miércoles, 13 de noviembre de 2013

CINCUENTA SOMBRAS MÁS OSCURAS: CAPITULO 4


Cuando recobro la cordura, abro los ojos y alzo la mirada a la cara del
hombre que amo. Christian tiene una expresión suave, tierna. Frota su nariz contra la
mía, se apoya en los codos y, tomando mis manos entre las suyas, las coloca junto a mi
cabeza. Sospecho que, por desgracia, lo hace para que no le toque. Me besa los labios
con dulzura mientras sale de mí.
 —He echado de menos esto —dice en voz baja.
 —Yo también —susurro.
 Me coge por la barbilla y me besa con fuerza. Un beso apasionado y
suplicante, ¿pidiendo qué? No lo sé, y eso me deja sin aliento.
 —No vuelvas a dejarme —me implora, mirándome con seriedad a lo más
profundo de mis ojos.
 —Vale —murmuro, y le sonrío. Me responde con una sonrisa
deslumbrante: de alivio, euforia y placer adolescente, combinados en una mirada
encantadora que derretiría el más frío de los corazones—. Gracias por el iPad.
 —No se merecen, Anastasia.
 —¿Cuál es tu canción favorita de todas las que hay?
 —Eso sería darte demasiada información. —Sonríe satisfecho—. Venga,
prepárame algo de comer, muchacha, estoy hambriento —añade, incorporándose de
repente en la cama y arrastrándome con él.
 —¿Muchacha? —digo con una risita.
 —Muchacha. Comida, ahora, por favor.
 —Ya que lo pide con tanta amabilidad, señor… Me pondré ahora mismo.
 Al levantarme rápidamente de la cama, la almohada se mueve y aparece
debajo el globo deshinchado del helicóptero. Christian lo coge y me mira,
desconcertado.
 —Ese es mi globo —digo con afán posesivo mientras cojo mi bata y me
envuelvo con ella.
 Oh, Dios… ¿por qué ha tenido que encontrar eso?
 —¿En tu cama? —murmura.
 —Sí. —Me ruborizo—. Me ha hecho compañía.
 —Qué afortunado, Charlie Tango —dice con aire sorprendido.
 Sí, soy una sentimental, Grey, porque te quiero.
 —Mi globo —digo otra vez, doy media vuelta y me encamino hacia la
cocina, y él se queda sonriendo de oreja a oreja.
 Christian y yo estamos sentados en la alfombra persa de Kate, comiendocon palillos salteado de pollo con fideos de unos boles blancos de porcelana y
bebiendo Pinot Grigio blanco frío. Christian está apoyado en el sofá con sus largas
piernas estiradas hacia delante. Tiene el pelo alborotado, lleva los vaqueros y la
camisa, y nada más. De fondo suena el Buena Vista Social Club del iPod de Christian.
 —Esto está muy bueno —dice elogiosamente mientras ataca la comida.
 Yo estoy sentada a su lado con las piernas cruzadas, comiendo vorazmente
como si estuviera muerta de hambre y admirando sus pies desnudos.
 —Casi siempre cocino yo. Kate no sabe cocinar.
 —¿Te enseñó tu madre?
 —La verdad es que no —digo con sorna—. Cuando empecé a interesarme
por la cocina, mi madre estaba viviendo con su marido número tres en Mansfield,
Texas. Y Ray… bueno, él habría sobrevivido a base de tostadas y comida preparada
de no ser por mí.
 Christian se me queda mirando.
 —¿No vivías en Texas con tu madre?
 —Su marido, Steve, y yo… no nos llevábamos bien. Y yo echaba de menos
a Ray. El matrimonio con Steve no duró mucho. Creo que mi madre acabó recuperando
el sentido común. Nunca habla de él —añado en voz baja.
 Creo que esa es una etapa oscura de su vida de la que nunca hablamos.
 —¿Así que te quedaste en Washington a vivir con tu padrastro?
 —Viví muy poco tiempo en Texas y luego volví con Ray.
 —Lo dices como si hubieras cuidado de él —observa con ternura.
 —Supongo —digo encogiéndome de hombros.
 —Estás acostumbrada a cuidar a la gente.
 El deje de su voz me llama la atención y levanto la vista.
 —¿Qué pasa? —pregunto, sorprendida por su expresión cauta.
 —Yo quiero cuidarte.
 En sus ojos luminosos brilla una emoción inefable.
 El ritmo de mi corazón se acelera.
 —Ya lo he notado —musito—. Solo que lo haces de una forma extraña.
 Arquea una ceja.
 —No sé hacerlo de otro modo —dice quedamente.
 —Sigo enfadada contigo porque compraras SIP.
 Sonríe.
 —Lo sé, pero no me iba a frenar porque tú te enfadaras, nena.
 —¿Qué voy a decirles a mis compañeros de trabajo, a Jack?
 Entorna los ojos.
 —Ese cabrón más vale que vigile.
 —¡Christian! —le riño—. Es mi jefe.
 Christian aprieta con fuerza los labios, que se convierten en una línea muyfina. Parece un colegial tozudo.
 —No se lo digas —dice.
 —¿Que no les diga qué?
 —Que soy el propietario. El principio de acuerdo se firmó ayer. La noticia
no se puede hacer pública hasta dentro de cuatro semanas, durante las cuales habrá
algunos cambios en la dirección de SIP.
 —Oh… ¿me quedaré sin trabajo? —pregunto, alarmada.
 —Sinceramente, lo dudo —dice Christian con sarcasmo, intentando
disimular una sonrisa.
 —Si me marcho y encuentro otro trabajo, ¿comprarás esa empresa también?
—insinúo burlona.
 —No estarás pensando en irte, ¿verdad?
 Su expresión cambia, vuelve a ser cautelosa.
 —Posiblemente. No creo que me hayas dejado otra opción.
 —Sí, compraré esa empresa también —dice categórico.
 Yo vuelvo a mirarle ceñuda. Es una situación en la que tengo las de perder.
 —¿No crees que estás siendo excesivamente protector?
 —Sí, soy perfectamente consciente de que eso es lo que parece.
