miércoles, 13 de noviembre de 2013

CINCUENTA SOMBRAS MÁS OSCURAS: CAPITULO 1


He sobrevivido al tercer día post-Christian, y a mi primer día en el trabajo.
Me ha ido bien distraerme. El tiempo ha pasado volando entre una nebulosa de caras
nuevas, trabajo por hacer y el señor Jack Hyde. El señor Jack Hyde… se apoya en mi
mesa, y sus ojos azules brillan cuando baja la mirada y me sonríe.
 —Un trabajo excelente, Ana. Me parece que formaremos un gran equipo.
 Yo tuerzo los labios hacia arriba y consigo algo parecido a una sonrisa.
 —Yo ya me voy, si te parece bien —murmuro.
 —Claro, son las cinco y media. Nos veremos mañana.
 —Buenas tardes, Jack.
 —Buenas tardes, Ana.
 Recojo mi bolso, me pongo la chaqueta y me dirijo a la puerta. Una vez en
la calle, aspiro profundamente el aire de Seattle a primera hora de la tarde. Eso no
basta para llenar el vacío de mi pecho, un vacío que siento desde el sábado por la
mañana, una grieta desgarradora que me recuerda lo que he perdido. Camino hacia la
parada del autobús con la cabeza gacha, mirándome los pies y pensando cómo será
estar sin mi querido Wanda, mi viejo Escarabajo… o sin el Audi.
 Descarto inmediatamente esa posibilidad. No. No pienso en él.
Naturalmente que puedo permitirme un coche; un coche nuevo y bonito. Sospecho que
él ha sido muy generoso con el pago, y eso me deja un sabor amargo en la boca, pero
aparto esa idea e intento mantener la mente en blanco y tan aturdida como sea posible.
No puedo pensar en él. No quiero empezar a llorar otra vez… en plena calle, no.
 El apartamento está vacío. Echo de menos a Kate, y la imagino tumbada en
una playa de Barbados bebiendo sorbitos de un combinado frío. Enciendo la pantalla
plana del televisor para que el ruido llene el vacío y dé cierta sensación de compañía,
pero ni la escucho ni la miro. Me siento y observo fijamente la pared de ladrillo. Estoy
entumecida. Solo siento dolor. ¿Cuánto tendré que soportar esto?
 El timbre de la puerta me saca de golpe de mi abatimiento y siento un
brinco en el corazón. ¿Quién puede ser? Pulso el interfono.
 —Un paquete para la señorita Steele —contesta una voz monótona e
impersonal, y la decepción me parte en dos.
 Bajo las escaleras, indiferente, y me encuentro con un chico apoyado en la
puerta principal que masca chicle de forma ruidosa y lleva una gran caja de cartón.
Firmo la entrega del paquete y me lo llevo arriba. Es una caja enorme y, curiosamente,
liviana. Dentro hay dos docenas de rosas de tallo largo y una tarjeta.
 Felicidades por tu primer día en el trabajo. Espero que haya ido bien.
 Y gracias por el planeador. Has sido muy amable.
 Ocupa un lugar preferente en mi mesa.
 Christian
 Me quedo mirando la tarjeta impresa, la grieta de mi pecho se ensancha.
Sin duda, esto lo ha enviado su asistente. Probablemente Christian ha tenido muy poco
que ver. Me duele demasiado pensar eso. Observo las rosas: son preciosas, y no soy
capaz de tirarlas a la basura. Voy hacia la cocina, diligente, a buscar un jarrón.
 Y así se establece un patrón: despertar, trabajar, llorar, dormir. Bueno,
tratar de dormir. No consigo huir de él ni en sueños. Sus ardientes ojos grises, su
mirada perdida, su cabello castaño y brillante, todo me persigue. Y la música… tanta
música… no soporto oír ningún tipo de música. Procuro evitarla a toda costa. Incluso
las melodías de los anuncios me hacen temblar.
 No he hablado con nadie, ni siquiera con mi madre, ni con Ray. Ahora
mismo soy incapaz de tener una conversación banal. No, no quiero nada de eso. Me he
convertido en mi propia isla independiente. Una tierra saqueada y devastada por la
guerra, donde no crece nada y cuyo porvenir es inhóspito. Sí, esa soy yo. Puedo
interactuar de forma impersonal en el trabajo, pero nada más. Si hablo con mamá, sé
que acabaré más destrozada aún… y ya no me queda nada por destrozar.
 Me cuesta comer. El miércoles a la hora del almuerzo conseguí comerme
una taza de yogur, y era lo primero que había comido desde el viernes. Estoy
sobreviviendo gracias a una recién descubierta tolerancia a base de cafés con leche y
Coca-Cola light. Lo que me mantiene en marcha es la cafeína, pero me provoca
ansiedad.
 Jack ha empezado a estar muy encima de mí, me molesta, me hace preguntas
personales. ¿Qué quiere? Yo me muestro educada, pero he de mantenerle a distancia.
 Me siento y reviso un montón de correspondencia dirigida a él, y me gusta
distraerme con esa tarea insignificante. Suena un aviso de correo electrónico y
rápidamente compruebo de quién es.
 Santo cielo. Un correo de Christian. Oh, no, aquí no… en el trabajo no.
 De: Christian Grey
 Fecha: 8 de junio de 2011 14:05
 Para: Anastasia Steele
 Asunto: Mañana
 Querida Anastasia:
 Perdona esta intromisión en el trabajo. Espero que esté yendo bien.
¿Recibiste mis flores?
 Me he dado cuenta de que mañana es la inauguración de la exposición de
tu amigo en la galería, y estoy seguro de que no has tenido tiempo de comprarte un
coche, y eso está lejos. Me encantaría acompañarte… si te apetece. Házmelo saber.
 Christian Grey
 Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
 Mis ojos se llenan de lágrimas. Dejo mi mesa a toda prisa, corro al lavabo
y me escondo en uno de los compartimentos. La exposición de José. Maldita sea. La
había olvidado por completo y le prometí que iría. Oh, no, Christian tiene razón, ¿cómo
voy a ir hasta allí?
