incluso a enormes distancias. 
—Pero después de los pequeños experimentos de Aro, bueno... 
Edward se encogió de hombros. 
—Crees que no va a ser capaz de localizarme —concluí con voz apagada. 
—Estoy convencido. El confía ciegamente en ese don —Edward se mostraba 
muy pagado de sí mismo—. Si eso no funciona contigo, en lo que a ti respecta, se han 
quedado ciegos. 
—¿Y qué resuelve eso? 
—Casi todo, obviamente. Alice será capaz de revelarnos cuando planean 
hacernos una visita. Te esconderemos. Quedarán impotentes —dijo con fiero 
entusiasmo—. Será como buscar una aguja en un pajar. 
Él y Emmett intercambiaron una mirada y una sonrisita de complicidad. 
Aquello no tenía ni pies ni cabeza. 
—Te pueden encontrar a ti —le recordé. 
Emmett se rió, extendió el brazo sobre la mesa y le tendió el puño a su 
hermano. 
—Un plan estupendo, hermano —dijo con entusiasmo. 
—No —masculló Rosalie. 
—En absoluto —coincidí. 
—Estupendo —comentó Jasper, elogioso. 
—Idiotas —murmuró Alice. 
Esme se limitó a mirar a Edward. 
Me erguí en la silla para atraer la atención de todos. Aquélla era mi reunión. 
—En tal caso, de acuerdo. Edward ha sometido una alternativa a vuestra 
consideración —dije con frialdad—. Votemos. 
En este segundo intento empecé por Edward. Sería mejor descartar cuanto antes 
su opinión. 
—¿Quieres que me una a tu familia? 
—No de esa forma —me miró con ojos duros y negros como  el pedernal—. 
Quiero que sigas siendo humana. 
Asentí una vez con cara de no sentirme afectada por su actitud, y luego 
continué: 
—¿Alice? 
—Sí. 
—Jasper? 
—Sí —respondió con voz grave. Me sorprendió un poco. No estaba muy segura 
de cuál iba a ser el sentido de su voto, pero contuve  mi reacción y proseguí—. 
¿Rosalie? 
Ella vaciló mientras se mordía la parte inferior de su labio carnoso. 
—No —mantuve el rostro impertérrito y volví levemente la cabeza para seguir, 
pero ella alzó las manos con las palmas por delante—. Déjame explicarme —rogó—. 
Quiero decir que no tengo ninguna aversión hacia ti como posible hermana, es sólo 
que... Esta no es la clase de vida que hubiera elegido para mí misma. Me hubiera 
gustado que en ese momento alguien hubiera votado «no» por mí. 
Asentí lentamente y me volví hacia Emmett. 
—¡Rayos, sí! —esbozó una sonrisa ancha—. Ya encontraremos otra forma de 
provocar una lucha con ese Demetri. 
No había borrado la mueca de mi cara cuando miré a Esme. 
—Sí, por supuesto, Bella. Ya te considero parte de mi familia. 
—Gracias, Esme —murmuré, y me volví hacia Carlisle. 
De pronto, me puse nerviosa y me arrepentí de no haberle pedido que votara el 
primero. Estaba segura de que su voto era el de mayor valía, el que importaba más 
que cualquier posible mayoría. 
Carlisle no me miraba a mí. 
—Edward —dijo él. 
—No —refunfuñó Edward con los dientes apretados y retrajo los labios hasta 
enseñar los dientes. 
—Es la única vía que tiene sentido —insistió Carlisle—. Has elegido no vivir sin 
ella, y eso no me deja alternativa. 
Edward me soltó la mano y se apartó de la mesa. Se marchó del comedor muy 
indignado sin decir palabra, refunfuñando para sí mismo. 
—Supongo que ya conoces el sentido de mi voto —concluyó Carlisle con un 
suspiro. 
Mi mirada aún seguía detrás de Edward. 
—Gracias —murmuré. 
Un estrépito ensordecedor resonó en la habitación contigua. 
Me estremecí y añadí rápidamente. 
—Es todo lo que necesitaba. Gracias por querer que me  quede. Yo también 
siento lo mismo por todos vosotros. 
Al final de la frase, la voz se me quebró a causa de la emoción. Esme estuvo a 
mi lado en un abrir y cerrar de ojos y me abrazó con sus fríos brazos. 