 —Que alguien llame al doctor Flynn —murmuro.
 Él deja en el suelo el bol vacío y me mira impasible. Suspiro. No quiero
discutir. Me levanto y lo recojo.
 —¿Quieres algo de postre?
 —¡Ahora te escucho! —dice con una sonrisa lasciva.
 —Yo no. —¿Por qué yo no? La diosa que llevo dentro despierta de su
letargo y se sienta erguida, toda oídos—. Tenemos helado. De vainilla —digo con una
risita.
 —¿En serio? —La sonrisa de Christian se ensancha—. Creo que podríamos
hacer algo con eso.
 ¿Qué? Me lo quedo mirando estupefacta y él se pone de pie ágilmente.
 —¿Puedo quedarme? —pregunta.
 —¿Qué quieres decir?
 —Toda la noche.
 —Lo había dado por sentado —digo ruborizándome.
 —Bien. ¿Dónde está el helado?
 —En el horno.
 Le sonrío con dulzura.
 Inclina la cabeza a un lado, suspira y cabecea.
 —El sarcasmo es la expresión más baja de la inteligencia, señorita Steele.
 Sus ojos centellean.
 Oh, Dios. ¿Qué planea? —Todavía puedo tumbarte en mis rodillas.
 Yo pongo los boles en el fregadero.
 —¿Tienes esas bolas plateadas?
 Él se palpa el torso, el estómago y los bolsillos de los vaqueros.
 —Muy graciosa. No voy por ahí con un juego de recambio. En el despacho
no me sirven de mucho.
 —Me alegra mucho oír eso, señor Grey, y creí que habías dicho que el
sarcasmo era la expresión más baja de la inteligencia.
 —Bien, Anastasia, mi nuevo lema es: «Si no puedes vencerles, únete a
ellos».
 Le miro boquiabierta. No puedo creer que acabe de decir eso. Y él me
sonríe satisfecho y por lo visto perversamente encantado consigo mismo. Se da la
vuelta, abre el congelador y saca una tarrina del mejor Ben amp; Jerry’s de vainilla.
 —Esto servirá. —Me mira con sus ojos turbios—. Ben amp; Jerry’s amp;
Ana —añade, diciendo cada palabra muy despacio, pronunciando claramente todas las
sílabas.
 Ay, madre. Creo que nunca más podré cerrar la boca. Él abre el cajón de
los cubiertos y coge una cuchara. Cuando levanta la vista, tiene los ojos entornados y
desliza la lengua por encima de los dientes de arriba. Oh, esa lengua.
 Siento que me falta el aire. Un deseo oscuro, atrayente y lascivo circula
abrasador por mis venas. Vamos a divertirnos, con comida.
 —Espero que estés calentita —susurra—. Voy a enfriarte con esto. Ven.
 Me tiende la mano y le entrego la mía.
 Una vez en mi dormitorio, coloca el helado en la mesita, aparta el edredón
de la cama, saca las dos almohadas y las apila en el suelo.
 —Tienes sábanas de recambio, ¿verdad?
 Asiento, observándole fascinada. Christian coge el Charlie Tango.
 —No enredes con mi globo —le advierto.
 Tuerce el labio hacia arriba a modo de media sonrisa.
 —Ni se me ocurriría, nena, pero quiero enredar contigo y esas sábanas.
 Siento una convulsión en todo el cuerpo.
 —Quiero atarte.
 Oh.
 —De acuerdo —susurro.
 —Solo las manos. A la cama. Necesito que estés quieta.
 —De acuerdo —asiento otra vez, incapaz de nada más.
 Él se acerca a mí, sin dejar de mirarme.
 —Usaremos esto.
 Coge el cinturón de mi bata con destreza lenta y seductora, deshace el nudo
y lo saca de la prenda con delicadeza. Se me abre la bata, y yo permanezco paralizada bajo su ardiente mirada. Al
cabo de un momento, me quita la prenda por los hombros. Esta cae a mis pies, de
manera que quedo desnuda ante él. Me acaricia la cara con el dorso de los nudillos, y
su roce resuena en lo más profundo de mi entrepierna. Se inclina y me besa los labios
fugazmente.
 —Túmbate en la cama, boca arriba —murmura, y su mirada se oscurece e
incendia la mía.
 Hago lo que me dice. Mi habitación está sumida en la oscuridad, salvo por
la luz tenue y desvaída de mi lamparita.
 Normalmente odio esas bombillas que ahorran energía, porque son muy
débiles, pero estando desnuda aquí, con Christian, agradezco esa luz vaga. Él está de
pie junto a la cama, contemplándome.
 —Podría pasarme el día mirándote, Anastasia —dice, y se sube a la cama,
sobre mi cuerpo, a horcajadas—. Los brazos por encima de la cabeza —ordena.
 Obedezco y él me ata el extremo del cinturón de mi bata en la muñeca
izquierda y pasa el resto entre las barras metálicas del cabezal de la cama. Tensa el
cinturón, de forma que mi brazo izquierdo queda flexionado por encima de mí, y luego
me ata la mano derecha, y vuelve a tensar la banda.
 En cuanto me tiene atada, mirándole, se relaja visiblemente. Le gusta
amarrarme. Así no puedo tocarle. Se me ocurre entonces que tampoco ninguna de sus
sumisas debe de haberle tocado nunca… y lo que es más, nunca deben de haber tenido
la posibilidad de hacerlo. Él nunca ha perdido el control y siempre se ha mantenido a
distancia. Por eso le gustan sus normas.
 Se baja de encima de mí y se inclina para darme un besito en los labios.
Luego se levanta y se quita la camisa por encima de la cabeza. Se desabrocha los
vaqueros y los tira al suelo.
 Está gloriosamente desnudo. La diosa que llevo dentro hace un triple salto
mortal para bajar de las barras asimétricas, y de pronto se me seca la boca. Realmente
es extraordinariamente hermoso. Tiene una silueta de trazo clásico. Espaldas anchas y
musculosas y caderas estrechas: el triángulo invertido. Es obvio que lo trabaja. Podría
pasarme el día entero mirándole. Se desplaza a los pies de la cama, me sujeta los
tobillos y tira de mí hacia abajo, bruscamente, de manera que tengo los brazos tirantes
y no puedo moverme.