 Me aprieto las sienes. ¿Por qué no me ha telefoneado José? Ahora que lo
pienso… ¿por qué no ha telefoneado nadie? He estado tan absorta que no me he dado
cuenta de que mi móvil no sonaba.
 ¡Maldita sea! ¡Soy una idiota! Aún está desviado a la BlackBerry. Dios
santo. Christian ha estado recibiendo mis llamadas; a menos que haya tirado la
BlackBerry. ¿Cómo ha conseguido mi dirección electrónica?
 Sabe qué número calzo; no creo que una dirección de correo electrónico le
suponga un gran problema.
 ¿Puedo volver a verle? ¿Puedo soportarlo? ¿Quiero verle? Cierro los ojos
y echo la cabeza hacia atrás, mientras la tristeza y la añoranza destrozan mis entrañas.
Claro que sí.
 Quizá, quizá puedo decirle que he cambiado de idea… No, no, no. No
puedo estar con alguien que siente placer haciéndome daño, alguien que no puede
quererme.
 Fogonazos de recuerdos torturan mi mente: el planeador, cogerse las
manos, besarse, la bañera, su delicadeza, su humor, y su mirada sexy, oscura,
pensativa. Le echo de menos. Hace cinco días, cinco días de agonía que me han
parecido eternos.
 Por las noches lloro hasta quedarme dormida, deseando no haberme
marchado, deseando que él fuera diferente, deseando que estuviéramos juntos. ¿Cuánto
durará este sentimiento horrible y abrumador? Vivo un calvario.
 Me rodeo el cuerpo con los brazos, me abrazo fuerte, me sostengo a mí
misma. Le echo de menos. Realmente le echo de menos… le quiero. Sencillamente.
 ¡Anastasia Steele, estás en el trabajo! He de ser fuerte, pero quiero ir a la
exposición de José y, en el fondo, mi lado masoquista quiere ver a Christian. Inspiro
profundamente y vuelvo a mi mesa.
 De: Anastasia Steele
 Fecha: 8 de junio de 2011 14:25
 Para: Christian Grey
 Asunto: Mañana
 Hola, Christian:
 Gracias por las flores; son preciosas.
 Sí, te agradecería que me acompañaras. Gracias.
 Anastasia Steele
 Ayudante de Jack Hyde, editor de SIP
 Reviso mi móvil y veo que las llamadas siguen desviadas a la BlackBerry.
Jack está en una reunión, así que llamo rápidamente a José.
 —Hola, José, soy Ana.
 —Hola, desaparecida.
 Su tono es tan cariñoso y agradable que casi basta con eso para provocarme
otra crisis.
 —No puedo hablar mucho. ¿A qué hora he de estar mañana en tu
exposición?
 —Pero ¿vendrás?
 Parece emocionado.
 —Sí, claro.
 Al imaginar su gesto de satisfacción, sonrío sinceramente por primera vez
en cinco días.
 —A las siete y media.
 —Pues nos vemos allí. Adiós, José.
 —Adiós, Ana.
 De: Christian Grey
 Fecha: 8 de junio de 2011 14:27
 Para: Anastasia Steele
 Asunto: Mañana
 Querida Anastasia:
 ¿A qué hora paso a recogerte?
 Christian Grey
 Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
 De: Anastasia Steele
 Fecha: 8 de junio de 2011 14:32
 Para: Christian Grey
 Asunto: Mañana
 La exposición de José se inaugura a las 19.30. ¿A qué hora te parece
bien?
 Anastasia Steele
 Ayudante de Jack Hyde, editor de SIP
 De: Christian Grey
 Fecha: 8 de junio de 2011 14:34
 Para: Anastasia Steele
 Asunto: Mañana
 Querida Anastasia: Portland está bastante lejos. Debería recogerte a las 17.45.
 Tengo muchas ganas de verte.
 Christian Grey
 Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
 De: Anastasia Steele
 Fecha: 8 de junio de 2011 14:38
 Para: Christian Grey
 Asunto: Mañana
 Hasta entonces, pues.
 Anastasia Steele
 Ayudante de Jack Hyde, editor de SIP
 Oh, Dios. Voy a ver a Christian, y por primera vez en cinco días, mi estado
de ánimo mejora un ápice y me atrevo a preguntarme cómo habrá estado él.
 ¿Me ha echado de menos? Seguramente no como yo a él. ¿Ha encontrado a
una nueva sumisa de dondequiera que las saque? Esa idea me hace tanto daño que la
desecho inmediatamente. Miro el montón de correspondencia que he de clasificar para
Jack, y me pongo a ello, mientras lucho por expulsar a Christian fuera de mi mente una
vez más.
 Por la noche doy vueltas y vueltas en la cama intentando dormir. Es la
primera vez en varios días que no he llorado hasta quedarme dormida.
 Visualizo mentalmente la cara de Christian la última vez que le vi, cuando
me marché de su apartamento. Su expresión torturada me persigue. Recuerdo que él no
quería que me fuera, lo cual me resultó muy extraño. ¿Por qué iba a quedarme si las
cosas habían llegado a un punto muerto? Los dos evitábamos nuestros propios
conflictos: mi miedo al castigo, su miedo a… ¿qué? ¿Al amor?
 Me doy la vuelta, me invade una tristeza insoportable, y me abrazo a la
almohada. Él no merece que le quieran. ¿Por qué se siente así? ¿Tiene algo que ver con
su infancia? ¿Con su madre biológica, la puta adicta al crack? Esos pensamientos me
acechan hasta la madrugada, cuando finalmente caigo agotada en un sueño convulso.
 El día pasa muy, muy despacio, y Jack se muestra inusualmente atento.
Sospecho que es por el vestido morado y las botas negras de tacón alto que le he
robado del armario a Kate, pero trato de no pensar demasiado en eso. Decido ir a
comprarme ropa con mi primera paga. El vestido me queda más holgado de lo debido,
pero finjo que no me doy cuenta.