—Me querida Bella —musitó. 
Le devolví el abrazo. Con el rabillo del ojo me percaté de que Rosalie mantenía 
la vista clavada en la mesa al comprender que mis palabras admitían una doble 
interpretación. 
—Bueno, Alice —dije cuando Esme me soltó—. ¿Dónde quieres que lo 
hagamos? 
Ella me miró fijamente con los ojos dilatados de pánico.
—¡No! ¡No! ¡NO! —bramó Edward que entró como un ciclón en la estancia. Lo 
tenía en mi cara antes de hubiera tenido tiempo de pestañear, inclinado sobre mí, con 
el rostro distorsionado por la cólera—. ¿Estás loca? ¿Has perdido el juicio? 
Retrocedí con las manos en los oídos. 
—Eh... Bella, no me parece que yo esté lista para esto —terció Alice con una nota 
de ansiedad en la voz—. Necesito prepararme... 
—Lo prometiste —le recordé ante la mirada de Edward. 
—Lo sé, pero... Bella, de verdad, no sé cómo hacerlo sin matarte. 
—Puedes hacerlo —le alenté—. Confío en ti. 
Edward gruñó furioso. 
Alice negó de inmediato con la cabeza. Parecía atemorizada.
—¿Carlisle? 
Me volví para mirarle. 
Edward me agarró el rostro con una mano y me obligó a mirarle mientras 
alargaba la otra mano, extendida hacia Carlisle para detenerle, pero éste hizo caso 
omiso del gesto y respondió a mi pregunta. 
—Soy capaz de hacerlo —me hubiera gustado poder ver su expresión—. No 
corres peligro de que yo pierda el control. 
—Suena bien. 
Esperaba que Carlisle hubiera podido entenderme. Resultaba difícil hablar con 
claridad dada la fuerza con que Edward me sujetaba la mandíbula. 
—Espera —me pidió entre dientes—. No tiene por qué ser ahora. 
—No hay razón alguna para que no pueda ser ahora —repuse, aunque las 
palabras resultaron incomprensibles. 
—Se me ocurren unas cuantas. 
—Naturalmente que sí —contesté con acritud—. Ahora, aléjate de mí. 
Me soltó la cara y se cruzó de brazos. 
—Charlie va a venir a buscarte aquí dentro de tres horas. No me extrañaría que 
trajera a sus ayudantes. 
—Vendrá con los tres. 
Fruncí el ceño. 
Ésa era siempre la parte más dura. Charlie, Renée y ahora también Jacob. La 
gente que iba a perder, las personas a quienes iba a hacer daño. Deseaba que hubiera 
alguna forma de ser yo la única que sufriera, pero sabía que era del todo imposible. 
Por otra parte, les iba a causar más daño permaneciendo humana: al poner en 
peligro constante a Charlie a causa de nuestra proximidad, a Jacob, ya que iba a 
arrastrar a sus enemigos a la tierra que él se sentía llamado a proteger, y a Renée... Ni 
siquiera podía arriesgarme a visitar a mi propia madre por miedo a llevar conmigo 
mis mortíferos problemas. 
Sin duda yo era un imán para el peligro. Lo tenía más que asumido. 
Una vez aceptado esto, era consciente de mi necesidad de  ser capaz de 
cuidarme por mí misma y proteger a quienes amaba, incluso aunque eso supusiera 
no estar con ellos. Debía ser fuerte. 
—Sugiero que pospongamos esta conversación en aras de seguir pasando 
desapercibidos —dijo Edward, que seguía hablando con los dientes apretados, pero 
ahora se dirigía a Carlisle—. Al menos, hasta que Bella termine el instituto y se 
marche de casa de Charlie. 
—Es una petición razonable, Bella —señaló Carlisle. 
Pensé en la reacción de mi padre al despertarse por la mañana, después de lo 
que había sufrido con la pérdida de Harry, cuando también yo se las había hecho 
pasar canutas al desaparecer sin dar explicaciones. Encontraría mi cama vacía... 
Charlie se merecía algo mejor y sólo se trataba de retrasarlo un poco más, ya que la 
graduación no estaba lejana... 
Fruncí los labios. 
—Lo consideraré. 