 —Así mejor —asegura.
 Coge la tarrina de helado, se sube a la cama con delicadeza y vuelve a
ponerse a horcajadas encima de mí. Retira la tapa de la tarrina muy despacio y hunde
la cuchara en ella.
 —Mmm… todavía está bastante duro —dice arqueando una ceja. Saca una
cucharada de vainilla y se la mete en la boca—. Delicioso —susurra y se relame—. Es
asombroso lo buena que puede estar esta vainilla sosa y aburrida. —Baja la vista haciamí y sonríe, burlón—. ¿Quieres un poco?
 Está tan absolutamente sexy, tan joven y desenfadado… sentado sobre mí y
comiendo de una tarrina de helado, con los ojos brillantes y el rostro resplandeciente.
Oh, ¿qué demonios va a hacerme? Como si no lo supiera… Asiento, tímida.
 Saca otra cucharada y me la ofrece, así que abro la boca, y entonces él
vuelve a metérsela rápidamente en la suya.
 —Está demasiado bueno para compartirlo —dice con una sonrisa pícara.
 —Eh —protesto.
 —Vaya, señorita Steele, ¿le gusta la vainilla?
 —Sí —digo con más energía de la pretendida, e intento en vano quitármelo
de encima.
 Se echa a reír.
 —Tenemos ganas de pelea, ¿eh? Yo que tú no haría eso.
 —Helado —ruego.
 —Bueno, porque hoy me has complacido mucho, señorita Steele.
 Cede y me ofrece otra cucharada. Esta vez me deja comer.
 Me entran ganas de reír. Realmente está disfrutando, y su buen humor es
contagioso. Coge otra cucharada y me da un poco más, y luego otra vez. Vale, basta.
 —Mmm, bueno, este es un modo de asegurarme de que comes: alimentarte a
la fuerza. Podría acostumbrarme a esto.
 Coge otra cucharada y me ofrece más. Esta vez mantengo la boca cerrada y
muevo la cabeza, y él deja que se derrita lentamente en la cuchara, de manera que
empieza a gotear sobre mi cuello, sobre mi pecho. Él lo recoge con la lengua, lo lame
muy despacio. El anhelo incendia mi cuerpo.
 —Mmm… Si viene de ti todavía está mejor, señorita Steele.
 Yo tiro de mis ataduras y la cama cruje de forma alarmante, pero no me
importa… ardo de deseo, me está consumiendo. Él coge otra cucharada y deja que el
helado gotee sobre mis pechos. Luego, con el dorso de la cuchara, lo extiende sobre
cada pecho y pezón.
 Oh… está frío. Ambos pezones se yerguen y endurecen bajo la vainilla fría.
 —¿Tienes frío? —pregunta Christian en voz baja y se inclina para lamerme
y chuparme todo el helado, y su boca está caliente comparada con la temperatura de la
tarrina.
 Es una tortura. A medida que va derritiéndose, el helado se derrama en
regueros por mi cuerpo hasta la cama. Sus labios siguen con su pausado martirio,
chupando con fuerza, rozando suavemente… ¡Oh, Dios! Estoy jadeando.
 —¿Quieres un poco?
 Y antes de que pueda negarme o aceptar su oferta, me mete la lengua en la
boca, y está fría y es hábil y sabe a Christian y a vainilla. Deliciosa.
 Y justo cuando me estoy acostumbrando a esa sensación, él vuelve asentarse y desliza una cucharada de helado por el centro de mi cuerpo, sobre mi vientre
y dentro de mi ombligo, donde deposita una gran porción. Oh, está más frío que antes,
pero, extrañamente, me arde sobre la piel.
 —A ver, no es la primera vez que haces esto. —A Christian le brillan los
ojos—. Vas a tener que quedarte quieta, o toda la cama se llenará de helado.
 Me besa ambos pechos y me chupa con fuerza los dos pezones, luego sigue
el reguero del helado por mi cuerpo, hacia abajo, chupando y lamiendo por el camino.
 Y yo lo intento: intento quedarme quieta, pese a la embriagadora
combinación del frío y sus caricias que me inflaman. Pero mis caderas empiezan a
moverse de forma involuntaria, rotando con su propio ritmo, atrapadas en el embrujo
de la vainilla fría. Él baja más y empieza a comer el helado de mi vientre, gira la
lengua dentro y alrededor de mi ombligo.
 Gimo. Dios… Está frío, es tórrido, es tentador, pero él no para. Sigue el
rastro del helado por mi cuerpo hasta abajo, hasta mi vello púbico, hasta mi clítoris. Y
grito, fuerte.
 —Calla —dice Christian en voz baja, mientras su lengua mágica procede a
lamer la vainilla, y ahora lo ansío calladamente.
 —Oh… por favor… Christian.
 —Lo sé, nena, lo sé —musita, y su lengua sigue obrando su magia.
 No para, simplemente no para, y mi cuerpo asciende… arriba, más arriba.
Él desliza un dedo dentro de mí, luego otro, y con lentitud agónica, los mueve dentro y
fuera.
 —Justo aquí —murmura, y acaricia rítmicamente la pared frontal de mi
vagina, mientras sigue lamiendo y chupando de un modo implacable y exquisito.
 E inesperadamente estallo en un orgasmo alucinante que aturde todos mis
sentidos y arrasa todo lo que sucede ajeno a mi cuerpo, mientras no paro de retorcerme
y gemir. Santo Dios, qué rápido ha sido…
 Soy vagamente consciente de que él ha parado. Está sobre mí, poniéndose
un condón, y luego me penetra, rápido y enérgico.
 —¡Oh, sí! —gruñe al hundirse en mí.
 Está pegajoso: los restos de helado derretido se desparraman entre los dos.
Es una sensación extrañamente perturbadora, pero en la que no puedo sumergirme más
de unos segundos, cuando de pronto Christian sale de mi cuerpo y me da la vuelta.