 Por fin son las cinco y media, recojo mi chaqueta y mi bolso, e intento
mantener la calma. ¡Voy a verle!
 —¿Sales con alguien esta noche? —pregunta Jack cuando pasa junto a mi
mesa al salir.
 —Sí. No. La verdad es que no.
 Arquea una ceja y me mira, claramente intrigado. —¿Un novio?
 Me ruborizo.
 —No, un amigo. Un ex novio.
 —A lo mejor mañana te apetece ir a tomar una copa después del trabajo.
Has tenido una primera semana magnífica, Ana. Deberíamos celebrarlo.
 Sonríe, y en su cara aparece una emoción desconocida que me incomoda.
 Se mete las manos en los bolsillos y sale tranquilamente por la puerta. Veo
su espalda que se aleja y frunzo el ceño. ¿Tomar copas con el jefe es buena idea?
 Meneo la cabeza. Primero he de enfrentarme a una noche con Christian
Grey. ¿Cómo voy a hacerlo? Corro al lavabo a darme los últimos toques.
 Me examino la cara con severidad en el enorme espejo de la pared durante
un buen rato. Estoy pálida como siempre, con unos círculos negros alrededor de los
ojos demasiado grandes. Se me ve demacrada, angustiada. Ojalá supiera maquillarme.
Me pongo un poco de rímel y lápiz de ojos y me pellizco las mejillas, confiando en que
cojan un poco de color. Me arreglo el pelo para que me caiga con naturalidad por la
espalda, e inspiro profundamente. Tendrá que bastar con eso.
 Cruzo nerviosa el vestíbulo y, al pasar por recepción, saludo con una
sonrisa a Claire. Creo que ella y yo podríamos ser amigas. Jack está hablando con
Elizabeth mientras yo voy hacia la puerta, y él corre a abrírmela con una sonrisa
enorme.
 —Pasa, Ana —murmura.
 —Gracias —sonrío, avergonzada.
 Fuera, junto al bordillo, Taylor espera. Abre la puerta de atrás del coche.
Vacilante, me giro para mirar de reojo a Jack, que ha salido detrás de mí. Está
contemplando el Audi SUV, consternado.
 Me giro de nuevo, me encamino hacia el coche y subo detrás, y allí está él
sentado —Christian Grey—, con su traje gris, sin corbata y el cuello de la camisa
blanca desabrochado. Sus ojos grises brillan.
 Se me seca la boca. Está soberbio, pero me mira con mala cara. ¿Por qué?
 —¿Cuánto hace que no has comido? —me suelta en cuanto entro y Taylor
cierra la puerta.
 Maldita sea.
 —Hola, Christian. Yo también me alegro de verte.
 —No estoy de humor para aguantar tu lengua viperina. Contéstame.
 Sus ojos centellean.
 Por Dios…
 —Mmm… He comido un yogur al mediodía. Ah… y un plátano.
 —¿Cuándo fue la última vez que comiste de verdad? —pregunta, mordaz.
 Taylor ocupa discretamente su puesto al volante, pone en marcha el coche y
se incorpora al tráfico. Yo levanto la vista y Jack me hace un gesto, aunque no sé qué ve a través
del cristal oscuro. Le devuelvo el saludo.
 —¿Quién es ese? —suelta Christian.
 —Mi jefe.
 Miro a hurtadillas al guapísimo hombre que tengo al lado y que contrae los
labios con firmeza.
 —¿Bueno? ¿Tu última comida?
 —Christian, la verdad es que eso no es asunto tuyo —murmuro,
sintiéndome extraordinariamente valiente.
 —Todo lo que haces es asunto mío. Dime.
 No, no lo es. Yo gruño fastidiada, pongo los ojos en blanco, y Christian
entorna la mirada. Y por primera vez en mucho tiempo tengo ganas de reír. Intento
reprimir esa risita que amenaza con escaparse. Christian suaviza el gesto mientras yo
me esfuerzo en poner cara seria, y veo que la sombra de una sonrisa aflora a sus
maravillosos labios perfilados.
 —¿Bien? —pregunta en un tono más conciliador.
 —Pasta alla vongole, el viernes pasado —susurro.
 Él cierra los ojos, y la ira, y posiblemente el pesar, barren su rostro.
 —Ya —dice con una voz totalmente inexpresiva—. Diría que desde
entonces has perdido cinco kilos, seguramente más. Por favor, come, Anastasia —me
reprende.
 Yo bajo la vista hacia los dedos, que mantengo unidos en el regazo. ¿Por
qué siempre hace que me sienta como una niña descarriada?
 Se gira hacia mí.
 —¿Cómo estás? —pregunta, todavía con voz suave.
 Pues, la verdad, estoy destrozada… Trago saliva.
 —Si te dijera que estoy bien, te mentiría.
 Él inspira intensamente.
 —Yo estoy igual —musita, se inclina hacia mí y me coge la mano—. Te
echo de menos —añade.
 Oh, no. Piel con piel.
 —Christian, yo…
 —Ana, por favor. Tenemos que hablar.
 Voy a llorar. No.
 —Christian, yo… por favor… he llorado mucho —añado, intentando
controlar mis emociones.
 —Oh, cariño, no. —Tira de mi mano y sin darme cuenta estoy sobre su
regazo. Me ha rodeado con sus brazos y ha hundido la nariz en mi pelo—. Te he
echado tanto de menos, Anastasia —susurra.
 Yo quiero zafarme de él, mantener cierta distancia, pero me envuelve consus brazos. Me aprieta contra su pecho. Me derrito. Oh, aquí es donde quiero estar.
 Apoyo la cabeza en él y me besa el pelo repetidas veces. Este es mi hogar.
Huele a lino, a suavizante, a gel, y a mi aroma favorito… Christian. Durante un
segundo me permito fantasear con que todo irá bien, y eso apacigua mi alma inquieta.
 Unos minutos después, Taylor aparca junto a la acera, aunque todavía no
hemos salido de la ciudad.
 —Ven —Christian me aparta de su regazo—, hemos llegado.