Edward se relajó y dejó de apretar los dientes. 
—Lo mejor sería que te llevara a casa —dijo, ahora más sereno, pero se veía 
claro que tenía prisa por sacarme de allí—. Sólo por si Charlie se despierta pronto. 
Miré a Carlisle. 
—¿Después de la graduación? 
—Tienes mi palabra. 
Respiré hondo, sonreí y me volví hacia Edward. 
—Vale, puedes llevarme a casa. 
Edward me sacó de la casa antes de que Carlisle pudiera prometerme nada 
más. Me sacó de espaldas, por lo que no conseguí ver qué se había roto en el 
comedor. 
El viaje de regreso fue silencioso. Me sentía triunfal y un poco pagada de mí 
misma. También estaba muerta de miedo, por supuesto, pero intenté no pensar en 
esa parte. No hacía ningún bien preocupándome por el dolor —físico o emocional—, 
así que no lo hice. No hasta que fuera totalmente necesario. 
Edward no se detuvo al llegar a mi casa. Subió la pared a toda pastilla y entró 
por mi ventana en una fracción de segundo. Luego, retiró mis brazos de su cuello y 
me depositó en la cama. 
Creí que me hacía una idea bastante aproximada de lo que pensaba, pero su 
expresión me sorprendió, ya que era calculadora en vez de iracunda. En silencio, 
paseó por mi habitación de un lado para otro como una fiera enjaulada mientras yo 
le miraba con creciente recelo. 
—Sea lo que sea lo que estés maquinando, no va a funcionar —le dije. 
—Calla. Estoy pensando. 
—¡Bah! —me quejé mientras me dejaba caer sobre la cama y me  ponía el  
edredón por encima de la cabeza. 
No se oyó nada, pero de pronto estaba ahí. Retiró el edredón de un tirón para 
poderme ver. Se tendió a mi lado y extendió la mano para acariciarme el pelo desde 
la mejilla. 
—Si no te importa, preferiría que no ocultaras la cara debajo de las mantas. He 
vivido sin ella tanto como podía soportar; y ahora, dime una cosa. 
—¿Qué? —pregunté poco dispuesta a colaborar. 
—Si te concedieran lo que más quisieras de este mundo,  cualquier cosa, ¿qué 
pedirías? 
Sentí el escepticismo en mis ojos. 
—A ti. 
Sacudió la cabeza con impaciencia. 
—Algo que no tengas ya. 
No estaba segura de adonde me quería conducir, por lo que le di muchas 
vueltas antes de responder. Ideé algo que fuera verdad y al mismo tiempo bastante 
improbable. 
—Me gustaría que no tuviera que hacerlo Carlisle... Desearía que fueras tú 
quien me transformara.
Observé su reacción con cautela mientras esperaba otra nueva dosis de la ira 
demostrada en su casa. Me sorprendía que mantuviera impertérrito el ademán. Su 
expresión seguía siendo cavilosa y calculadora. 
—¿Qué estarías dispuesta a dar a cambio de eso? 
No pude dar crédito a mis oídos. Me quedé boquiabierta al ver su rostro sereno 
y solté la respuesta a bocajarro antes de pensármelo: 
—Cualquier cosa. 
Sonrió ligeramente y frunció los labios. 
—¿Cinco años? 
Mi rostro se crispó en una mueca que entremezclaba desilusión y miedo a un 
tiempo. 
—Dijiste «cualquier cosa» —me recordó. 
—Sí, pero vas a usar el tiempo para encontrar la forma de escabullirte. He de 
aprovechar la ocasión ahora que se presenta. Además, es demasiado peligroso ser 
sólo un ser humano, al menos para mí. Así que, cualquier cosa menos eso.
Puso cara de pocos amigos. 
—¿Tres años? 
—¡No! 
—¿Es que no te merece la pena? 
Pensé en lo mucho que había deseado aquello, pero decidí poner cara de 
póquer y no permitir que se diera cuenta de lo mucho que significaba para mí. Eso 
me daría más ventaja. 
—¿Seis meses? 
Puso los ojos en blanco. 
—No es bastante.  
—En ese caso, un año —dije—. Ése es mi límite. 
—Concédeme dos al menos. 