 —Así —murmura, y bruscamente vuelve a estar en mi interior, pero no
inicia su habitual ritmo de castigo inmediatamente.
 Se inclina sobre mí, me desata las manos y me incorpora con un
movimiento enérgico, de manera que quedo prácticamente sentada encima de él. Sube
las manos, cubre con ellas mis pechos y tira levemente de mis pezones. Yo gimo y echo
la cabeza hacia atrás, sobre su hombro. Me roza el cuello con la boca, me muerde, y
flexiona las caderas, deliciosamente despacio, colmándome una y otra vez. —¿Sabes cuánto significas para mí? —me jadea otra vez al oído.
 —No —digo sin aliento.
 Él sonríe de nuevo pegado a mi cuello, me rodea la barbilla y el cuello con
los dedos, y me retiene con fuerza durante un momento.
 —Sí, lo sabes. No te dejaré marchar.
 Gruño cuando él incrementa el ritmo.
 —Eres mía, Anastasia.
 —Sí, tuya —jadeo.
 —Yo cuido de lo que es mío —sisea, y me muerde la oreja.
 Grito.
 —Eso es, nena, quiero oírte.
 Me pasa una mano por la cintura mientras con la otra me sujeta la cadera y
me penetra con más fuerza, obligándome a gritar otra vez. Y empieza su ritmo de
castigo. Se le acelera la respiración, es más brusca, entrecortada, acompasada con la
mía. Siento en las entrañas esa sensación apremiante y familiar. ¡Otra vez!
 Solo soy sensaciones. Esto es lo que él me provoca: toma mi cuerpo y lo
posee totalmente, de modo que solo puedo pensar en él. Su magia es poderosa,
arrebatadora. Yo soy una mariposa presa en su red, sin capacidad ni ganas de escapar.
Soy suya… absolutamente suya.
 —Vamos, nena —gruñe entre dientes cuando llega el momento y, como la
aprendiza de brujo que soy, me libero y nos dejamos ir juntos.
 Estoy acurrucada en sus brazos sobre sábanas pegajosas. Él tiene la frente
pegada a mi espalda y la nariz hundida en mi pelo.
 —Lo que siento por ti me asusta —susurro.
 —A mí también —dice en voz baja y sin moverse.
 —¿Y si me dejas?
 Es una idea terrorífica.
 —No me voy a ir a ninguna parte. No creo que nunca me canse de ti,
Anastasia.
 Me doy la vuelta y le miro. Tiene una expresión seria, sincera. Me inclino y
le beso con cariño. Él sonríe y extiende la mano para recogerme el pelo detrás de la
oreja.
 —Nunca había sentido lo que sentí cuando te fuiste, Anastasia. Removería
cielo y tierra para no volver a sentirme así.
 Suena muy triste, abrumado incluso.
 Vuelvo a besarle. Quiero animarnos de algún modo, pero Christian lo hace
por mí.
 —¿Vendrás mañana a la fiesta de verano de mi padre? Es una velada
benéfica anual. Yo dije que iría.
 Sonrío, con repentina timidez. —Claro que iré.
 Oh, no. No tengo nada que ponerme.
 —¿Qué pasa?
 —Nada.
 —Dime —insiste.
 —No tengo nada que ponerme.
 Christian parece momentáneamente incómodo.
 —No te enfades, pero sigo teniendo toda esa ropa para ti en casa. Estoy
seguro de que hay un par de vestidos.
 Frunzo los labios.
 —¿Ah, sí? —comento en tono sardónico.
 No quiero pelearme con él esta noche. Necesito una ducha.
 La chica que se parece a mí espera fuera frente a la puerta de SIP. Un
momento… ella es yo. Estoy pálida y sucia, y la ropa que llevo me viene grande. La
estoy mirando a ella, que viste mi ropa… saludable y feliz.
 —¿Qué tienes tú que yo no tenga? —le pregunto.
 —¿Quién eres?
 —No soy nadie… ¿Quién eres tú? ¿También eres nadie…?
 —Pues ya somos dos…no lo digas, nos harían desaparecer, sabes…
 Sonríe despacio, con una mueca diabólica que se extiende por toda su cara,
y es tan escalofriante que me pongo a chillar.
 —¡Por Dios, Ana!
 Christian me zarandea para que despierte.
 Estoy tan desorientada. Estoy en casa… a oscuras… en la cama con
Christian. Sacudo la cabeza, intentando despejar la mente.
 —Nena, ¿estás bien? Has tenido una pesadilla.
 —Ah.
 Enciende la lámpara y nos baña con su luz tenue. Él baja la vista hacia mí
con cara de preocupación.
 —La chica —murmuro.
 —¿Qué pasa? ¿Qué chica? —pregunta con dulzura.
 —Había una chica en la puerta de SIP cuando salí esta tarde. Se parecía a
mí… bueno, no.
 Christian se queda inmóvil, y cuando la luz de la lámpara de la mesita se
intensifica, veo que está lívido.
 —¿Cuándo fue eso? —susurra consternado.
 Se sienta y me mira fijamente.
 —Cuando salí de trabajar esta tarde. ¿Tú sabes quién es?
 —Sí.
 Se pasa la mano por el pelo. —¿Quién?
 Sus labios se convierten en una línea tensa, pero no dice nada.
 —¿Quién? —insisto.
 —Es Leila.
 Yo trago saliva. ¡La ex sumisa! Recuerdo que Christian habló de ella antes
de que voláramos en el planeador. De pronto, su cuerpo emana tensión. Algo pasa.
 —¿La chica que puso «Toxic» en tu iPod?
 Me mira angustiado.
 —Sí. ¿Dijo algo?
 —Dijo: «¿Qué tienes tú que yo no tenga?», y cuando le pregunté quién era,
dijo: «Nadie».
 Christian cierra los ojos, como si le doliera. ¿Qué ha pasado? ¿Qué
significa ella para él?
 Me pica el cuero cabelludo mientras la adrenalina me recorre el cuerpo. ¿Y
si le importa mucho? ¿Quizá la echa de menos? Sé tan poco de sus anteriores… esto…
relaciones. Seguro que ella firmó un contrato, e hizo lo que él quería, encantada de
darle lo que necesitaba.
 Oh, no… y yo no puedo. La idea me da náuseas.
 Christian sale de la cama, se pone los vaqueros y va al salón. Echo un
vistazo al despertador y veo que son las cinco de la mañana. Me levanto, me pongo su
camisa blanca y le sigo.
 Vaya, está al teléfono.
 —Sí, en la puerta de SIP, ayer… por la tarde —dice en voz baja. Se vuelve
hacia mí y, mientras me dirijo hacia la cocina, me pregunta—: ¿A qué hora
exactamente?
 —Hacia… ¿las seis menos diez? —balbuceo.
 ¿A quién demonios llama a estas horas? ¿Qué ha hecho Leila? Christian
transmite esa información a quien sea que esté al aparato, sin apartar los ojos de mí,
con expresión grave y sombría.
 —Averigua cómo… Sí… No me lo parecía, pero tampoco habría pensado
que ella haría eso. —Cierra los ojos, como si sintiera dolor—. No sé cómo acabará
esto… Sí, hablaré con ella… Sí… Lo sé… Averigua cuanto puedas y házmelo saber. Y
encuéntrala, Welch… tiene problemas. Encuéntrala.
 Cuelga.
 —¿Quieres un té? —pregunto.
 Té, la respuesta de Ray a cualquier crisis y la única cosa que sabe hacer en
la cocina. Lleno el hervidor de agua.
 —La verdad es que me gustaría volver a la cama.
 Su mirada me dice que no es para dormir.
 —Bueno, yo necesito un poco de té. ¿Te tomarías una taza conmigo? Quiero saber qué está pasando. No conseguirás despistarme con sexo.
 Él se pasa la mano por el pelo, exasperado.
 —Sí, por favor —dice, pero veo que esto le irrita.
 Pongo el hervidor al fuego y me ocupo de las tazas y la tetera. Mi ansiedad
ha superado el nivel de ataque inminente. ¿Va a explicarme el problema? ¿O voy a
tener que sonsacárselo?
 Percibo que me está mirando: capto su incertidumbre, y su rabia es
palpable. Levanto la vista, y sus ojos brillan de aprensión.
 —¿Qué pasa? —pregunto con cariño.
 Él sacude la cabeza.
 —¿No piensas contármelo?
 Suspira y cierra los ojos.
 —No.
 —¿Por qué?
 —Porque no debería importarte. No quiero que te veas involucrada en esto.
 —No debería importarme, pero me importa. Ella me encontró y me abordó
a la puerta de mi oficina. ¿Cómo es que me conoce? ¿Cómo es que sabe dónde trabajo?
Me parece que tengo derecho a saber qué está pasando.
 Él vuelve a pasarse la mano por el pelo, con evidente frustración, como si
librara una batalla interior.
 —¿Por favor? —pregunto bajito.
 Su boca se convierte en una línea tensa, y me mira poniendo los ojos en
blanco.
 —De acuerdo —dice, resignado—. No tengo ni idea de cómo te encontró.
A lo mejor por la fotografía de nosotros en Portland, no sé.
 Vuelve a suspirar y noto que dirige su frustración hacia sí mismo.
 Espero con paciencia y vierto el agua hirviendo en la tetera, mientras él
camina nervioso de un lado para otro. Al cabo de un momento, continúa:
 —Mientras yo estaba contigo en Georgia, Leila se presentó sin avisar en mi
apartamento y le montó una escena a Gail.
 —¿Gail?
 —La señora Jones.
 —¿Qué quieres decir con que «le montó una escena»?
 Me mira, tanteando.
 —Dime. Te estás guardando algo.
 Mi tono suena más contundente de lo que pretendía.
 Él parpadea, sorprendido.
 —Ana, yo…
 Se calla.
 —¿Por favor? Suspira, derrotado.
 —Hizo un torpe intento de cortarse las venas.
 —¡Oh, Dios!
 Eso explica el vendaje de la muñeca.
 —Gail la llevó al hospital. Pero Leila se marchó antes de que yo llegara.
 Santo Dios. ¿Qué significa eso? ¿Suicida? ¿Por qué?
 —El psiquiatra que la examinó dijo que era la típica llamada de auxilio.
No creía que corriera auténtico peligro. Dijo que en realidad no quería suicidarse.
Pero yo no estoy tan seguro. Desde entonces he intentado localizarla para
proporcionarle ayuda.
 —¿Le dijo algo a la señora Jones?
 Me mira fijamente. Se le ve muy incómodo.
 —No mucho —admite finalmente, pero sé bien que me oculta algo.
 Intento tranquilizarme sirviendo el té en las tazas. ¿Así que Leila quiere
volver a la vida de Christian y opta por un intento de suicidio para llamar su atención?
Santo cielo… resulta aterrador. Pero efectivo. ¿Christian se va de Georgia para estar a
su lado, pero ella desaparece antes de que él llegue? Qué extraño…
 —¿No puedes localizarla? ¿Y qué hay de su familia?
 —No sabe dónde está. Ni su marido tampoco.
 —¿Marido?
 —Sí —dice en tono abstraído—, lleva unos dos años casada.
 ¿Qué?
 —¿Así que estaba casada cuando estuvo contigo?
 Dios. Realmente, Christian no tiene escrúpulos.
 —¡No! Por Dios, no. Estuvo conmigo hace casi tres años. Luego se marchó
y se casó con ese tipo poco después.
 —Oh. Entonces, ¿por qué trata de llamar tu atención ahora?
 Mueve la cabeza con pesar.
 —No lo sé. Lo único que hemos conseguido averiguar es que hace unos
meses abandonó a su marido.
 —A ver si lo entiendo. ¿No fue tu sumisa hace unos tres años?
 —Dos años y medio más o menos.
 —Y quería más.
 —Sí.
 —Pero ¿tu no querías?
 —Eso ya lo sabes.
 —Así que te dejó.
 —Sí.
 —Entonces, ¿por qué quiere volver contigo ahora?
 —No lo sé. Sin embargo, el tono de su voz me dice que, como mínimo, tiene una teoría.
 —Pero sospechas…
 Entorna los ojos con rabia evidente.
 —Sospecho que tiene algo que ver contigo.
 ¿Conmigo? ¿Qué puede querer de mí? «¿Qué tienes tú que yo no tenga?»
 Miro fijamente a Cincuenta, esplendorosamente desnudo de cintura para
arriba. Le tengo: es mío. Esto es lo que tengo, y sin embargo ella se parecía a mí: el
mismo cabello oscuro y la misma piel pálida. Frunzo el ceño al pensar en eso. Sí…
¿Qué tengo yo que ella no tenga?
 —¿Por qué no me lo contaste ayer? —pregunta con dulzura.
 —Me olvidé de ella. —Encojo los hombros en un gesto de disculpa—. Ya
sabes, la copa después del trabajo para celebrar mi primera semana. Luego llegaste al
bar con tu… arranque de testosterona con Jack, y luego nos vinimos aquí. Se me fue de
la cabeza. Tú sueles hacer que me olvide de las cosas.
 —¿Arranque de testosterona? —dice torciendo el gesto.
 —Sí. El concurso de meadas.
 —Ya te enseñaré yo lo que es un arranque de testosterona.
 —¿No preferirías una taza de té?
 —No, Anastasia, no lo prefiero.
 Sus ojos encienden mis entrañas, me abrasa con esa mirada de «Te deseo y
te deseo ahora». Dios… es tan excitante.
 —Olvídate de ella. Ven.
 Me tiende la mano.
 Cuando le doy la mano, la diosa que llevo dentro da tres volteretas sobre el
suelo del gimnasio.
 * * *
 Me despierto, tengo demasiado calor, y estoy abrazada a Christian Grey,
desnudo. Aunque está profundamente dormido, me tiene sujeta entre sus brazos. La
débil luz de la mañana se filtra por las cortinas. Tengo la cabeza apoyada en su pecho,
la pierna entrelazada con la suya y el brazo sobre su vientre.
 Levanto un poco la cabeza, temerosa de despertarle. Parece tan joven, y
duerme tan relajado, tan absolutamente bello. No puedo creer que este Adonis sea mío,
todo mío.
 Mmm… Alargo la mano y le acaricio el torso con cuidado, deslizando los
dedos sobre su vello, y él no se mueve. Dios santo. Casi no puedo creerlo. Es
realmente mío… durante estos preciosos momentos. Me inclino sobre él y beso
tiernamente una de sus cicatrices. Él gime bajito, pero no se despierta, y sonrío. Le
beso otra y abre los ojos.
 —Hola —digo con una sonrisita culpable.
 —Hola —contesta receloso—. ¿Qué estás haciendo? —Mirarte.
 Deslizo los dedos siguiendo el rastro hacia su vello púbico. Él atrapa mi
mano, entorna los ojos y luego sonríe con su deslumbrante sonrisa de Christian
satisfecho. Entonces me relajo. Mis caricias secretas siguen siendo secretas.
 Oh… ¿por qué no me dejarás tocarte?
 De pronto se coloca encima de mí, apoyando mi espalda contra el colchón y
sujetándome las manos, a modo de advertencia. Me roza la nariz con la suya.
 —Me parece que ha estado haciendo algo malo, señorita Steele —me
acusa, pero sin perder la sonrisa.
 —Me encanta hacer cosas malas cuando estoy contigo.
 —¿Te encanta? —pregunta, y me besa levemente los labios—. ¿Sexo o
desayuno? —pregunta con sus ojos oscuros, pero rebosantes de humor.
 Clava su erección en mí y yo levanto la pelvis para acogerla.
 —Buena elección —murmura con los labios pegados a mi cuello, y sus
besos empiezan a trazar un sendero hasta mi pecho.
 * * *
 Estoy de pie delante de mi cómoda, mirándome al espejo e intentando dar
algo de forma a mi pelo… pero es demasiado largo. Llevo unos vaqueros y una
camiseta, y detrás de mí Christian, recién duchado, se está vistiendo. Contemplo
ávidamente su cuerpo.
 —¿Con qué frecuencia haces ejercicio? —pregunto.
 —Todos los días laborables —dice mientras se abrocha la bragueta.
 —¿Qué haces?
 —Correr, pesas, kickboxing…
 Se encoge de hombros.
 —¿Kickboxing?
 —Sí, tengo un entrenador personal, un ex atleta olímpico que me enseña. Se
llama Claude. Es muy bueno. Te gustará.
 Me doy la vuelta para mirarle, mientras empieza a abotonarse la camisa
blanca.
 —¿Qué quieres decir con que me gustará?
 —Te gustará como entrenador.
 —¿Para qué iba a necesitar yo un entrenador personal? Tú ya me mantienes
en forma —le digo en broma.
 Se acerca con andar pausado, me rodea con sus brazos, y sus ojos turbios
se encuentran con los míos en el espejo.
 —Pero, nena, yo quiero que estés en forma para lo que tengo pensado.
 Recuerdos del cuarto de juegos invaden mi mente y me ruborizo. Sí… el
cuarto rojo del dolor es agotador. ¿Va a llevarme allí otra vez? ¿Quiero yo volver allí?
 ¡Pues claro que quieres!, me grita la diosa que llevo dentro. Yo miro fijamente esos ojos grises fascinantes e indescifrables.
 —Sé que tienes ganas —me susurra.
 Enrojezco, y la desagradable idea de que probablemente Leila era capaz de
hacerlo se cuela de forma involuntaria e inoportuna en mi mente. Aprieto los labios y
Christian me mira inquieto.
 —¿Qué? —pregunta preocupado.
 —Nada. —Niego con la cabeza—. Está bien, conoceré a Claude.
 —¿En serio?
 El rostro de Christian se ilumina con incrédulo asombro. Su expresión me
hace sonreír. Parece que le ha tocado la lotería, aunque seguramente él nunca ha
comprado un billete… no lo necesita.
 —Sí, vaya… Si te hace tan feliz… —digo en tono burlón.
 Él tensa los brazos que me rodean y me besa el cuello.
 —No tienes ni idea —susurra—. ¿Y qué te gustaría hacer hoy?
 Me acaricia con la boca, provocándome un delicioso cosquilleo por todo el
cuerpo.
 —Me gustaría cortarme el pelo y… mmm… tengo que ingresar un talón y
comprarme un coche.
 —Ah —dice con cierto deje de sufuciencia, y se muerde el labio.
 Aparta una mano de mí, la mete en el bolsillo de sus vaqueros y me entrega
las llaves de mi pequeño Audi.
 —Aquí tienes —dice en voz baja con gesto incierto.
 —¿Qué quieres decir con «Aquí tienes»?
 Vaya. Parezco enfadada. Maldita sea. Estoy enfadada. ¡Cómo se atreve!
 —Taylor lo trajo ayer.
 Abro la boca y la cierro, y repito dos veces el proceso, pero me he
quedado sin palabras. Me está devolviendo el coche. Maldición, maldición… ¿Por qué
no lo he visto venir? Bueno, yo también puedo jugar a este juego. Rebusco en el
bolsillo de mis pantalones y saco el sobre con su talón.
 —Toma, esto es tuyo.
 Christian me mira intrigado, y al reconocer el sobre levanta ambas manos y
se separa de mí.
 —No, no. Ese dinero es tuyo.
 —No. Me gustaría comprarte el coche.
 Cambia completamente de expresión. La furia —sí, la furia— se apodera
de su rostro.
 —No, Anastasia. Tu dinero, tu coche —replica.
 —No, Christian. Mi dinero, tu coche. Te lo compraré.
 —Yo te regalé ese coche por tu graduación.
 —Si me hubieras comprado una pluma… eso hubiera sido un regalo degraduación apropiado. Tú me compraste un Audi.
 —¿De verdad quieres discutir esto?
 —No.
 —Bien… pues aquí tienes las llaves.
 Las deja sobre la cómoda.
 —¡No me refería a esto!
 —Fin de la discusión, Anastasia. No me presiones.
 Le miro airada y entonces se me ocurre una cosa. Cojo el sobre y lo parto
en dos trozos, y luego en dos más, y lo tiro a la papelera. Ah, qué bien sienta esto.
 Christian me observa impasible, pero sé que acabo de prender la mecha y
que debería retroceder. Él se acaricia la barbilla.
 —Desafiante como siempre, señorita Steele —dice con sequedad.
 Gira sobre sus talones y se va a la otra habitación. Esta no es la reacción
que esperaba. Yo me imaginaba una catástrofe a gran escala. Me miro al espejo,
encojo los hombros y decido hacerme una cola de caballo.
 Me pica la curiosidad. ¿Qué estará haciendo Cincuenta? Le sigo a la otra
habitación, y veo que está hablando por teléfono.
 —Sí, veinticuatro mil dólares. Directamente.
 Me mira, sigue impasible.
 —Bien… ¿El lunes? Estupendo… No, eso es todo, Andrea.
 Cuelga el teléfono.
 —Ingresado en tu cuenta, el lunes. No juegues conmigo.
 Está enfurecido, pero no me importa.
 —¡Veinticuatro mil dólares! —casi grito—. ¿Y tú cómo sabes mi número
de cuenta?
 Mi ira coge a Christian por sorpresa.
 —Yo lo sé todo de ti, Anastasia —dice tranquilamente.
 —Es imposible que mi coche costara veinticuatro mil dólares.
 —En principio te daría la razón, pero tanto si vendes como si compras, la
clave está en conocer el mercado. Había un lunático por ahí que quería ese cacharro, y
estaba dispuesto a pagar esa cantidad de dinero. Por lo visto, es un clásico. Pregúntale
a Taylor si no me crees.
 Lo fulmino con la mirada y él me responde del mismo modo, dos tontos
tozudos y enfadados desafiándose con los ojos.
 Y entonces lo noto: el tirón, esa electricidad entre nosotros, tangible, que
nos arrastra a ambos. De pronto él me agarra y me empuja contra la puerta, con su boca
sobre la mía, reclamándome con ansia. Con una mano en mi trasero apretándome contra
su entrepierna, y con la otra en la nuca tirándome del pelo y la cabeza hacia atrás. Yo
enredo los dedos en su cabello y me aferro a él con fuerza. Con la respiración
entrecortada, Christian presiona su cuerpo contra el mío, me aprisiona. Le siento. Medesea, y al notar que me necesita, la excitación se me sube a la cabeza y empieza a
darme vueltas.
 —¿Por qué… por qué me desafías? —masculla entre sus apasionados
besos.
 La sangre bulle en mis venas. ¿Siempre tendrá ese efecto sobre mí? ¿Y yo
sobre él?
 —Porque puedo —digo sin aliento.
 Siento más que veo su sonrisa pegada a mi cuello, y entonces apoya su
frente contra la mía.
 —Dios, quiero poseerte ahora, pero ya no me quedan condones. Nunca me
canso de ti. Eres una mujer desquiciante, enloquecedora.
 —Y tú me vuelves loca —murmuro—. En todos los sentidos.
 Sacude la cabeza.
 —Ven. Vamos a desayunar. Y conozco un local donde puedes cortarte el
pelo.
 —Vale —asiento, y sin más se acaba nuestra pelea.
 —Pago yo.
 Y cojo la cuenta del desayuno antes que él.
 Me pone mala cara.
 —Hay que ser más rápido, Grey.
 —Tienes razón —dice en tono agrio, pero me parece que está bromeando.
 —No pongas esa cara. Tengo veinticuatro mil dólares más que esta mañana.
Puedo permitírmelo. —Echo un vistazo a la cuenta—. Veintidós dólares con sesenta y
siete centavos por desayunar.
 —Gracias —dice a regañadientes.
 Oh, el colegial tozudo ha vuelto.
 —¿Y ahora adónde?
 —¿De verdad quieres cortarte el pelo?
 —Sí, míralo.
