viernes, 16 de marzo de 2012

Luna Nueva ☾ Capítulo 20: Volterra


Empezamos a subir la carretera empinada, más y más congestionada conforme 
avanzábamos. Al llegar más arriba, los coches estaban demasiado juntos para que 
Alice los esquivara zigzagueando, ni siquiera asumiendo riesgos. Cada vez íbamos 
más despacio y terminamos progresando a paso de tortuga detrás de un pequeño 
Peugeot de color tabaco. 
—Alice —gemí. El reloj del salpicadero parecía ir cada vez más deprisa. 
—No hay otro camino de acceso —me dijo con una nota de tensión en la voz 
demasiado fuerte para conseguir que me calmara. 
La fila de vehículos avanzaba poco a poco, cada vez que nos movíamos sólo 
adelantábamos el largo de un automóvil. Un sol deslumbrante incidía de lleno sobre 
nosotras, y parecía hallarse ya encima de nuestras cabezas.
Uno tras otro, los coches se arrastraron hasta la ciudad. Atisbé algunos 
vehículos aparcados en la cuneta de la carretera al acercarnos más. Los ocupantes se 
bajaban para recorrer a pie el resto del camino. Al principio, pensé que se debía sólo 
a la impaciencia, algo fácilmente comprensible, pero cuando doblamos una curva 
muy pronunciada, vi que el aparcamiento —situado fuera de las murallas— estaba 
lleno y que un gentío cruzaba las puertas a pie. Estaba prohibido el acceso con coche. 
—Alice —susurré de forma apremiante. 
—Ya lo veo —contestó. Su rostro parecía cincelado en hielo. 
Ahora que estaba atenta y que nos acercábamos despacio, pude apreciar que 
hacía un tiempo bastante ventoso. La gente que se apelotonaba en dirección a las 
puertas aferraba sus sombreros y se apartaba el pelo de la cara. Sus ropas se 
hinchaban a su alrededor. También me di cuenta de que el color rojo se extendía por 
doquier, en las blusas, en los gorros, en las banderas que ondeaban como largos lazos 
al viento, cerca de la puerta; mientras miraba, una ráfaga repentina atrapó el pañuelo 
de intenso color escarlata que una mujer se había anudado al pelo. Se enrolló en el 
aire sobre su cabeza y se retorció como si estuviera vivo. Ella intentó sujetarlo, 
saltando en el aire, pero continuó contorsionándose cada vez más arriba, un 
manchón de color sanguinolento contra las antiguas murallas de colores desvaídos. 
—Bella —Alice habló rápido, con un tono de voz bajo, feroz—. No logro 
anticipar cuál va a ser la reacción del guardia de la puerta; vas a tener que irte sola, y 
corriendo, si esto no funciona. Lo único que debes hacer es preguntar por el Palazzo 
dei Priori y marchar a toda prisa en la dirección que te indiquen. Procura no 
perderte. 
—Palazzo dei Priori, Palazzo dei Priori —repetí el nombre una y otra vez, 
intentando memorizarlo.  
—Si hablan inglés, pregunta por la torre del reloj. Yo daré una vuelta por ahí e 
intentaré encontrar un lugar aislado más allá de la ciudad por el que saltar la 
muralla. 
Asentí. 
—Palazzo dei Priori. 
—Edward tiene que estar bajo la torre del reloj, al norte de la plaza. Hay un 
callejón estrecho a la derecha y él estará allí a cubierto. Debes llamar su atención 
antes de que se exponga al sol. 
Asentí enérgicamente. 
El Porsche estaba casi al comienzo de la fila. Un hombre con uniforme de color 
azul marino regulaba el flujo del tráfico y se encargaba de desviar los coches lejos del 
aparcamiento lleno. Estos daban una vuelta en forma de «u» y volvían en dirección 
contraria para estacionar a un lado de la carretera. Entonces, llegó el turno de Alice. 
El hombre uniformado se movía perezosamente, sin prestar mucha atención. 
Alice aceleró para eludirlo y se dirigió hacia la puerta. Nos gritó algo, pero se 
mantuvo en su puesto, moviendo los brazos frenéticamente para impedir que el 
siguiente coche siguiera nuestro mal ejemplo. 
El hombre de la puerta llevaba un uniforme parecido. Conforme nos 
aproximábamos, nos sobrepasaba la riada de turistas que atestaba las aceras, 
mirando con curiosidad el rutilante y agresivo deportivo. 
El guardia dio un paso hasta ponerse en mitad de la calle. Alice hizo girar el 
coche cuidadosamente antes de detenerse del todo a fin de que el sol incidiera sobre 
mi ventanilla y ella quedase a la sombra. Se inclinó velozmente detrás de su asiento y 
tomó algo del interior de su bolso. 
El guardia rodeó el coche con expresión irritada y, enfadado, dio unos 
golpecitos a su ventanilla. 
Ella la bajó hasta la mitad y él reaccionó con torpeza al ver el rostro que había 
detrás del cristal tintado. 
—Lo siento, señorita, pero hoy sólo pueden acceder a  la ciudad autobuses 
turísticos —dijo en inglés con un fuerte acento y ahora también en tono de disculpa, 
como si deseara poder ofrecer mejores noticias a aquella  mujer de sorprendente 
belleza. 
—Es un viaje privado —repuso Alice al tiempo que hacía destellar una 
seductora sonrisa. Sacó la mano por la ventana, hacia la luz. Me quedé helada, hasta 
que vi que se había puesto un guante de color tostado que le llegaba a la altura del 
codo. Le tomó la mano, todavía alzada después de haber golpeado la ventanilla y la 
metió dentro del coche. Depositó algo en la palma y le cerró los dedos alrededor. 
El guardia se quedó aturdido cuando retiró la mano y miró fijamente el grueso 
rollo de dinero que había allí. El billete exterior era de mil dólares. 
—¿Esto es una broma? —farfulló. 
La sonrisa de Alice era cegadora. 
—Sólo si piensa que es divertido. 
Él la miró, con los ojos abiertos como platos. Yo miré nerviosamente al reloj del 
salpicadero. Si Edward se ceñía a su plan, sólo nos quedaban cinco minutos. 
—Vamos un poquito tarde y con prisa —le insinuó, aún sonriente. 
El guardia pestañeó dos veces y después se guardó el dinero en la chaqueta. 
Dio un paso atrás de la ventanilla y nos despidió. Nadie entre la multitud que pasaba 
por allí pareció darse cuenta del discreto intercambio. Alice condujo hacia la ciudad y 
ambas respiramos aliviadas. 
La calle se había vuelto muy estrecha; estaba pavimentada  con piedras del 
mismo desvaído color canela que los edificios que la oscurecían con su sombra. 
Espaciadas entre sí unos cuantos metros, las banderas rojas decoraban las paredes y 
flameaban al viento, que silbaba al barrer la angosta calleja. 
Estaba atestada de gente y el tráfico de a pie entorpecía nuestro ritmo. 
—Un poco más adelante —me animó Alice. 
Yo aferraba el tirador de la puerta, lista para lanzarme a la  calle tan pronto 
como ella me lo dijera. 
Alice conducía acelerando y frenando. El gentío nos amenazaba con el puño y 
nos espetaba epítetos desagradables que, por fortuna,  yo no entendía. Giró en un 
pequeño desvío que no se trazó para coches, sin duda, y la gente, asustada, tuvo que 
refugiarse en las entradas de las puertas cuando pasamos muy cerca de las paredes. 
Al final, entramos en otra calle de edificios más altos que se apoyaban unos sobre 
otros por encima de nuestras cabezas, de modo que ningún rayo de sol alcanzaba el 
pavimento y las banderas rojas que se retorcían a cada lado casi se tocaban. Aquí 
había más gente que en ninguna otra parte. Alice frenó y yo abrí la puerta antes de 
que nos hubiéramos detenido del todo. 
Ella me señaló un punto donde la calle se abría hacia un resplandeciente terreno 
abierto. 
—Allí. Estamos en el extremo sur de la plaza. Atraviésala corriendo y ve a la 
derecha de la torre del reloj. Yo encontraré algún camino dando la vuelta... 
Inspiró aire súbitamente y cuando volvió a hablar, le salió la voz en un siseo. 
—¡Están por todas partes! 
Me quedé petrificada en mi asiento, pero ella me empujó fuera del coche. 
—Olvídalos. Tenemos dos minutos. ¡Corre, Bella, corre! —gritó. 
Alice salió del coche mientras hablaba, pero no me detuve a verla desvanecerse 
entre las sombras. Ni siquiera cerré la puerta al salir. Aparté de mi camino de un 
empujón a una mujer gruesa, agaché la cabeza y corrí con todas mis fuerzas sin 
prestar atención a nada, salvo a las piedras irregulares que pisaba. 
La brillante luz del sol, que daba de lleno en la entrada  de la plaza, me 
deslumbre al salir de la oscura calleja. El viento soplaba con fuerza y me alborotaba 
los cabellos, que se me metían en los ojos y me cegaban todavía más. Por tanto, no 
fue de extrañar que no viera el muro de carne hasta que me estrellé contra él. 
No había ningún camino, ni siquiera un hueco entre los cuerpos fuertemente 
apretujados del gentío. Los empujé con furia y me debatí contra las manos que me 
rechazaban. Escuché exclamaciones de irritación e incluso de dolor a medida que 
porfiaba para abrirme paso, pero ninguna en un idioma que yo entendiera. Los  
rostros se transformaron en un borrón difuso de ira y  sorpresa, rodeado por el 
omnipresente rojo. Una mujer rubia me puso mala cara y la bufanda roja que llevaba 
anudada al cuello me pareció una herida horrible. Un niño, encaramado a los 
hombros de un hombre para ver por encima de la multitud, me sonrió con los labios 
estirados en torno a unos colmillos de vampiro hechos de plástico. 
La muchedumbre me empujaba por todas partes y acabó por  arrastrarme en 
sentido opuesto. Me alegré de que el reloj fuera tan visible, porque de lo contrario no 
habría podido tomar la dirección apropiada. Sin embargo, las manecillas del reloj se 
unieron en lo alto de la esfera para alzarse hacia el sol despiadado y aunque luché 
ferozmente contra la multitud, supe que era demasiado tarde. Apenas estaba a mitad 
de camino. No lo iba a conseguir. Era estúpida, torpe y humana, y todos íbamos a 
morir por culpa de eso. 
Mantuve la esperanza de que Alice hubiera conseguido salir adelante. También 
esperé que ella pudiera verme desde algún rincón a oscuras y que se diera cuenta de 
mi fracaso a tiempo de dar media vuelta y regresar junto a Jasper. 
Agucé el oído por encima de las exclamaciones enfadadas en un intento de oír 
el sonido del descubrimiento: el jadeo, quizás el grito, en el instante en que Edward 
se expusiera a la vista de alguien. 
En ese momento vi delante de mí un resquicio en el gentío alrededor del cual 
había un espacio vacío. Empujé con dureza hasta alcanzarlo. Hasta que no me golpeé 
las espinillas contra los ladrillos no fui consciente de la existencia de una amplia 
fuente rectangular en el centro de la plaza. 
Estuve a punto de llorar de alivio cuando pasé la pierna por encima del borde y 
corrí por el agua —que me llegaba hasta la rodilla— salpicando todo a mi paso 
mientras me abría camino velozmente. El viento soplaba glacial incluso bajo el sol, y 
la humedad hacía que el frío fuera realmente doloroso, pero la enorme fuente me 
permitió cruzar el centro de la plaza en pocos segundos. No me detuve al alcanzar el 
otro lado, sino que usé como trampolín el borde de escasa altura y me lancé de 
cabeza contra la multitud. 
Ahora se apartaban con más rapidez a fin de evitar el agua  helada que 
chorreaba de mis ropas empapadas al correr. Eché otra ojeada al reloj. 
Una campanada grave y atronadora resonó por toda la plaza e hizo vibrar las 
piedras del suelo. Los niños chillaron al tiempo que se tapaban los oídos y yo 
comencé a pegar alaridos mientras seguía corriendo. 
—¡Edward! —grité, aun a sabiendas de que era inútil. El gentío era demasiado 
ruidoso y apenas me quedaba aliento debido al esfuerzo, pero no podía dejar de 
gritar. 
El reloj sonó de nuevo. Rebasé a un niño —en brazos de su madre— cuyos 
cabellos eran casi blancos a la luz de un sol deslumbrante. Un círculo de hombres 
altos, todos con chaquetas rojas, me gritaron advertencias cuando pasé entre ellos 
como un bólido. El reloj volvió a tocar. 
Dejé atrás a ese grupo y llegué a una abertura en medio de la muchedumbre, un 
espacio entre los turistas que se arremolinaban debajo de la torre y caminaban sin 
rumbo fijo. Busqué con la vista el pasaje oscuro y estrecho que debía estar a la 
derecha del amplio edificio cuadrado. No veía el suelo de la calle, ya que había 
demasiada gente entre medias. El reloj sonó de nuevo. 
Apenas podía ver. El viento me azotó el rostro y me quemó los ojos cuando dejó 
de haber gente que hiciera de pantalla. Cuando el reloj tocó otra vez, no sabía si 
lloraba por culpa del viento o si derramaba lágrimas debido a mi fracaso. 
Los turistas más cercanos a la boca del callejón eran los cuatro integrantes de 
una familia. Las dos chicas lucían vestidos escarlatas y lazos a juego con los que se 
recogían hacia atrás el pelo negro. El padre, un tipo bajo, no parecía distinguir el 
brillo en medio de las sombras, justo encima de su hombro. Me apresuré en esa 
dirección mientras intentaba ver algo a pesar del escozor de las lágrimas. El reloj 
sonó una vez más y la niña más pequeña se apretó las manos contra las orejas. 
La hija mayor, que apenas le llegaba a su madre a la cintura, se abrazó a su 
pierna y observó fijamente las sombras que reinaban detrás de ellos. Cuando miré, 
ella tocaba el codo de la madre y señalaba hacia la oscuridad. El reloj resonó, pero yo 
ahora estaba cerca... 
... lo bastante cerca para escuchar la voz aguda de la niña. El padre me miró 
sorprendido cuando me precipité sobre ellos, pronunciando a voz en grito el nombre 
Edward una y otra vez, sin cesar. 
La niña mayor rió entre dientes y le dijo algo a su madre al tiempo que volvía a 
señalar las sombras con gestos de impaciencia. 
Giré bruscamente alrededor del padre, que tomó en brazos a la niña para 
apartarla de mi camino, y salté hacia la sombría brecha que había detrás de ellos. 
Entretanto, el reloj volvió a tocar en lo alto. 
—¡Edward, no! —grité, pero mi voz se perdió en el rugido de la campanada. 
Entonces le vi, y también vi que él no se había percatado de mi presencia. 
Esta vez era él, no una alucinación. Me di cuenta de que mis falsas ilusiones 
eran más imperfectas de lo que yo creía; nunca le hicieron justicia. 
Edward permanecía de pie, inmóvil como una estatua, a pocos pasos de la boca 
del callejón. Tenía los ojos cerrados, con las ojeras muy marcadas, de un púrpura 
oscuro, y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo con las palmas vueltas hacia 
arriba. Su expresión estaba llena de paz, como si estuviera soñando cosas agradables. 
La piel marfileña de su pecho estaba al descubierto y había un pequeño revoltijo de 
tela blanca a sus pies. El reflejo claro del pavimento de la plaza hacía brillar 
tenuemente su piel. 
Nunca había visto nada más bello, incluso mientras corría, jadeando y gritando, 
pude apreciarlo. Y los últimos siete meses desaparecieron. Incluso sus palabras en el 
bosque perdieron significado. Tampoco importaba si no me quería. No importaba 
cuánto tiempo pudiera llegar a vivir; jamás podría querer a otro. 
El reloj sonó y él dio una gran zancada hacia la luz. 
—¡No! —grité—. ¡Edward, mírame! 
Sonrió de forma imperceptible sin escucharme y alzó el pie para dar el paso que 
lo expondría directamente a los rayos del sol. 
Choqué contra él con tanto ímpetu que la fuerza del impacto me habría tirado 
al suelo si sus brazos no me hubieran agarrado. El golpetazo me dejó sin aliento y 
con la cabeza vencida hacia atrás. 
Sus ojos oscuros se abrieron lentamente mientras el reloj tocaba de nuevo. 
Me miró con tranquila sorpresa. 
—Asombroso —dijo con la voz maravillada y un poco divertida—. Carlisle 
tenía razón. 
—Edward —intenté respirar, pero la voz no me salía—. Has de  volver a las 
sombras. ¡Tienes que moverte! 
Él pareció desconcertado. Me acarició la mejilla suavemente con la mano. No 
parecía darse cuenta de que yo intentaba hacerle retroceder. Para el progreso que 
estaba haciendo, hubiera dado igual que hubiese empujado las paredes del callejón. 
El reloj sonó sin que él reaccionara. 
Era muy extraño, porque yo sabía que los dos estábamos en peligro mortal. Sin 
embargo, en ese momento, me sentí bien. Por completo. Podía notar otra vez el 
palpitar desbocado de mi corazón contra las costillas y la sangre latía caliente y 
rápida por mis venas. Los pulmones se me llenaron del dulce perfume que 
derramaba su cuerpo. Era como si nunca hubiera existido un agujero en mi pecho. 
Todo estaba perfecto, no curado, sino como si desde el principio no hubiera habido 
una herida. 
—No puedo creerme lo rápidos que han sido. No he sentido absolutamente 
nada, son realmente buenos —musitó él mientras volvía a cerrar los ojos y 
presionaba los labios contra mi pelo. Su voz era de terciopelo y miel—. «Muerte, que 
has sorbido la miel de sus labios, no tienes poder sobre su belleza» —murmuró y 
reconocí el verso que declamaba Romeo en la tumba. El reloj hizo retumbar su última 
campanada—. Hueles exactamente igual que siempre —continuó él—. Así que 
quizás esto sea el infierno. Y no me importa. Me parece bien. 
—No estoy muerta —le interrumpí—. ¡Y tampoco tú! Por favor, Edward, 
tenemos que movernos. ¡No pueden estar muy lejos! 
Luché contra sus brazos y él frunció el ceño, confuso. 
—¿Qué estás diciendo? —preguntó educadamente. 
—¡No estamos muertos, al menos no todavía! Pero tenemos que salir de aquí 
antes de que los Vulturis... 
La comprensión chispeó en su rostro mientras yo hablaba, y de pronto, antes de 
que pudiera terminar la frase, me arrastró hacia las sombras. Me hizo girar con tal 
facilidad que me encontré con la espalda pegada a la pared de ladrillo y con la suya 
frente a mí, de modo que él quedó de cara al callejón. Extendió los brazos con la 
finalidad de protegerme. 
Miré desde debajo de su brazo para ver dos formas oscuras desprenderse de la 
penumbra. 
—Saludos, caballeros —la voz de Edward sonó aparentemente calmada y 
amable, pero sólo en la superficie—. No creo que vaya a requerir hoy sus servicios. 
Apreciaría muchísimo, sin embargo, que enviaran mi más sentido agradecimiento a  
sus señores. 
—¿Podríamos mantener esta conversación en un lugar más apropiado? —
susurró una voz suave de forma amenazadora. 
—Dudo de que eso sea necesario —repuso Edward, ahora con mayor dureza—. 
Conozco tus instrucciones, Felix. No he quebrantado ninguna regla. 
—Felix simplemente pretende señalar la proximidad del sol —comentó otra voz 
en tono conciliador. Ambos estaban ocultos dentro de unas enormes capas del color 
gris del humo, que llegaban hasta el suelo y ondulaban al viento—. Busquemos una 
protección mejor. 
—Indica el camino y yo te sigo —dijo Edward con sequedad—. Bella, ¿por qué 
no vuelves a la plaza y disfrutas del festival? 
—No, trae a la chica —ordenó la primera sombra, introduciendo un matiz 
lascivo en su susurro. 
—Me parece que no —la pretensión de civilización había desaparecido, la voz 
de Edward era ahora tajante y helada. Cambió su equilibrio  de forma casi 
inadvertida, pero pude comprobar que se preparaba para luchar. 
—No —articulé los labios sin hacer ningún sonido. 
—Shh —susurró él, sólo para mí. 
—Felix —le advirtió la segunda sombra, más razonable—, aquí no —se volvió a 
Edward—. A Aro le gustaría volver a hablar contigo, eso es todo, si, al fin y al cabo, 
has decidido no forzar la mano. 
—Así es —asintió Edward—, pero la chica se va. 
—Me temo que eso no es posible —repuso la sombra educada, con aspecto de 
lamentarlo—. Tenemos reglas que obedecer. 
—Entonces, me temo que no voy a poder aceptar la invitación de Aro, Demetri. 
—Esto está pero que muy bien —ronroneó Felix. Mis ojos se iban adaptando a 
la penumbra más densa y pude ver que Felix era muy grande, alto y de espaldas 
fornidas. Su tamaño me recordó a Emmett. 
—Disgustarás a Aro —suspiró Demetri. 
—Estoy seguro de que sobrevivirá a la decepción —replicó Edward. 
Felix y Demetri se acercaron hacia la boca del callejón y  se abrieron hacia los 
lados a fin de poder atacar a Edward desde dos frentes. Su intención era obligarle a 
introducirse aún más en el callejón y evitar una escena. Ningún reflejo luminoso 
podía abrirse paso hasta su piel; estaban a salvo dentro de sus capas. 
Edward no se movió un centímetro. Estaba condenándose para protegerme. 
De pronto, Edward giró la cabeza a un lado, hacia la oscuridad de la curva del 
callejón. Demetri y Felix hicieron lo mismo en respuesta a algún sonido o 
movimiento demasiado sutil para mis sentidos. 
—Mejor si nos comportamos correctamente, ¿no? —sugirió una voz musical—. 
Hay señoras presentes. 
Alice se deslizó con ligereza al lado de Edward, manteniendo una postura 
despreocupada. No mostraba signos de tensión. Parecía tan diminuta, tan frágil. Sus 
bracitos colgaban a sus costados como los de una niña. 
Pero tanto Demetri como Felix se envararon, y sus capas revolotearon 
ligeramente al ritmo de una ráfaga de viento que recorría el callejón. El rostro de 
Felix se avinagró. Aparentemente no les gustaban los números pares. 
—No estamos solos —les recordó ella. 
Demetri miró sobre su hombro. A unos pocos metros de allí, en la misma plaza, 
nos observaba la familia de las niñas vestidas de rojo. La madre hablaba en tono 
apremiante con su marido, con los ojos fijos en nosotros cinco. Desvió la mirada 
hacia otro lado cuando se encontró con la de Demetri. El hombre avanzó unos 
cuantos pasos más hacia la plaza y dio un golpecito en el hombro de uno de los 
hombres con chaquetas rojas. 
Demetri sacudió la cabeza. 
—Por favor, Edward, sé razonable —le conminó. 
—Muy bien —accedió Edward—. Ahora nos marcharemos tranquilamente, 
pero sin que nadie se haga el listo. 
Demetri suspiró con frustración. 
—Al menos, discutamos esto en un sitio más privado. 
Seis hombres vestidos de rojo se unieron a la familia que seguía mirándonos 
con rostros llenos de aprensión. Yo era muy consciente de la postura defensiva que 
mantenía Edward delante de mí, y estaba segura de que era esto lo que causaba su 
alarma. Quería gritarles para que echaran a correr. 
Los dientes de Edward se cerraron de forma audible. 
—No. 
Felix sonrió. 
—Ya es suficiente. 
La voz era aguda, atiplada y procedía de nuestra espalda. 
Miré desde debajo del otro brazo de Edward para contemplar la llegada de otra 
forma pequeña y oscura hasta nuestra posición. El contorno impreciso y vaporoso de 
su silueta me indicó que era otro de ellos, pero ¿quién? 
Al principio, pensé que era un niño. El recién llegado era diminuto como Alice, 
con un cabello castaño claro lacio y corto. El cuerpo  bajo la capa —que era más 
oscura, casi negra—, se adivinaba esbelto y andrógino. Sin embargo, el rostro era 
demasiado hermoso para ser el de un chico. Los ojos grandes y los labios carnosos 
habrían hecho parecer una gárgola a un ángel de Botticelli, incluso a pesar de las 
pupilas de un apagado color carmesí. 
Me dejó perpleja cómo reaccionaron todos ante su aparición a pesar de su 
tamaño insignificante. Felix y Demetri se relajaron de inmediato y abandonaron sus 
posiciones ofensivas para fundirse de nuevo con las sombras de los muros 
circundantes. 
Edward dejó caer los brazos y también relajó la postura, pero admitiendo su 
derrota.
—Jane —suspiró resignado al reconocerla. 
Alice se cruzó de brazos y mantuvo una expresión impasible. 
—Seguidme —habló Jane otra vez, con su voz monocorde e infantil. Nos dio la 
espalda y se movió silenciosamente hacia la oscuridad. 
Felix nos hizo un gesto para que nosotros fuéramos primero, con una sonrisita 
de suficiencia. 
Alice caminó enseguida detrás de la pequeña Jane. Edward me pasó el brazo 
por la cintura y me empujó para que fuera a su lado. El callejón se curvaba y 
estrechaba a medida que descendía. Levanté la mirada hacia Edward con un montón 
de frenéticas preguntas en mis ojos, pero él se limitó a sacudir la cabeza. No podía oír 
a los demás detrás de nosotros, pero estaba segura de que estaban ahí. 
—Bien, Alice —dijo Edward en tono de conversación conforme andábamos—. 
Supongo que no debería sorprenderme verte aquí. 
—Ha sido error mío —contestó Alice en el mismo tono—. Era mi 
responsabilidad haberlo hecho bien. 
—¿Qué ocurrió? —inquirió educadamente, como si apenas le  interesara. 
Imaginé que esto iba destinado a los oídos atentos que nos seguían. 
—Es una larga historia —los ojos de Alice se deslizaron sobre mí y se dirigieron 
hacia otro lado—. En pocas palabras, ella saltó de un acantilado, pero no pretendía 
suicidarse. Parece que últimamente a Bella le van los deportes de riesgo. 
Enrojecí y miré al frente en busca de la sombra oscura, que apenas se podía ver 
ya. Imaginaba que ahora él estaría escuchando los pensamientos de Alice. 
Ahogamientos frustrados, vampiros al acecho, amigos licántropos... 
—Mmm —dijo Edward con voz cortante. Su anterior tono despreocupado había 
desaparecido por completo. 
Andábamos por un amplio recodo del callejón, que seguía cuesta abajo, por lo 
que no vi el final, terminado en chaflán, hasta que no llegamos a él y alcanzamos la 
pared de ladrillo lisa y sin ventanas. No se veía a la pequeña Jane por ninguna parte. 
Alice no vaciló y continuó caminando hacia la pared a grandes zancadas. 
Entonces, con su gracia natural, se deslizó por un agujero abierto en la calle. 
Parecía una alcantarilla, hundida en el lugar más bajo del pavimento. No la vi 
hasta que Alice desapareció por el hueco, aunque la rejilla estaba retirada a un lado, 
descubriéndolo hasta la mitad. El agujero era pequeño y muy oscuro. 
Me planté. 
—Todo va bien, Bella —me dijo Edward en voz baja—. Alice te recogerá. 
Miré el orificio, dubitativa. Me imaginé que él habría entrado el primero si Felix 
y Demetri no hubieran estado esperando, pagados de sí mismos y silenciosos, detrás 
de nosotros. 
Me agaché y deslicé las piernas por el estrecho espacio. 
—¿Alice? —susurré con voz temblorosa. 
—Estoy aquí debajo, Bella —me aseguró. Su voz parecía provenir de muy abajo, 
demasiado abajo para que yo me sintiera bien. 
Edward me tomó de las muñecas —sus manos me parecieron del tacto de la 
piedra en invierno— y me bajó hacia la oscuridad. 
—¿Preparada? —preguntó él. 
—Suéltala —gritó Alice. 
Impelida por el puro pánico, cerré firmemente los ojos para no ver la oscuridad 
y los labios para no gritar. Edward me dejó caer. 
Fue rápido y silencioso. El aire se agitó a mi paso durante una fracción de 
segundo; después, se me escapó un jadeo y me acogieron los brazos de Alice, tan 
duros que estuve segura de que me saldrían cardenales. Me puso de pie. 
El fondo de la alcantarilla estaba en penumbra, pero no  a oscuras. La luz 
procedente del agujero de arriba suministraba un tenue resplandor que se reflejaba 
en la humedad de las piedras del suelo. La tenue claridad se desvaneció un segundo 
y Edward apareció a mi lado, con un resplandor suave. Me rodeó con el brazo, me 
sujetó con fuerza a su costado y comenzó a arrastrarme velozmente hacia delante. 
Envolví su cintura fría con los dos brazos y tropecé y  trastabillé a lo largo del 
irregular camino de piedra. El sonido de la pesada rejilla cerrando la alcantarilla a 
nuestras espaldas se oyó con metálica rotundidad. 
Pronto, la luz tenue de la calle se desvaneció en la penumbra. El sonido de mis 
pasos tambaleantes levantaba eco en el espacio negro; parecía amplio, aunque no 
estaba segura. No se oía otro sonido que el latido frenético de mi corazón y el de mis 
pies en las piedras mojadas, excepto una vez que se escuchó un suspiro de 
impaciencia desde algún lugar detrás de mí. 
Edward me sujetó con fuerza. Alzó la mano libre para acariciarme la cara y 
deslizó su pulgar suave por el contorno de mis labios. Una y otra vez sentí su rostro 
sobre mi pelo. Me di cuenta de que quizás ésta sería la última vez que estaríamos 
juntos y me apreté aún más contra él. 
Ahora parecía como si él me quisiera, y eso bastaba para compensar el horror 
de aquel túnel y de los vampiros que rondaban a nuestras espaldas. Seguramente no 
era nada más que la culpa, la misma culpa que le había hecho venir hasta aquí para 
morir, cuando pensó que me había suicidado por él, pero el motivo no me importó 
cuando sentí cómo sus labios presionaban silenciosamente mi frente. Al menos 
podría volver a estar con él antes de perder la vida. Eso era mucho mejor que una 
larga existencia. Hubiera deseado preguntarle qué iba a  suceder ahora. Ardía en 
deseos de saber cómo íbamos a morir, como si saberlo  con antelación mejorara la 
situación de alguna manera; pero, rodeados como estábamos, no podía hablar, ni 
siquiera en susurros. Los otros podrían escucharlo todo, como oían cada una de mis 
inspiraciones y de los latidos de mi corazón. 
El camino que pisábamos continuó descendiendo, introduciéndonos cada vez 
más en la profundidad de la tierra y esto me hizo sentir claustrofobia. Sólo la mano 
de Edward, que me acariciaba el rostro, impedía que me pusiera a gritar. 
No sabía de dónde procedía la luz, pero lentamente el negro fue 
transformándose en gris oscuro. Nos encontrábamos en un túnel bajo, con arcos. Las 
piedras cenicientas supuraban largas hileras de humedad del color del ébano, como 
si estuvieran sangrando tinta. 
Estaba temblando, y pensé que era de miedo. No me di cuenta de que tiritaba 
de frío hasta que empezaron a castañetearme los dientes. Tenía las ropas mojadas 
todavía y la temperatura debajo de la ciudad era tan glacial como la piel de Edward. 
Él se dio cuenta de esto al mismo tiempo que yo y me soltó, sujetándome sólo 
de la mano. 
—N-n-no —tartamudeé, rodeándole de nuevo con los brazos. No me importaba 
si me congelaba. ¿Quién sabía cuánto tiempo nos quedaba? 
Su mano fría se deslizó repetidas veces por mi piel en un intento de calentarme 
con la fricción. 
Nos apresuramos a través del túnel, o al menos a mí así me lo pareció. Mi lento 
avance irritaba a alguien, supuse que a Felix, y le oí suspirar una y otra vez. 
Al final del túnel había otra reja cuyas barras de hierro  estaban enmohecidas, 
pero eran tan gruesas como mi brazo. Había abierta una pequeña puerta de barras 
entrelazadas más finas. Edward agachó la cabeza para pasar y cruzó rápidamente a 
una habitación más grande e iluminada. La reja se cerró de golpe con estrépito, 
seguido del chasquido de un cerrojo. Tenía demasiado miedo para mirar a mis 
espaldas. 
Al otro lado de la gran habitación había una puerta de madera pesada y de 
escasa altura. Era muy gruesa, pude comprobarlo porque también estaba abierta. 
Atravesamos la puerta y miré a mi alrededor sorprendida,  relajándome 
inmediatamente. A mi lado, Edward se tensó y apretó con fuerza la mandíbula. 


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