—Ni loca. Voy a cumplir diecinueve, pero no pienso acercarme ni una pizca a 
los veinte. Si tú vas a tener menos de veinte para siempre, entonces yo también. 
Se lo pensó durante un minuto. 
—De acuerdo. Olvídate de los límites de tiempo. Si quieres que sea yo quien lo 
haga, tendrás que aceptar otra condición. 
—¿Condición? —pregunté con voz apagada—. ¿Qué condición? 
Había cautela en su mirada y habló despacio. 
—Casarte conmigo primero. 
—... —le miré, a la espera—. Vale, ¿cuál es el chiste? 
Él suspiró. 
—Hieres mi ego, Bella. Te pido que te cases conmigo y tú piensas que es un 
chiste. 
—Edward, por favor, sé serio. 
—Hablo completamente en serio —no había el menor atisbo de broma en su 
rostro. 
—Oh, vamos —dije con una nota de histeria en la voz—. Sólo tengo dieciocho 
años. 
—Bueno, estoy a punto de cumplir los ciento diez. Va siendo hora de que siente 
la cabeza. 
Miré hacia otro lado, en dirección a la oscura ventana, tratando de controlar el 
pánico antes de que fuera demasiado tarde. 
—Verás, el matrimonio no figura precisamente en la lista de mis prioridades, 
¿sabes? Fue algo así como el beso de la muerte para Renée y Charlie. 
—Interesante elección de palabras. 
—Sabes a qué me refiero. 
Respiré hondo. 
—Por favor, no me digas que tienes miedo al compromiso  —espetó con 
incredulidad, y entendí qué quería decir. 
—No es eso exactamente —repuse a la defensiva—. Temo...  la opinión de 
Renée. Tiene convicciones muy profundas contra eso de casarse antes de los treinta. 
—Preferiría que te convirtieras en una eterna maldita antes que en una mujer 
casada —se rió de forma sombría. 
—Te crees muy gracioso. 
—Bella, no hay comparación entre el nivel de compromiso de una unión marital 
y renunciar a tu alma a cambio de convertirte en vampiro para siempre —meneó la 
cabeza—. Si no tienes valor suficiente para casarte conmigo, entonces... 
—Bueno —le interrumpí—. ¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Y si te dijera que me 
llevaras a Las Vegas ahora mismo? ¿Sería vampiro en tres días? 
Sonrió y los dientes le relampaguearon en la oscuridad.
—Seguro —contestó poniéndome en evidencia—. Voy a por mi coche. 
—¡Caray! —murmuré—. Te daré dieciocho meses.  
—No hay trato —repuso con una sonrisa—. Me gusta esta condición. 
—Perfecto. Tendré que conformarme con Carlisle después de la graduación. 
—Si es eso lo que realmente quieres... —se encogió de hombros y su sonrisa se 
tornó realmente angelical. 
—Eres imposible —refunfuñé—, un monstruo. 
Se rió entre dientes. 
—¿Es por eso por lo que no quieres casarte conmigo? 
Volví a refunfuñar. 
Se reclinó sobre mí. Sus ojos, negros como la noche, derritieron, quebraron e 
hicieron añicos mi concentración. 
—Bella, ¿por favor... ?—susurró. 
Durante un momento se me olvidó respirar. Sacudí la cabeza en cuanto me 
recobré en un intento de aclarar de golpe la mente obnubilada. 
—¿Saldría esto mejor si me dieras tiempo para conseguir un anillo? 
—¡No! ¡Nada de anillos! —dije casi a voz en grito. 
—Vale, ya le has despertado —cuchicheó. 
—¡Huy! 
—Charlie se está levantando. Será mejor que me vaya —dijo Edward con 
resignación. 
Mi corazón dejó de latir. 
Evaluó mi expresión durante un segundo. 
—Bueno, entonces, ¿sería muy infantil por mi parte que me escondiera en tu 
armario? 
—No —musité con avidez—. Quédate, por favor. 
Edward sonrió y desapareció. 
Hervía de indignación mientras esperaba a que Charlie acudiera a mi 
habitación para controlarme. Edward sabía exactamente qué  estaba haciendo y yo 
me inclinaba a creer que todo aquel presunto agravio formaba parte de un ardid. Por 
supuesto, aún me quedaba el cartucho de Carlisle, pero al saber que existía la 
posibilidad de que fuera él quien me transformara, lo deseé con verdadera 
desesperación. ¡Menudo tramposo! 