 ¿Qué?
 —Al helipuerto… en lo alto de este edificio.
 Christian mira hacia la alta torre a modo de explicación.
 Claro. El Charlie Tango. Taylor abre la puerta y salgo. Me dedica una
sonrisa afectuosa y paternal que hace que me sienta segura. Yo le sonrío a mi vez.
 —Debería devolverte el pañuelo.
 —Quédeselo, señorita Steele, con mis mejores deseos.
 Me ruborizo mientras Christian rodea el coche y me coge de la mano.
Intrigado, mira a Taylor, que le devuelve una mirada impasible que no trasluce nada.
 —¿A las nueve? —le dice Christian.
 —Sí, señor.
 Christian asiente, se da la vuelta y me conduce a través de la puerta doble
al majestuoso vestíbulo. Yo me deleito con el tacto de su mano ancha y sus dedos
largos y hábiles, curvados sobre los míos. Noto ese tirón familiar… me siento atraída,
como Ícaro hacia su sol. Yo ya me he quemado, y sin embargo aquí estoy otra vez.
 Al llegar al ascensor, él pulsa el botón de llamada. Yo le observo a
hurtadillas y él exhibe su enigmática media sonrisa. Cuando se abren las puertas, me
suelta la mano y me hace pasar.
 Las puertas se cierran y me atrevo a mirarle otra vez. Él baja los ojos hacia
mí, esos vívidos ojos grises, y ahí está, esa electricidad en el aire que nos rodea.
Palpable. Casi puedo saborear cómo late entre nosotros y nos atrae mutuamente.
 —Oh, Dios —jadeo, y disfruto un segundo de la intensidad de esta
atracción primitiva y visceral.
 —Yo también lo noto —dice con ojos intensos y turbios.
 Un deseo oscuro y letal inunda mi entrepierna. Él me sujeta la mano y me
acaricia los nudillos con el pulgar, y todos los músculos de mis entrañas se tensan
deliciosa e intensamente.
 ¿Cómo puede seguir provocándome esto?
 —Por favor, no te muerdas el labio, Anastasia —susurra.
 Levanto la mirada hacia él y me suelto el labio. Le deseo. Aquí, ahora, en
el ascensor. ¿Cómo iba a ser de otro modo?
 —Ya sabes qué efecto tiene eso en mí —murmura.
 Oh, todavía ejerzo efecto sobre él. La diosa que llevo dentro despierta desus cinco días de enfurruñamiento.
 De golpe se abren las puertas, se rompe el hechizo y estamos en la azotea.
Hace viento y, a pesar de la chaqueta negra, tengo frío. Christian me rodea con el
brazo, me atrae hacia él y vamos a toda prisa hasta el centro del helipuerto, donde está
el Charlie Tango con sus hélices girando despacio.
 Un hombre alto y rubio, de mandíbula cuadrada y con traje oscuro, baja de
un salto, se agacha y corre hacia nosotros. Le estrecha la mano a Christian y grita por
encima del ruido de las hélices.
 —Listo para despegar, señor. ¡Todo suyo!
 —¿Lo has revisado todo?
 —Sí, señor.
 —¿Lo recogerás hacia las ocho y media?
 —Sí, señor.
 —Taylor te espera en la entrada.
 —Gracias, señor Grey. Que tenga un vuelo agradable hasta Portland.
Señora —me saluda.
 Christian asiente sin soltarme, se agacha y me lleva hasta la puerta del
helicóptero.
 Una vez dentro me abrocha fuerte el arnés, y tensa las correas. Me dedica
una mirada de complicidad y esa sonrisa secreta suya.
 —Esto debería impedir que te muevas del sitio —murmura—. Debo decir
que me gusta cómo te queda el arnés. No toques nada.
 Yo me pongo muy colorada, y él desliza el dedo índice por mi mejilla antes
de pasarme los cascos. A mí también me gustaría tocarte, pero no me dejarás. Frunzo
el ceño. Además, ha apretado tanto las correas que apenas puedo moverme.
 Ocupa su asiento y se ata también, luego empieza a hacer todas las
comprobaciones previas al despegue. Es tan competente… Resulta muy seductor. Se
pone los cascos, gira un mando y las hélices cogen velocidad, ensordeciéndome.
 Se vuelve hacia mí y me mira.
 —¿Lista, cariño?
 Su voz resuena a través de los cascos.
 —Sí.
 Esboza esa sonrisa juvenil… que llevo tanto tiempo sin ver.
 —Torre de Sea-Tac, aquí Charlie Tango Golf… Golf Echo Hotel, listo
para despegar hacia Portland vía PDX. Solicito confirmación, corto.
 La voz impersonal del controlador aéreo contesta con las instrucciones.
 —Roger, torre, Charlie Tango preparado.
 Christian gira dos mandos, sujeta la palanca, y el helicóptero se eleva
suave y lentamente hacia el cielo crepuscular.
 Seattle y mi estómago quedan allá abajo, y hay tanto que ver… —Nosotros ya hemos perseguido el amanecer, Anastasia, ahora el
anochecer.
 Su voz me llega a través de los cascos. Me giro para mirarle, boquiabierta.
 ¿Qué significa eso? ¿Cómo es capaz de decir cosas tan románticas? Sonríe,
y no puedo evitar corresponderle con timidez.
 —Esta vez se ven más cosas aparte de la puesta de sol —dice.
 La última vez que volamos a Seattle era de noche, pero la vista de este
atardecer es espectacular, de otro mundo, literalmente. Sobrevolamos los edificios más
altos, y subimos más y más.
 —El Escala está por ahí. —Señala hacia el edificio—. Boeing allá, y ahora
verás la Aguja Espacial.
 Estiro el cuello.
 —Nunca he estado allí.
 —Yo te llevaré… podemos ir a comer.
 —Christian, lo hemos dejado.
 —Ya lo sé. Pero de todos modos puedo llevarte allí y alimentarte.
 Me mira fijamente.
 Yo muevo la cabeza, enrojezco, y opto por una actitud algo menos
beligerante.
 —Esto de aquí arriba es precioso, gracias.
 —Es impresionante, ¿verdad?
 —Es impresionante que puedas hacer esto.
 —¿Un halago de su parte, señorita Steele? Es que soy un hombre con muy
diversos talentos.
 —Soy muy consciente de ello, señor Grey.
 Se vuelve y sonríe satisfecho, y por primera vez en cinco días me
tranquilizo un poco. A lo mejor esto no estará tan mal.
 —¿Qué tal el nuevo trabajo?
 —Bien, gracias. Interesante.
 —¿Cómo es tu jefe?
 —Ah, está bien.
 ¿Cómo voy a decirle a Christian que Jack me incomoda? Se gira hacia mí y
se me queda mirando.
 —¿Qué pasa?
 —Aparte de lo obvio, nada.
 —¿Lo obvio?
 —Ay, Christian, la verdad es que a veces eres realmente obtuso.
 —¿Obtuso? ¿Yo? Tengo la impresión de que no me gusta ese tono, señorita
Steele.
 —Vale, pues entonces olvídalo. Tuerce los labios a modo de sonrisa.
 —He echado de menos esa lengua viperina.
 Ahogo un jadeo y quiero chillar: ¡Yo he echado de menos… todo lo tuyo,
no solo tu lengua! Pero me quedo callada, y miro a través de la pecera de vidrio que es
el parabrisas del Charlie Tango, mientras seguimos hacia el sur. A nuestra derecha se
ve el crepúsculo y el sol que se hunde en el horizonte —una naranja enorme,
resplandeciente y abrasadora—, y es evidente que yo, Ícaro otra vez, vuelo demasiado
cerca.
 * * *
 El crepúsculo nos ha seguido desde Seattle, y el cielo está repleto de
ópalos, rosas y aguamarinas perfectamente mezclados, como solo sabe hacerlo la
madre naturaleza. La tarde es clara y fría, y las luces de Portland centellean y
parpadean para darnos la bienvenida cuando Christian aterriza en el helipuerto.
Estamos en lo alto de ese extraño edificio de Portland de ladrillo marrón del que
partimos por primera vez hace menos de tres semanas.
 La verdad es que hace muy poco. Sin embargo, siento que conozco a
Christian de toda la vida. Él maniobra para detener el Charlie Tango, y finalmente las
hélices se paran, y lo único que oigo por los auriculares es mi propia respiración.
Mmm. Esto me recuerda por un momento la experiencia Thomas Tallis. Palidezco.
Ahora mismo no tengo ningunas ganas de pensar en eso.
 Christian se desata el arnés y se inclina para desabrocharme el mío.
 —¿Ha tenido buen viaje, señorita Steele? —pregunta con voz amable y un
brillo en sus ojos grises.
 —Sí, gracias, señor Grey —contesto, educada.
 —Bueno, vayamos a ver las fotos del chico.
 Tiende la mano, coge la mía y bajo del Charlie Tango.
 Un hombre de pelo canoso con barba se acerca para recibirnos con una
enorme sonrisa. Le reconozco: es el mismo anciano de la última vez que estuvimos
aquí.
 —Joe.
 Christian sonríe y me suelta la mano para estrechar la del hombre con
afecto.
 —Vigílalo para Stephan. Llegará hacia las ocho o las nueve.
 —Eso haré, señor Grey. Señora —dice, y me hace un gesto con la cabeza
—. El coche espera abajo, señor. Ah, y el ascensor está estropeado, tendrán que bajar
por las escaleras.
 —Gracias, Joe.
 Christian me coge de la mano, y vamos hacia las escaleras de emergencia.
 —Con esos tacones tienes suerte de que solo haya tres pisos —masculla
con tono de reproche. No me digas.
 —¿No te gustan las botas?
 —Me gustan mucho, Anastasia. —Se le enturbia la mirada y creo que va a
añadir algo, pero se calla—. Ven. Iremos despacio. No quiero que te caigas y te
rompas la crisma.
 Permanecemos sentados en silencio mientras nuestro chófer nos conduce a
la galería. Mi ansiedad ha vuelto en plena forma, y me doy cuenta de que el rato que
hemos pasado en el Charlie Tango ha sido la calma que precede a la tormenta.
Christian está callado y pensativo… inquieto incluso; la atmósfera relajada que había
entre ambos ha desaparecido. Hay tantas cosas que quiero decir, pero el trayecto es
demasiado corto. Christian mira meditabundo por la ventanilla.
 —José es solo un amigo —murmuro.
 Christian se gira y me mira, pero sus ojos oscuros y cautelosos no dejan
entrever nada. Su boca… ay, su boca es provocativa y perturbadora. La recuerdo sobre
mí… por todas partes. Me arde la piel. Él se revuelve en el asiento y frunce el ceño.
 —Tienes unos ojos preciosos, que ahora parecen demasiado grandes para
tu cara, Anastasia. Por favor, dime que comerás.
 —Sí, Christian, comeré —contesto de forma automática y displicente.
 —Lo digo en serio.
 —¿Ah, sí?
 No puedo reprimir el tono desdeñoso. Sinceramente, qué cínico es este
hombre… este hombre que me ha hecho pasar un calvario estos últimos días. No, eso
no es verdad, yo misma me he sometido al calvario. No. Ha sido él. Muevo la cabeza,
confusa.
 —No quiero pelearme contigo, Anastasia. Quiero que vuelvas, y te quiero
sana —dice en voz baja.
 —Pero no ha cambiado nada.
 Tú sigues siendo Cincuenta Sombras.
 —Hablaremos a la vuelta. Ya hemos llegado.
 El coche aparca frente a la galería, y Christian baja y me deja con la
palabra en la boca. Me abre la puerta del coche y salgo.
 —¿Por qué haces eso? —digo, en voz más alta de lo que pretendía.
 —¿Hacer qué? —replica sorprendido.
 —Decir algo como eso y luego callarte.
 —Anastasia, estamos aquí, donde tú quieres estar. Ahora centrémonos en
esto y después hablamos. No me apetece demasiado montar un numerito en la calle.