 —Yo te veo guapísima. Como siempre.
 Me ruborizo y bajo la mirada a mis dedos, entrelazados en el regazo.
 —Y esta noche es la gala benéfica de tu padre.
 —Recuerda que es de etiqueta.
 —¿Dónde es?
 —En casa de mis padres. Hay una carpa. Ya sabes, con toda la
parafernalia.
 —¿Para qué fundación benéfica es?
 Christian se pasa las manos por los muslos, parece incómodo.
 —Se llama «Afrontarlo Juntos». Es una fundación que ayuda a los padres
con hijos jóvenes drogadictos a que estos se rehabiliten. —Parece una buena causa —comento.
 —Venga, vamos.
 Se levanta. Consigue eludir el tema de conversación y me tiende la mano.
Cuando se la acepto, entrelaza sus dedos con los míos, fuerte.
 Resulta tan extraño… Es tan abierto en ciertos aspectos y tan cerrado en
otros… Me lleva fuera del restaurante y caminamos por la calle. Hace una mañana
cálida, preciosa. Brilla el sol y el aire huele a café y a pan recién hecho.
 —¿Adónde vamos?
 —Sorpresa.
 Ah, vale. No me gustan nada las sorpresas.
 Recorremos dos manzanas y las tiendas empiezan a ser claramente más
exclusivas. Aún no he tenido oportunidad de explorar los alrededores, pero la verdad
es que esto está a la vuelta de la esquina de donde yo vivo. A Kate le encantará. Está
lleno de pequeñas boutiques que colmarán su pasión por la moda. De hecho, yo
necesito un par de faldas holgadas para el trabajo.
 Christian se para frente a un gran salón de belleza de aspecto refinado, y me
abre la puerta. Se llama Esclava. El interior es todo blanco y tapicería de piel. En la
blanca y austera recepción hay sentada una chica rubia con un uniforme blanco
impoluto. Nos mira cuando entramos.
 —Buenos días, señor Grey —dice vivaz, y el color aflora a sus mejillas
mientras le mira arrobada.
 Es el usual efecto Grey, ¡pero ella le conoce! ¿De qué?
 —Hola, Greta.
 Y él la conoce a ella. ¿Qué pasa aquí?
 —¿Lo de siempre, señor? —pregunta educadamente.
 Lleva un pintalabios muy rosa.
 —No —dice él enseguida, y me mira de reojo, nervioso.
 ¿Lo de siempre? ¿Qué significa eso?
 Santo Dios. ¡Es la regla número seis, el puñetero salón de belleza! ¡Toda
esa tontería de la depilación… maldita sea!
 ¿Aquí es donde traía a todas sus sumisas? ¿Quizá también a Leila? ¿Cómo
demonios se supone que tengo que reaccionar a esto?
 —La señorita Steele te dirá lo que quiere.
 Le miro airada. Está endilgándome las normas disimuladamente. He
aceptado lo del entrenador personal… ¿y ahora esto?
 —¿Por qué aquí? —le siseo.
 —El local es mío, y tengo tres más como este.
 —¿Es tuyo? —farfullo, sorprendida.
 Vaya, esto no me lo esperaba.
 —Sí. Es como actividad suplementaria. Cualquier cosa, todo lo quequieras, te lo pueden hacer aquí, por cuenta de la casa. Todo tipo de masajes: sueco,
shiatsu, con piedras volcánicas, reflexología, baños de algas, tratamientos faciales,
todas esas cosas que os gustan a las mujeres… todo. Aquí te lo harán.
 Agita con aire displicente su mano de dedos largos.
 —¿Depilación?
 Se echa a reír.
 —Sí, depilación también. Completa —susurra en tono conspiratorio,
disfrutando de mi incomodidad.
 Me ruborizo y miro a Greta, que me observa expectante.
 —Querría cortarme el pelo, por favor.
 —Por supuesto, señorita Steele.
 Greta, toda ella carmín rosa y resolutiva eficiencia germánica, consulta la
pantalla de su ordenador.
 —Franco estará libre en cinco minutos.
 —Franco es muy bueno —dice Christian para tranquilizarme.
 Yo intento asimilar todo esto. Christian Grey, presidente ejecutivo, posee
una cadena de salones de belleza.
 Le miro y de repente le veo palidecer: algo, o alguien, ha llamado su
atención. Me doy la vuelta para ver qué está mirando. Por una puerta del fondo del
salón acaba de aparecer una sofisticada rubia platino. La cierra y se pone a hablar con
una de las estilistas.
 La rubia platino es alta y encantadora, está muy bronceada y tendrá unos
treinta y cinco o cuarenta años, resulta difícil de decir. Lleva el mismo uniforme que
Greta, pero en negro. Es despampanante. Su cabello, cortado en una melena cálida y
recta, brilla como un halo. Al darse la vuelta, ve a Christian y le dedica una sonrisa,
una sonrisa cálida y resplandeciente.
 —Perdona —balbucea Christian, apurado.
 Cruza el salón con zancadas rápidas, pasa junto a las estilistas, todas de
blanco, junto a las aprendizas de los lavacabezas, hasta llegar junto a ella. Estoy
demasiado lejos para oír la conversación. La rubia platino le saluda con evidentes
muestras de afecto, le besa en ambas mejillas, apoya las manos en sus antebrazos, y los
dos hablan animadamente.
 —¿Señorita Steele?
 Greta, la recepcionista, intenta que le haga caso.
 —Un momento, por favor.
 Observo a Christian, fascinada.
 La rubia platino se da la vuelta y me mira. Él está explicándole algo, y ella
asiente, levanta las manos entrelazadas y le sonríe. Él le devuelve la sonrisa: está claro
que se conocen bien. ¿Quizá trabajaron juntos durante un tiempo? Tal vez ella regente
el local; al fin y al cabo, desprende cierto aire de autoridad. Entonces caigo en la cuenta. Resulta obvio, demoledor, y lo comprendo de
un modo visceral en el fondo de mis entrañas. Es ella. Despampanante, mayor,
preciosa.
 Es la señora Robinson.