Mi puerta se abrió con un chirrido. 
—Buenos días, papá. 
—Ah, hola, Bella —pareció avergonzado al verse sorprendido—. No sabía que 
estabas despierta. 
—Sí. Estaba esperando a que te despertaras para ducharme —hice ademán de 
levantarme. 
—Espera —me detuvo mientras encendía la luz. Parpadeé bajo la repentina 
luminosidad y procuré mantener la vista lejos del armario—. Hablemos primero un 
minuto. 
No conseguí reprimir una mueca. Había olvidado pedirle a Alice que se 
inventara una buena excusa. 
—Estás metida en un lío, ya lo sabes. 
—Sí, lo sé. 
—Estos tres últimos días he estado a punto de volverme loco. Vine del funeral 
de Harry y tú habías desaparecido. Jacob sólo pudo decirme que te habías ido 
pitando con Alice Cullen y que pensaba que tenías problemas. No me dejaste un 
número ni telefoneaste. No sabía dónde estabas ni cuándo ibas a volver, si es que 
ibas a volver. ¿Tienes alguna idea de cómo... ? —fue incapaz de terminar la frase. 
Respiró hondo de forma ostensible y prosiguió—: ¿Puedes darme algún motivo por 
el que no deba enviarte a Jacksonville este trimestre?
Entrecerré los ojos. Bueno, de modo que aquello iba a ir de amenazas, ¿no? A 
ese juego podían jugar dos. Me incorporé y me arropé con el edredón. 
—Porque no quiero ir. 
—Aguarda un momento, jovencita... 
—Espera, papá, acepto completamente la responsabilidad de mis actos y tienes 
derecho a castigarme todo el tiempo que quieras. Haré las tareas del hogar, la colada 
y fregaré los platos hasta que pienses que he aprendido la lección; y supongo que 
estás en tu derecho de ponerme de patitas en la calle, pero eso no hará que vaya a 
Florida. 
El rostro se le puso bermejo. Respiró profundamente  varias veces, antes de 
responder: 
—¿Te importaría explicar dónde has estado? 
Ay, mierda. 
—Hubo... una emergencia. 
Enarcó las cejas a la espera de una brillante aclaración. Llené de aire los carrillos 
y lo expulsé ruidosamente. 
—No sé qué decirte, papá. En realidad, todo fue un gran malentendido. Él dijo, 
ella dijo, y las cosas se salieron de madre. 
Aguardó con expresión recelosa. 
—Verás, Alice le dijo a Rosalie que yo practicaba salto de acantilado... —intenté 
desesperadamente hacerlo bien y me ceñí lo máximo posible a la verdad para que mi 
incapacidad para mentir de forma convincente no sonara a pretexto, pero antes de 
continuar, la expresión de Charlie me recordó que él no sabía nada de lo del 
acantilado. 
¡Huy, huy, huy! Como si las cosas no estuvieran bastante caldeadas... 
—Supongo que no te comenté nada de eso —proseguí con voz estrangulada—. 
No fue nada, sólo para pasar el rato, nadar con Jacob... En cualquier caso, Rosalie se 
lo dijo a Edward, que se alteró mucho. Ella pareció dar a  entender de forma 
involuntaria que yo intentaba suicidarme o algo por el estilo. Como él no respondía 
al teléfono, Alice me llevó hasta... esto... Los Ángeles para explicárselo en persona. 
Me encogí de hombros mientras albergaba el desesperado deseo de que mi 
«caída» no le hubiera distraído tanto que se hubiera perdido la brillante explicación 
que le había proporcionado. 
Charlie se había quedado helado. 
—¿Intentabas suicidarte, Bella? 
—No, por supuesto que no. Sólo me estaba divirtiendo  con Jake practicando 
salto de acantilado. Los chicos de La Push lo hacen continuamente. Lo que te dije, no 
fue nada. 
El rostro de Charlie volvió a caldearse y pasó del helado pasmo a la calurosa 
furia. 
—De todos modos, ¿qué importa Edward Cullen? —bramó—. Te ha dejado 
aquí tirada todo este tiempo sin decirte ni una palabra. 
—Otro malentendido —le atajé. 