 Me ruborizo y miro alrededor. Tiene razón. Es demasiado público. Me mira
y aprieto los labios.
 —De acuerdo —acepto de mal humor.
 Me da la mano y me conduce al interior del edificio. Estamos en un almacén rehabilitado: paredes de ladrillo, suelos de madera
oscura, techos blancos y tuberías del mismo color. Es espacioso y moderno, y hay
bastantes personas deambulando por la galería, bebiendo vino y admirando la obra de
José. Al darme cuenta de que José ha cumplido su sueño, mis problemas se desvanecen
por un momento. ¡Así se hace, José!
 —Buenas noches y bienvenidos a la exposición de José Rodríguez —nos
da la bienvenida una mujer joven vestida de negro, con el pelo castaño muy corto, los
labios pintados de rojo brillante y unos enormes pendientes de aro.
 Me echa un breve vistazo, luego otro a Christian, mucho más prolongado de
lo estrictamente necesario, después vuelve a mirarme, pestañea y se ruboriza.
 Arqueo una ceja. Es mío… o lo era. Me esfuerzo por no mirarla mal, y
cuando sus ojos vuelven a centrarse, pestañea de nuevo.
 —Ah, eres tú, Ana. Nos encanta que tú también formes parte de todo esto.
 Sonríe, me entrega un folleto y me lleva a una mesa con bebidas y un
refrigerio.
 —¿La conoces?
 Christian frunce el ceño.
 Yo digo que no con la cabeza, igualmente desconcertada.
 Él encoge los hombros, con aire distraído.
 —¿Qué quieres beber?
 —Una copa de vino blanco, gracias.
 Hace un gesto de contrariedad, pero se muerde la lengua y se dirige al
servicio de bar.
 —¡Ana!
 José se acerca presuroso a través de un nutrido grupo de gente.
 ¡Madre mía! Lleva traje. Tiene buen aspecto y me sonríe. Me abre los
brazos, me estrecha con fuerza. Y hago cuanto puedo para no echarme a llorar. Mi
amigo, mi único amigo ahora que Kate está fuera. Tengo los ojos llenos de lágrimas.
 —Ana, me alegro muchísimo de que hayas venido —me susurra al oído, y
de pronto se calla, me aparta un poco y me observa.
 —¿Qué?
 —Oye, ¿estás bien? Pareces… bueno, rara. Dios mío, ¿has perdido peso?
 Parpadeo para no llorar. Él también… no.
 —Estoy bien, José. Y muy contenta por ti. Felicidades por la exposición.
 Al ver la preocupación reflejada en su cara tan familiar, se me quiebra la
voz, pero he de guardar la compostura.
 —¿Cómo has venido? —pregunta.
 —Me ha traído Christian —digo con repentino recelo.
 —Ah. —A José le cambia la cara, se le ensombrece el gesto y me suelta—.
¿Dónde está? —Por ahí, pidiendo las bebidas.
 Cabeceo en dirección a Christian, y veo que está charlando tranquilamente
con alguien en la cola. Cuando dirijo los ojos hacia él, levanta la vista y nos
sostenemos la mirada. Y durante ese breve instante me quedo paralizada,
contemplando a ese hombre increíblemente guapo que me observa con cierta emoción
mal disimulada. Su expresión ardiente me abrasa por dentro y por un momento ambos
nos perdemos en nuestras miradas.
 Dios… Ese maravilloso hombre quiere que vuelva con él, y en lo más
profundo de mi ser una dulce sensación de felicidad se abre lentamente como una
campánula al amanecer.
 —¡Ana! —José me distrae y me siento arrastrada otra vez al aquí y ahora
—. Estoy encantado de que hayas venido… Escucha, tengo que avisarte…
 De repente, la señorita de cabello muy corto y carmín rojo le interrumpe.
 —José, la periodista del Portland Printz ha venido a verte. Vamos.
 Me dedica una sonrisa cortés.
 —¿Has visto cómo mola esto? La fama. —José sonríe de oreja a oreja, y es
tan feliz que no puedo evitar hacer lo mismo—. Luego te veo, Ana.
 Me besa la mejilla y veo cómo se acerca con paso resuelto a una mujer que
está al lado de un fotógrafo alto y desgarbado.
 Hay obras fotográficas de José por todas partes, algunas de ellas colocadas
sobre unos lienzos enormes. Las hay monocromas y en color. Muchos de los paisajes
poseen una belleza etérea. Hay una fotografía del lago de Vancouver tomada a primera
hora de la tarde, en la que unas nubes rosadas se reflejan en la quietud del agua. Y
durante un segundo, me siento transportada por esa tranquilidad y esa paz. Es algo
extraordinario.
 Christian aparece a mi lado, inspiro profundamente y trago saliva,
intentando recuperar parte del equilibrio perdido. Me pasa mi copa de vino blanco.
 —¿Está a la altura?
 Mi voz tiene un tono más normal.
 Él me mira desconcertado.
 —El vino.
 —No. No suele estarlo en este tipo de eventos. El chico tiene bastante
talento, ¿verdad?
 Christian está contemplando la foto del lago.
 —¿Por qué crees que le pedí que te hiciera un retrato? —digo, sin poder
evitar un deje de orgullo.
 Él, impasible, aparta los ojos de la fotografía y me mira.
 —¿Christian Grey? —El fotógrafo del Portland Printz se acerca a
Christian—. ¿Puedo hacerle una fotografía, señor?
 —Claro. Christian esconde el rictus. Yo doy un paso atrás, pero él me sujeta la mano
y me pone a su lado. El fotógrafo nos mira a ambos, incapaz de disimular la sorpresa.
 —Gracias, señor Grey. —Dispara un par de fotos—. ¿Señorita…? —
pregunta.
 —Steele —contesto.
 —Gracias, señorita Steele.
 Y se marcha a toda prisa.
 —Busqué en internet fotos tuyas con alguna chica. No hay ninguna. Por eso
Kate creía que eras gay.
 Los labios de Christian esbozan una sonrisa.
 —Eso explica tu inapropiada pregunta. No. Yo no salgo con chicas,
Anastasia… solo contigo. Pero eso ya lo sabes —dice con ojos vehementes, sinceros.
 —¿Así que nunca sales por ahí con tus… —miro alrededor inquieta para
comprobar que nadie puede oírnos—… sumisas?
 —A veces. Pero eso no son citas. De compras, ya sabes.
 Encoge los hombros sin dejar de mirarme a los ojos.
 Ah, o sea que solo en el cuarto de juegos… su cuarto rojo del dolor y su
apartamento. No sé qué sentir ante eso.
 —Solo contigo, Anastasia —susurra.
 Yo enrojezco y me miro los dedos. A su manera, le importo.
 —Este amigo tuyo parece más un fotógrafo de paisajes que de retratos.
Vamos a ver.
 Me tiende la mano y yo la acepto.
 Damos una vuelta, vemos varias obras más, y me fijo en una pareja que me
saluda con un gesto de la cabeza y una sonrisa enorme, como si me conocieran. Debe
de ser porque estoy con Christian, pero el chico me mira con total descaro. Es extraño.
 Damos la vuelta a la esquina y entonces veo por qué la gente me ha estado
mirando de esa forma tan rara. En la pared del fondo hay colgados siete enormes
retratos… míos.
 Empalidezco de golpe y me los quedo mirando atónita, estupefacta. Yo:
haciendo pucheros, riendo, frunciendo el ceño, seria, risueña. Son todos primeros
planos enormes, todos en blanco y negro.
 ¡Vaya! Recuerdo a José trajinando por ahí con la cámara cuando vino a
verme un par de veces, y cuando había ido con él para hacer de chófer y de ayudante.
Yo creía que eran simples instantáneas. No fotos ingenuamente robadas.
 Petrificado, Christian mira fijamente todas las fotografías, una por una.
 —Por lo visto no soy el único —musita en tono enigmático, con los labios
apretados.
 Creo que está enfadado.
 —Perdona —dice, y su centelleante mirada gris me deja paralizadamomentáneamente.
 Se da la vuelta y se dirige al mostrador de recepción.
 ¿Qué le pasa ahora? Anonadada, le veo charlar animadamente con la
señorita de cabello muy corto y carmín rojo. Saca la cartera y entrega una tarjeta de
crédito.
 Dios mío. Debe de haber comprado una de las fotografías.
 —Hola, tú eres la musa. Son unas fotos fantásticas.
 Es un chico con una melena rubia y brillante, que me sobresalta. Noto una
mano en el codo: es Christian, ha vuelto.
 —Eres un tipo con suerte.
 El melenas rubio sonríe a Christian, que le mira con frialdad.
 —Pues sí —masculla de mal humor, y me lleva aparte.
 —¿Acabas de comprar una de estas?
 —¿Una de estas? —replica, sin dejar de mirarlas.
 —¿Has comprado más de una?
 Pone los ojos en blanco.
 —Las he comprado todas, Anastasia. No quiero que un desconocido se te
coma con los ojos en la intimidad de su casa.
 Mi primera reacción es reírme.
 —¿Prefieres ser tú? —inquiero.
 Se me queda mirando. Mi audacia le ha cogido desprevenido, creo, pero
intenta disimular que le hace gracia.
 —Francamente, sí.
 —Pervertido —le digo, y me muerdo el labio inferior para no sonreír.
 Se queda con la boca abierta; ahora es obvio que esto le divierte. Se rasca
la barbilla, pensativo.
 —Eso no puedo negarlo, Anastasia.
 Mueve la cabeza con una mirada más dulce, risueña.
 —Me gustaría hablarlo contigo luego, pero he firmado un acuerdo de
confidencialidad.
 Suspira, y su expresión se ensombrece al mirarme.
 —Lo que me gustaría hacerle a esa lengua tan viperina.
 Jadeo, sé muy bien a qué se refiere.
 —Eres muy grosero.
 Intento parecer escandalizada y lo consigo. ¿Es que no conoce límites?
 Me sonríe con ironía, y después tuerce el gesto.
 —Se te ve muy relajada en esas fotos, Anastasia. Yo no suelo verte así.
 ¿Qué? ¡Vaya! Cambio de tema —sin la menor lógica— de las bromas a la
seriedad.
 Me ruborizo y bajo la mirada. Me echa la cabeza hacia atrás, e inspiroprofundamente al sentir el tacto de sus dedos.
 —Yo quiero que te relajes conmigo —susurra.
 Ha desaparecido cualquier rastro de broma.
 Vuelvo a sentir un aleteo de felicidad interior. Pero ¿cómo puede ser esto?
Creo que tenemos problemas.
 —Si quieres eso, tienes que dejar de intimidarme —replico.
 —Tú tienes que aprender a expresarte y a decirme cómo te sientes —
replica a su vez con los ojos centelleantes.
 Suspiro.
 —Christian, tú me querías sumisa. Ahí está el problema. En la definición de
sumisa… me lo dijiste una vez en un correo electrónico. —Hago una pausa para tratar
de recordar las palabras—. Me parece que los sinónimos eran, y cito: «obediente,
complaciente, humilde, pasiva, resignada, paciente, dócil, contenida». No debía
mirarte. Ni hablarte a menos que me dieras permiso. ¿Qué esperabas? —digo entre
dientes.
 Continúo, y él frunce aún más el ceño.
 —Estar contigo es muy desconcertante. No quieres que te desafíe, pero
después te gusta mi «lengua viperina». Exiges obediencia, menos cuando no la quieres,
para así poder castigarme. Cuando estoy contigo nunca sé a qué atenerme,
sencillamente.
 Entorna los ojos.
 —Bien expresado, señorita Steele, como siempre. —Su voz es gélida—.
Venga, vamos a comer.
 —Solo hace media hora que hemos llegado.
 —Ya has visto las fotos, ya has hablado con el chico.
 —Se llama José.
 —Has hablado con José… ese hombre que la última vez que le vi intentaba
meterte la lengua en la boca a la fuerza cuando estabas borracha y mareada —gruñe.
 —Él nunca me ha pegado —le replico.
 Christian me mira enfadado, la ira saliéndole por todos los poros.
 —Esto es un golpe bajo, Anastasia —me susurra, amenazante.
 Me pongo pálida, y Christian, crispado de rabia apenas contenida, se pasa
las manos por el pelo. Le sostengo la mirada.
 —Te llevo a comer algo. Parece que estés a punto de desmayarte. Busca a
ese chico y despídete.
 —¿Podemos quedarnos un rato más, por favor?
 —No. Ve… ahora… a despedirte.
 Me hierve la sangre y le miro fijamente. Señor Maldito Obseso del Control.
La ira es buena. La ira es mejor que los lloriqueos.
 Desvío la mirada despacio y recorro la sala en busca de José. Estáhablando con un grupo de chicas. Camino hacia él y me alejo de Cincuenta. ¿Solo
porque me ha acompañado hasta aquí tengo que hacer lo que me diga? ¿Quién
demonios se cree que es?
 Las jóvenes están embebidas en la conversación de José, en todas y cada
una de sus palabras. Una de ellas reprime un gritito cuando me acerco, sin duda me
reconoce de los retratos.
 —José.
 —Ana. Perdonadme, chicas.
 José les sonríe y me pasa un brazo sobre los hombros. En cierto sentido
tiene gracia: José, siempre tan tranquilo y discreto, impresionando a las damas.
 —Pareces enfadada —dice.
 —Tengo que irme —musito ofuscada.
 —Acabas de llegar.
 —Ya lo sé, pero Christian tiene que volver. Las fotos son fantásticas,
José… eres muy bueno.
 Él sonríe de oreja a oreja.
 —Me ha encantado verte.
 Me da un abrazo enorme, me coge en volandas y me da una vuelta, de
manera que veo a Christian al fondo de la galería. Pone mala cara, y me doy cuenta de
que es porque estoy en brazos de José. Así que, con un movimiento perfectamente
calculado, le echo los brazos alrededor del cuello. Me parece que Christian está a
punto de tener un ataque. Se le oscurecen los ojos hasta un punto bastante siniestro, y se
acerca muy despacio hacia nosotros.
 —Gracias por avisarme de lo de mis retratos —mascullo.
 —Hostia. Lo siento, Ana. Debería habértelo dicho. ¿Te gustan?
 Su pregunta me deja momentáneamente desconcertada.
 —Mmm… no lo sé —contesto con franqueza.
 —Bueno, están todos vendidos, así que a alguien le gustan. ¿A que es
fantástico? Eres una chica de póster.
 Y me abraza más fuerte. Cuando Christian llega me fulmina con la mirada,
aunque por suerte José no le ve.
 José me suelta.
 —No seas tan cara de ver, Ana. Ah, señor Grey, buenas noches.
 —Señor Rodríguez, realmente impresionante. Lo siento pero no podemos
quedarnos, hemos de volver a Seattle —dice Christian con educada frialdad,
enfatizando sutilmente el plural mientras me coge de la mano—. ¿Anastasia?
 —Adiós, José. Felicidades otra vez.
 Le doy un beso fugaz en la mejilla y, sin que apenas me dé cuenta, Christian
me saca a rastras del edificio. Sé que arde de rabia en silencio, pero yo también.
 Echa un vistazo arriba y abajo de la calle; luego, de pronto, se dirige haciala izquierda y me lleva hasta un callejón silencioso, y me empuja bruscamente contra la
pared. Me sujeta la cara entre las manos, obligándome a alzar la vista hacia sus ojos
fervientes y decididos.
 Yo jadeo y su boca se abate sobre la mía. Me besa con violencia. Nuestros
dientes chocan un segundo y luego me mete la lengua entre los labios.
 El deseo estalla en todo mi cuerpo como en el Cuatro de Julio, y respondo a
sus besos con idéntico ardor, entrelazo las manos en su pelo y tiro de él con fuerza. Él
gruñe, y ese sonido sordo y sexy del fondo de su garganta reverbera en mi interior, y
Christian desliza la mano por mi cuerpo, hasta la parte de arriba del muslo, y sus dedos
hurgan en mi piel a través del vestido morado.
 Yo vierto toda la angustia y el desengaño de los últimos días en nuestro
beso, le ato a mí… y en ese momento de pasión ciega, me doy cuenta de que él hace lo
mismo, de que siente lo mismo.
 Christian interrumpe el beso, jadeante. Sus ojos hierven de deseo,
encendiendo la sangre ya ardiente que palpita por todo mi cuerpo. Tengo la boca
entreabierta e intento recuperar un aire precioso, hacer que vuelva a mis pulmones.
 —Tú… eres… mía —gruñe, enfatizando cada palabra. Me aparta de un
empujón y se dobla con las manos apoyadas en las rodillas, como si hubiera corrido
una maratón—. Por Dios santo, Ana.
 Yo me apoyo en la pared jadeando e intento controlar la desatada reacción
de mi cuerpo, trato de recuperar el equilibrio.
 —Lo siento —balbuceo en cuanto recobro el aliento.
 —Más te vale. Sé lo que estabas haciendo. ¿Deseas al fotógrafo,
Anastasia? Es evidente que él siente algo por ti.
 Muevo la cabeza con aire culpable.
 —No. Solo es un amigo.
 —Durante toda mi vida adulta he intentado evitar cualquier tipo de emoción
intensa. Y sin embargo tú… tú me provocas sentimientos que me son totalmente ajenos.
Es muy… —arruga la frente, buscando la palabra—… perturbador. A mí me gusta el
control, Ana, y contigo eso… —se incorpora, me mira intensamente—… simplemente
se evapora.
 Hace un gesto vago con la mano, luego se la pasa por el pelo y respira
profundamente. Me coge la mano.
 —Vamos, tenemos que hablar, y tú tienes que comer.


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