Su rostro volvió a ponerse cárdeno. 
—Pero, entonces, ¿va a volver? 
—No estoy segura de lo que planean, pero creo que regresan todos. 
Sacudió la cabeza mientras le palpitaba la vena de la frente. 
—Quiero que te mantengas lejos de él, Bella. No confío en él. No te conviene. 
No quiero que vuelva a arruinarte la vida de ese modo. 
—Perfecto —repuse de manera cortante. 
Charlie se removió inquieto y retrocedió. Después de unos segundos, espiró de 
forma ostensible a causa de la sorpresa. 
—Pensé que te ibas a poner difícil. 
—Y así es —le miré a los ojos-—. Lo que pretendía decir es: «Perfecto. Me iré de 
casa». 
Los ojos se le saltaron de las órbitas y se puso morado. Mi resolución flaqueó a 
medida que empezaba a preocuparme por su salud. No era más joven que Harry... 
—Papá, no deseo irme de casa —le dije en tono más suave—. Te quiero y sé que 
estás preocupado, pero en esto vas a tener que confiar en mí. Y tomarte las cosas con 
más calma en lo que respecta a Edward, si quieres que me  quede. ¿Quieres o no 
quieres que viva aquí? 
—Eso no es justo, Bella. Sabes que quiero que te quedes. 
—Entonces, pórtate bien con Edward, ya que él va a estar donde yo esté —dije 
con firmeza. La convicción que me proporcionaba mi epifanía seguía siendo fuerte. 
—No bajo este techo —bramó. 
Suspiré con fuerza. 
—Mira, no voy a darte ningún ultimátum más esta noche, bueno, más bien esta 
mañana. Piénsatelo durante un par de días, ¿vale? Pero ten siempre presente que 
Edward y yo vamos en el mismo paquete, es un acuerdo global. 
—Bella... 
—Tú sólo piénsatelo —insistí—, y mientras lo haces, ¿te importaría darme un 
poquito de intimidad? De verdad, necesito una ducha. 
El rostro de Charlie adquirió un extraño tono purpúreo. Se fue dando un 
portazo al salir y le oí bajar pisando furiosamente las escaleras. 
Me sacudí de encima el edredón. Edward ya estaba allí, meciéndose en la silla, 
como si hubiera estado presente durante toda la conversación. 
—Lamento esto —susurré. 
—Como si no me mereciera algo peor... —musitó—. No la tomes con Charlie 
por mi causa, por favor. 
—No te preocupes por eso —repuse con un hilo de voz mientras recogía mis 
cosas para el baño y un juego de ropa limpio—. Haré todo lo que sea necesario y 
nada más. ¿O intentas decirme que no tengo ningún lugar adonde acudir? 
Abrí los ojos desmesuradamente a la vez que simulaba una gran inquietud. 
—¿Te mudarías a una casa llena de vampiros? 
—Probablemente, ése es el lugar más seguro de todos para alguien como yo —
le dediqué una gran sonrisa—. Además, no hay necesidad de apurar el plazo de la 
graduación si Charlie me pone de patitas en la calle, ¿a que no? 
Permaneció con la mandíbula fuertemente apretada y masculló: 
—Menudas ganas tienes de condenarte eternamente... 
—Sabes que en realidad no crees lo que dices. 
—¿Ah, no? —bufó. 
—No. 
Me fulminó con la mirada y empezó a hablar, pero yo le interrumpí: 
—Si de verdad hubieras creído que habías perdido el alma, entonces, cuando te 
encontré en Volterra, hubieras comprendido de inmediato lo que sucedía, en vez de 
pensar que habíamos muerto juntos. Pero no fue así... Dijiste: «Asombroso. Carlisle 
tenía razón» —le recordé triunfal—. Después de todo, sigues teniendo la esperanza. 
Por una vez, Edward se quedó sin habla. 
—De modo que los dos vamos a ser optimistas, ¿vale? —sugerí—. No es 
importante. No necesito el cielo si tú no puedes ir a él. 
Se levantó lentamente, se acercó y me rodeó el rostro  con las manos antes de 
mirarme fijamente a los ojos. 
—Para siempre —prometió de forma un poco teatral. 
—No te pido más —le dije. 
Me puse de puntillas para poder apretar sus labios contra los míos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario