viernes, 16 de marzo de 2012

Luna Nueva ☾ Capítulo 21: El Veredicto



Nos hallábamos en un corredor de apariencia normal e intensamente 
iluminado. Las paredes eran de color hueso y el suelo estaba cubierto por alfombras 
de un gris artificial. Unas luces fluorescentes rectangulares de aspecto corriente 
jalonaban con regularidad el techo. Agradecí mucho que allí hiciera más calor. Aquel 
pasillo resultaba muy acogedor después de la penumbra de las siniestras alcantarillas 
de piedra. 
Edward no parecía estar de acuerdo con mi valoración. Lanzó una mirada 
fulminante y sombría hacia la menuda figura envuelta por un velo de oscuridad que 
permanecía al final del largo corredor, junto al ascensor. 
Tiró de mí para hacerme avanzar y Alice caminó junto a mí,  al otro lado. La 
puerta gruesa crujió al cerrarse de un portazo detrás de nosotros, y luego se oyó el 
ruido sordo de un cerrojo que se deslizaba de vuelta a su posición. 
Jane nos esperaba en el ascensor con gesto de indiferencia e impedía con una 
mano que se cerrasen las puertas. 
Los tres vampiros de la familia de los Vulturis se relajaron más cuando 
estuvimos dentro del ascensor. Echaron hacia atrás las capas y dejaron que las 
capuchas cayeran. Felix y Demetri eran de tez ligeramente  olivácea, lo que, 
combinado con su palidez terrosa, les confería una extraña apariencia. Felix tenía el 
pelo muy corto, mientras que a Demetri le caía en cascada sobre los hombros. El iris 
de ambos era de un color carmesí intenso que se iba oscureciendo de forma 
progresiva hasta acercarse a la pupila. Debajo de sus envolturas llevaban ropas 
modernas, blancas y anodinas. Me acurruqué en una esquina  y me mantuve 
encogida junto a Edward, que me siguió acariciando el brazo con la mano, pero en 
ningún momento apartó la mirada de Jane. 
El viaje en ascensor fue breve. Salimos a una zona que tenía pinta de ser una 
recepción bastante pija. Las paredes estaban revestidas de madera y los suelos 
enmoquetados con gruesas alfombras de color verde oscuro. Cuadros enormes de la 
campiña de la Toscana intensamente iluminados reemplazaban a  las ventanas 
inexistentes. Habían agrupado de forma muy conveniente sofás de cuero de color 
claro y mesas relucientes encima de las cuales había jarrones de cristal llenos de 
ramilletes de colores vívidos. El olor de las flores me recordó al de una casa de 
pompas fúnebres. 
Había un mostrador alto de caoba pulida en el centro de  la habitación. Miré 
atónita a la mujer que había detrás. 
Era alta, de tez oscura y ojos verdes. Hubiera sido muy hermosa en cualquier 
otra compañía, pero no allí, ya que era tan humana de los pies a la cabeza como yo. 
No comprendía qué pintaba allí una mujer, rodeada de vampiros y a sus anchas. 
Esbozó una amable sonrisa de bienvenida. 
—Buenas tardes, Jane —dijo. 
Su rostro no denotó sorpresa alguna cuando echó un vistazo a los 
acompañantes de Jane, ni a Edward, cuyo pecho desnudo centelleaba tenuemente 
con destellos blancos, ni siquiera a mí, con el pelo alborotado y de aspecto horrendo 
en comparación con los demás. 
Jane asintió. 
—Gianna. 
Luego prosiguió hacia un conjunto de puertas de doble hoja situado en la parte 
posterior de la habitación, y la seguimos. 
Felix le guiñó el ojo a Gianna al pasar junto al escritorio y ella soltó una risita 
tonta. 
Nos aguardaba otro tipo de recepción muy diferente al otro lado de las puertas 
de madera. El joven pálido de traje gris perla podía haber pasado por el gemelo de 
Jane. Tenía el pelo más oscuro y los labios no eran tan carnosos, pero resultaba igual 
de encantador. Se acercó a nuestro encuentro, sonrió y le tendió la mano a ella. 
—Jane... 
—Alec —repuso ella mientras abrazaba al joven. Intercambiaron sendos besos 
en las mejillas y luego nos miraron a nosotros. 
—Te enviaron en busca de uno y vuelves con dos... y medio —rectificó al 
reparar en mí—. Buen trabajo. 
Ella rompió a reír. El sonido era chispeante de puro gozo, similar al arrullo de 
un bebé. 
—Bienvenido de nuevo, Edward —le saludó Alec—. Pareces de mucho mejor 
humor. 
—Ligeramente —admitió Edward con voz monocorde. 
Contemplé de refilón el rostro severo de Edward y me pregunté si antes podía 
haber estado de peor humor. Alec rió entre dientes mientras yo me pegaba a su lado. 
—¿Y ésta es la causante de todo el problema? —preguntó con incredulidad. 
Edward se limitó a sonreír con expresión desdeñosa. Después, se le heló la 
sonrisa en los labios. 
—¡Me la pido primero! —intervino Felix con suma tranquilidad desde detrás. 
Edward se revolvió mientras en lo más profundo de su pecho resonaba un 
gruñido tenue. Felix sonrió. Su mano estaba levantada,  con la palma hacia arriba. 
Curvó sus dedos dos veces, invitando a Edward a iniciar una pelea. 
Alice rozó el brazo de Edward. 
—Paciencia —le advirtió. 
Intercambiaron una larga mirada y yo deseé poder oír lo que ella le estaba 
diciendo. Supuse que era todo lo que podían hacer sin atacar a Felix, ya que luego 
respiró hondo y se volvió hacia Alec, que, como si no hubiera pasado nada, dijo: 
—Aro se alegrará de volver a verte. 
—No le hagamos esperar —sugirió Jane. 
Edward asintió una vez. 
Alec y Jane se tomaron de la mano y abrieron el camino por otro corredor 
amplio y ornamentado... ¿Se acabarían alguna vez? 
Ignoraron las puertas del fondo —totalmente revestidas de oro— y se 
detuvieron a mitad del pasillo para desplazar uno de los paneles y poner al 
descubierto una sencilla puerta de madera que no estaba cerrada con llave. Alec la 
mantuvo abierta para que la cruzara Jane. 
Quise protestar cuando Edward me «ayudó» a pasar al otro lado de la puerta. 
Se trataba de un lugar con la misma piedra antigua de la plaza, el callejón y las 
alcantarillas. Todo estaba frío y oscuro otra vez. 
La antecámara de piedra no era grande. Enseguida desembocaba  en una 
estancia enorme, tenebrosa —aunque más iluminada— y totalmente redonda, como 
la torreta de un gran castillo, que es lo que debía de ser con toda probabilidad. A dos 
niveles del suelo, las rendijas de un ventanal proyectaban en el piso de piedra haces 
de luminosidad diurna que dibujaban rectángulos de líneas finas. No había luz 
artificial. El único mobiliario de la habitación consistía en varios sitiales de madera 
maciza similares a tronos; estaban colocados de forma dispar, adaptándose a la 
curvatura de los muros de piedra. Había otro sumidero en el mismo centro del 
círculo, dentro de una zona ligeramente más baja. Me pregunté si lo usaban como 
salida, igual que el agujero de la calle. 
La habitación no se encontraba vacía. Había un puñado de  personas 
enfrascadas en lo que parecía una conversación informal. Hablaban en voz baja y con 
calma, originando un murmullo que parecía un zumbido flotando en el aire. Un par 
de mujeres pálidas vestidas con ropa de verano se detuvieron en una de las zonas 
iluminadas mientras las estaba observando, y su piel, como si fuera un prisma, arrojó 
un chisporroteo multicolor sobre las paredes de color siena. 
Todos aquellos rostros agraciados se volvieron hacia nuestro grupo en cuanto 
entramos en la habitación. La mayoría de los inmortales vestía pantalones y camisas 
que no llamaban la atención, prendas que no hubieran desentonado ahí fuera, en las 
calles, pero el hombre que habló primero lucía una larga túnica oscura como boca de 
lobo que llegaba hasta el suelo. Por un momento, llegué a creer que su melena de 
color negro azabache era la capucha de su capa. 
—¡Jane, querida, has vuelto! —gritó con evidente alegría. Su voz era apenas un 
tenue suspiro. 
Avanzó con tal ligereza de movimientos y tanta gracilidad que me quedé 
embobada, con la boca abierta. No se podía comparar ni siquiera con Alice, cuyos 
movimientos parecían los de una bailarina. 
Mi asombro fue aún mayor cuando flotó cerca de mí y le pude ver la cara. No se 
parecía a los rostros anormalmente atractivos que le rodeaban —el grupo entero se 
congregó a su alrededor cuando se aproximó; unos iban detrás, otros le precedían 
con la atención característica de los escoltas—. Tampoco fui capaz de determinar si 
su rostro era o no hermoso. Supuse que las facciones eran perfectas, pero se parecía 
tan poco a los vampiros que se alinearon detrás de él como ellos se asemejaban a mí. 
La piel era de un blanco traslúcido, similar al papel cebolla, y parecía muy delicada, 
lo cual contrastaba con la larga melena negra que le enmarcaba el rostro. Sentí el 
extraño y horripilante impulso de tocarle la mejilla para averiguar si su piel era más 
suave que la de Edward o la de Alice, o si su tacto se parecía al del polvo o al de la 
tiza. Tenía los ojos rojos, como los de quienes le rodeaban, pero turbios y empañados. 
Me pregunté si eso afectaría a su visión. 
Se deslizó junto a Jane y le tomó el rostro entre las manos apergaminadas. La 
besó suavemente en sus labios carnosos y luego levitó un paso hacia atrás. 
—Sí, maestro —Jane sonrió. Sus facciones parecieron las de una joven 
angelical—. Le he traído de regreso y con vida, como deseabas. 
—Ay, Jane. ¡Cuánto me conforta tenerte a mi lado! —él sonrió también. 
A continuación nos miró a nosotros y la sonrisa centelleó hasta convertirse en 
un gesto de euforia. 
—¡Y también has traído a Alice y Bella! —se regocijó y unió sus manos finas al 
dar una palmada—. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Maravilloso! 
Le miré fijamente, muy sorprendida de que pronunciara nuestros nombres de 
manera informal, como si fuéramos viejos conocidos que se habían dejado caer por 
allí en una visita sorpresa. 
Se volvió a nuestro descomunal escolta.
—Felix, sé bueno y avisa a mis hermanos de quiénes están aquí. Estoy seguro 
de que no se lo van a querer perder. 
—Sí, maestro —asintió Felix, que desapareció por el camino por el que había 
venido. 
—¿Lo ves, Edward? —el extraño vampiro se volvió y le sonrió como si fuera un 
abuelo venerable que estuviera soltando una reprimenda a su nieto—. ¿Qué te dije 
yo? ¿No te alegras de que te hayamos denegado tu petición de ayer? 
—Sí, Aro, lo celebro —admitió mientras apretaba con más fuerza el brazo con el 
que rodeaba mi cintura. 
—Me encantan los finales felices. Son tan escasos —Aro suspiró—. Eso sí, 
quiero que me contéis toda la historia. ¿Cómo ha sucedido esto, Alice? —volvió hacia 
ella los ojos empañados y llenos de curiosidad—. Tu hermano parecía creer que eras 
infalible, pero al parecer cometiste un error. 
—No, no, no soy infalible ni por asomo —mostró una sonrisa deslumbrante. 
Parecía estar en su salsa, excepto por el hecho de que  apretaba con fuerza los 
puños—. Como habéis podido comprobar hoy, a menudo causo más problemas de 
los que soluciono. 
—Eres demasiado modesta —la reprendió Aro—. He contemplado alguna de 
tus hazañas más sorprendentes y he de admitir que no había visto a nadie con un 
don como el tuyo. ¡Maravilloso! 
Alice lanzó una breve mirada a Edward que no pasó desapercibida para Aro. 
—Lo siento. No nos han presentado como es debido, ¿verdad? Es sólo que 
siento como si ya te conociera y tiendo a precipitarme. Tu hermano nos presentó ayer 
de una forma... peculiar. Ya ves, comparto un poco del talento de Edward, sólo que 
de forma más limitada que la suya. Aro habló con tono envidioso mientras agitaba la 
cabeza. 
—Pero exponencialmente es mucho más poderoso —agregó Edward con tono 
seco. Miró a Alice mientras le explicaba de forma sucinta—: Aro necesita del contacto 
físico para «oír» tus pensamientos, pero llega mucho más lejos que yo. Como sabes, 
sólo soy capaz de conocer lo que pasa por la cabeza de alguien en un momento dado, 
pero Aro «oye» cualquier pensamiento que esa persona haya podido tener. 
Alice enarcó sus delicadas cejas y Edward agachó la cabeza. 
Aro también se percató de ese gesto. 
—Pero ser capaz de oír a lo lejos... —Aro suspiró al tiempo que hacía un gesto 
hacia ellos dos, haciendo referencia al intercambio de pensamientos que acababa de 
producirse—. ¡Eso sí que sería práctico!
Aro miró más allá de las figuras de Edward y Alice. Todos los demás se 
volvieron en la misma dirección, incluso Jane, Alec y Demetri, que permanecían en 
silencio detrás de nosotros tres. 
Fui la más lenta en volverme. Felix había regresado y detrás de él, envueltos en 
túnicas negras, flotaban otros dos hombres. Sus rostros tenían también esa piel 
parecida al papel cebolla. 
El trío representado por el cuadro de Carlisle estaba completo, y sus integrantes 
no habían cambiado durante los trescientos años posteriores a la pintura del lienzo. 
—¡Marco, Cayo, mirad! —canturreó Aro—. Después de todo, Bella sigue viva y 
Alice se encuentra con ella. ¿No es maravilloso? 
A juzgar por el aspecto de sus rostros, ninguno de los dos interpelados hubiera 
elegido como primera opción el adjetivo «maravilloso». El hombre de pelo negro 
parecía terriblemente aburrido, como si hubiera presenciado demasiadas veces el 
entusiasmo de Aro a lo largo de tantos milenios. Debajo de una melena tan blanca 
como la nieve, el otro puso cara de pocos amigos. 
El desinterés de ambos no refrenó el júbilo de Aro,  que casi cantaba con voz 
liviana: 
—Conozcamos la historia. 
El antiguo vampiro de pelo blanco flotó y fue a la deriva hasta sentarse en uno 
de los tronos de madera. El otro se detuvo junto a Aro y le tendió la mano. Al 
principio, creía que lo hacía para que Aro se la tomara, pero se limitó a tocar la palma 
de la mano durante unos instantes y luego dejó caer la suya a un costado. Aro enarcó 
una de sus cejas, de color marrón oscuro. Me pregunté si su piel apergaminada no se 
arrugaría a causa del esfuerzo. 
Edward resopló sin hacer ruido y Alice le miró con curiosidad. 
—Gracias, Marco —dijo Aro—. Esto es muy interesante. 
Un segundo después comprendí que Marco le había permitido a Aro conocer 
sus pensamientos. 
Marco no parecía interesado. Se deslizó lejos de Aro para unirse al que debía de 
ser Cayo, sentado ya contra el muro. Los dos asistentes de los vampiros le siguieron 
de cerca; eran guardias, tal y como había supuesto antes. Pude ver que las dos  
mujeres con vestido de tirantes se habían acercado para permanecer junto a Cayo de 
igual modo. La simple idea de que un vampiro necesitara guardias se me antojaba 
realmente ridícula, pero tal vez los antiguos eran más frágiles, como sugería su piel. 
Aro siguió moviendo la cabeza al tiempo que decía: 
—Asombroso, realmente increíble. 
El rostro de Alice evidenciaba su descontento. Edward se volvió y de nuevo le 
facilitó una explicación rápida en voz baja: 
—Marco ve las relaciones y ha quedado sorprendido por la intensidad de las 
nuestras. 
Aro sonrió. 
—¡Qué práctico! —repitió para sí mismo. Luego, se dirigió a nosotros—: Puedo 
aseguraros que cuesta bastante sorprender a Marco. 
No tuve ninguna duda cuando miré el rostro mortecino de Marco. 
—Resulta difícil de comprender, eso es todo, incluso  ahora —Aro caviló 
mientras miraba el brazo de Edward en torno a mí. Me resultaba casi imposible 
seguir el caótico hilo de pensamientos del vampiro, pero me esforcé por 
conseguirlo—. ¿Cómo puedes permanecer tan cerca de ella de ese modo? 
—No sin esfuerzo —contestó Edward con calma. 
—Pero aun así... ¡La tua cantante! ¡Menudo derroche! 
Edward se rió sin ganas una vez. 
—Yo lo veo más como un precio a pagar. 
Aro se mantuvo escéptico. 
—Un precio muy alto. 
—Simple coste de oportunidad. 
Aro echó a reír. 
—No hubiera creído que el reclamo de la sangre de alguien pudiera ser tan 
fuerte de no haberla olido en tus recuerdos. Yo mismo nunca había sentido nada 
igual. La mayoría de nosotros vendería caro ese obsequio mientras que tú... 
—... lo derrocho —concluyó Edward, ahora con sarcasmo. 
Aro rió una vez más. 
—¡Ay, cómo echo de menos a mi amigo Carlisle! Me recuerdas a él, excepto que 
él no se irritaba tanto. 
—Carlisle me supera en muchas otras cosas. 
—Jamás pensé ver a nadie que superase a Carlisle en autocontrol, pero tú le 
haces palidecer. 
—En absoluto —Edward parecía impaciente, como si se hubiera cansado de los 
preliminares. Eso me asustó aún más. No podía evitar el imaginar lo que vendría a 
continuación. 
—Me congratulo por su éxito —Aro reflexionó—. Tus recuerdos de él 
constituyen un verdadero regalo para mí, aunque me han dejado estupefacto. Me 
sorprende que haya... Me complace que el éxito le haya sorprendido en el camino tan 
poco ortodoxo que eligió. Temía que se hubiera debilitado y gastado con el tiempo. 
Me hubiera mofado de su plan de encontrar a otros que  compartieran su peculiar  
visión, pero aun así, no sé por qué, me alegra haberme equivocado. 
Edward no le contestó. 
—Pero ¡vuestra  abstinencia...! —Aro suspiró—. No sabía que era posible tener 
tanta fuerza de voluntad. Habituaros a resistir el canto de las sirenas, no una vez, 
sino una y otra, y otra más... No lo hubiera creído de no haberlo visto por mí mismo. 
Edward contempló la admiración de Aro con rostro inexpresivo. Conocía muy 
bien esa expresión —el tiempo no había cambiado eso—, lo bastante para saber que 
algo se estaba cociendo bajo esa apariencia de tranquilidad. Hice un esfuerzo para 
mantener constante la respiración. 
—Sólo de recordar cuánto te atrae ella... —Aro rió entre dientes—. Me pone 
sediento. 
Edward se tensó. 
—No te inquietes —le tranquilizó Aro—. No tengo intención de hacerle daño, 
pero siento una enorme curiosidad sobre una cosa en particular —me miró con vivo 
interés—. ¿Puedo? —preguntó con avidez al tiempo que alzaba una mano. 
—Pregúntaselo a ella—sugirió Edward con voz monocorde. 
—¡Por supuesto, qué descortesía por mi parte! —exclamó Aro y, ahora 
dirigiéndose directamente a mí, continuó—: Bella, me fascina que seas la única 
excepción al impresionante don de Edward... Una cosa así me resulta de lo más 
interesante y, dado que nuestros talentos son tan similares en muchas cosas, me 
preguntaba si serías tan amable de permitirme hacer un intento para verificar si 
también eres una excepción para mí.
Alcé la vista para mirar a Edward, aterrorizada. Era consciente de no tener 
alternativa alguna a pesar de la amabilidad de Aro y me aterraba la idea de dejar que 
me tocara, pero aun así, contra toda lógica, sentía una gran curiosidad por tener la 
ocasión de tocar su extraña piel. 
Edward asintió para infundirme ánimo. No sabía si era porque él estaba 
convencido de que Aro no me iba a hacer daño o porque no quedaba otro remedio. 
Me volví hacia Aro y extendí la mano lentamente. Estaba temblando. 
Se deslizó para acercarse más. Me pareció que su expresión quería 
tranquilizarme, pero sus facciones apergaminadas eran demasiado extrañas, 
diferentes y amedrentadoras como para que me sosegara. Su  rostro demostraba 
mayor confianza en sí mismo que sus palabras. 
Aro alargó el brazo como si fuera a estrecharme la mano y rozó su piel de 
aspecto frágil con la mía. Era dura, la encontré áspera al tacto —se parecía más a la 
tiza que al granito— e incluso más fría de lo esperado. 
Sus ojos membranosos me observaron con alegría y me resultó imposible 
desviar la mirada. Me cautivaron de un modo extraño y poco grato. 
El rostro de Aro se alteró conforme me miraba. La seguridad se resquebrajó 
para convertirse primero en duda y luego en incredulidad antes de calmarse debajo 
de una máscara amistosa. 
—Pues sí, muy interesante —dijo mientras me soltaba la mano y retrocedía. 
Contemplé a Edward, y aunque su rostro era sereno, me pareció ver una chispa 
de petulancia. 
Aro continuó deslizándose con gesto pensativo. Permaneció quieto durante 
unos momentos mientras su vista oscilaba, mirándonos a los tres. Luego, de forma 
repentina, sacudió la cabeza y dijo para sus adentros: 
—Lo primero... Me pregunto si es inmune al resto de nuestros dones... ¿Jane, 
querida? 
—¡No! —gruñó Edward. Alice le contuvo agarrándole por el brazo con una 
mano, pero él se la sacudió de encima. 
La menuda Jane dedicó una sonrisa de felicidad a Aro.
—-¿Sí, maestro? 
Ahora Edward gruñía de verdad. Emitió un sonido desgarrado y violento 
mientras lanzaba a Aro una mirada torva. Nadie se movía en la habitación. Todos los 
presentes le miraban con incredulidad y sorpresa, como si hubiera cometido una 
vergonzosa metedura de pata. Aro le miró una vez y se quedó inmóvil mientras su 
ancha sonrisa se convertía en una expresión malhumorada.
Luego se dirigió a Jane. 
—Me preguntaba, querida, si Bella es inmune a ti.
Los rabiosos gruñidos de Edward apenas me permitían oír las palabras de Aro. 
Edward me soltó y se puso delante de mí para esconderme de la vista de ambos. 
Cayo, seguido por su séquito, se acercó a nosotros tan  silenciosamente como un 
espectro para observar. 
Jane se volvió hacia nosotros con una sonrisa beatífica en los labios. 
—¡No! —chilló Alice cuando Edward se lanzó contra la joven. 
Antes de que yo fuera capaz de reaccionar, de que alguien se interpusiera entre 
ellos o de que los escoltas de Aro pudieran moverse, Edward dio con sus huesos en 
el suelo. 
Nadie le había tocado, pero se hallaba en el enlosado y se retorcía con dolores 
manifiestos ante mi mirada de espanto. 
Ahora Jane le sonreía sólo a él, y de pronto encajaron  todas las piezas del 
puzzle, lo que había dicho Alice sobre sus dones formidables, la razón por la que 
todos trataban a Jane con semejante deferencia y por qué  Edward se había 
interpuesto voluntariamente en su camino antes de que ella pudiera hacer eso 
conmigo. 
—¡Parad! —grité. 
Mi voz resonó en el silencio y me lancé hacia delante de un salto para 
interponerme entre ellos, pero Alice me rodeó con sus brazos en una presa 
insuperable e ignoró mi forcejeo. No escapó sonido alguno de los labios de Edward 
mientras le aplastaban contra las piedras. Me pareció que me iba a estallar de dolor la 
cabeza al contemplar semejante escena. 
—Jane —la llamó Aro con voz tranquila. 
La joven alzó la vista enseguida, aún sonriendo de placer, y le interrogó con la 
mirada. Edward se quedó inmóvil en cuando Jane dejó de mirarle. 
Aro me señaló con un asentimiento de cabeza. 
Jane volvió hacia mí su sonrisa. 
Ni siquiera le sostuve la mirada. Observé a Edward desde  la cárcel de los 
brazos de Alice, donde seguía debatiéndome en vano. 
—Se encuentra bien —me susurró Alice con voz tensa, y apenas hubo 
terminado de hablar, Edward se incorporó. Nuestras miradas se encontraron. Sus 
ojos estaban horrorizados. Al principio, pensé que el pánico se debía al dolor que 
acababa de padecer, pero entonces miró rápidamente a Jane y luego a mí, y su rostro 
se relajó de alivio. 
También yo observé a Jane, que había dejado de sonreír y me taladraba con la 
mirada. Apretaba los dientes mientras se concentraba en mí. Retrocedí, esperando 
sentir el dolor... 
... pero no sucedió nada. 
Edward volvía a estar a mi lado. Tocó el brazo de Alice y ella me entregó a él. 
Aro soltó una risotada. 
—Ja, ja, ja —rió entre dientes—. Has sido muy valeroso, Edward, al soportarlo 
en silencio. En una ocasión, sólo por curiosidad, le pedí a Jane que me lo hiciera a 
mí... 
Sacudió la cabeza con gesto admirado. 
Edward le fulminó con la mirada, disgustado. Aro suspiró. 
—¿Qué vamos a hacer con vosotros? 
Edward y Alice se envararon. Aquélla era la parte que habían estado 
esperando. Me eché a temblar. 
—Supongo que no existe posibilidad alguna de que hayas cambiado de parecer, 
¿verdad? —le preguntó Aro, expectante, a Edward—. Tu don sería una excelente 
adquisición para nuestro pequeño grupo. 
Edward vaciló. Vi hacer muecas a Felix y a Jane con el rabillo del ojo. Edward 
pareció sopesar cada palabra antes de pronunciarla: 
—Preferiría... no... hacerlo. 
—¿Y tú, Alice? —inquirió Aro, aún expectante—. ¿Estarías tal vez interesada en 
unirte a nosotros? 
—No, gracias —dijo Alice. 
—¿Y tú, Bella? 
Aro enarcó las cejas. Le miré fijamente con rostro inexpresivo mientras Edward 
siseaba en mi oído en voz baja. ¿Bromeaba o de verdad me preguntaba si quería 
quedarme para la cena? 
Fue Cayo, el vampiro de pelo blanco, quien rompió el silencio. 
—¿Qué? —inquirió Cayo a Aro. La voz de aquél, a pesar de no ser más que un 
susurro, era rotunda. 
—Cayo, tienes que advertir el potencial, sin duda —le censuró con afecto—. No 
he visto un diamante en bruto tan prometedor desde que encontramos a Jane y Alec. 
¿Imaginas las posibilidades cuando sea uno de los nuestros? 
Cayo desvió la mirada con mordacidad. Jane echó chispas por los ojos, 
indignada por la comparación. 
A mi lado, Edward estaba que bufaba. Podía oír un ruido sordo en su pecho, un 
ruido que estaba a punto de convertirse en un bramido. No debía permitir que su 
temperamento le perjudicara. 
—No, gracias —dije lo que pensaba en apenas un susurro, ya que el pánico me 
quebró la voz. 
Aro suspiró una vez más. 
—Una verdadera lástima... ¡Qué despilfarro! 
—Unirse o morir, ¿no es eso? —masculló Edward. Sospeché algo así cuando 
nos condujeron a esta estancia—. ¡Pues vaya leyes las vuestras! 
—Por supuesto que no —Aro parpadeó atónito—. Edward, ya nos habíamos 
reunido aquí para esperar a Heidi, no a ti. 
—Aro —bisbiseó Cayo—, la ley los reclama. 
Edward miró fijamente a Cayo e inquirió: 
—¿Y cómo es eso? 
Él ya debía de saber lo que Cayo tenía en mente, pero parecía decidido a hacerle 
hablar en voz alta. 
Cayo me señaló con un dedo esquelético. 
—Sabe demasiado. Has desvelado nuestros secretos —espetó  con voz 
apergaminada, como su piel. 
—Aquí, en vuestra charada, también hay unos pocos humanos —le recordó 
Edward. Entonces me acordé de la guapa recepcionista del piso de abajo. 
El rostro de Cayo se crispó con una nueva expresión. ¿Se suponía que eso era 
una sonrisa? 
—Sí —admitió—, pero nos sirven de alimento cuando dejan de sernos útiles. 
Ése no es tu plan para la chica. ¿Estás preparado para acabar con ella si traiciona 
nuestros secretos? Yo creo que no —se mofó. 
—No voy a... —empecé a protestar, aunque fuera entre susurros, pero Cayo me 
silenció con una gélida mirada. 
—Tampoco pretendes convertirla en uno de nosotros —prosiguió—, por 
consiguiente, ello nos hace vulnerables. Bien es cierto que, por esto, sólo habría que 
quitarle la vida a la chica. Puedes dejarla aquí si lo deseas. 
Edward le enseñó los colmillos. 
—Lo que pensaba —concluyó Cayo con algo muy similar a la satisfacción. Felix 
se inclinó hacia delante con avidez. 
—A menos que... —intervino Aro, que parecía muy contrariado por el giro que 
había tomado la conversación—. A menos que, ¿albergas el propósito de concederle 
la inmortalidad? 
Edward frunció los labios y vaciló durante unos instantes antes de responder: 
—¿Y qué pasa si lo hago? 
Aro sonrió, feliz de nuevo. 
—Vaya, en ese caso serías libre de volver a casa y darle  a mi amigo Carlisle 
recuerdos de mi parte —su expresión se volvió más dubitativa—. Pero me temo que 
tendrías que decirlo en serio y comprometerte. 
Aro alzó la mano delante de Edward. 
Cayo, que había empezado a poner cara de pocos amigos, se relajó. 
Edward frunció los labios con rabia hasta convertirlos  en una línea. Me miró 
fijamente a los ojos y yo a él. 
—Hazlo —susurré—, por favor. 
¿Era en verdad una idea tan detestable? ¿Prefería él morir antes que 
transformarme? Me sentí como si me hubieran propinado una patada en el 
estómago. 
Edward me miró con expresión torturada. 
Entonces, Alice se alejó de nuestro lado y se dirigió hacia Aro. Nos volvimos a 
mirarla. Ella había levantado la mano igual que el vampiro. 
Alice no dijo nada y Aro despachó a su guardia cuando acudieron a impedir 
que se acercara. Aro se reunió con ella a mitad de camino y le tomó la mano con un 
destello ávido y codicioso en los ojos. 
Inclinó la cabeza hacia las manos de ambos, que se tocaban, y cerró los ojos 
mientras se concentraba. Alice permaneció inmóvil y con el rostro inexpresivo. Oí 
cómo Edward chasqueaba los dientes. 
Nadie se movió. Aro parecía haberse quedado allí clavado encima de la mano 
de Alice. Me fui poniendo más y más tensa conforme pasaban los segundos, 
preguntándome cuánto tiempo iba a pasar antes de que fuera demasiado tiempo, antes 
de que significara que algo iba mal, peor todavía de lo que ya iba. 
Transcurrió otro momento agónico y entonces la voz de Aro rompió el silencio. 
—Ja, ja, ja —rió, aún con la cabeza vencida hacia delante. Lentamente alzó los 
ojos, que relucían de entusiasmo—. ¡Eso ha sido fascinante!
—Me alegra que lo hayas disfrutado. 
—Ver las mismas cosas que tú ves, ¡sobre todo las que aún no han sucedido! —
sacudió la cabeza, maravillado. 
—Pero eso está por suceder —le recordó Alice con voz tranquila. 
—Sí, sí, está bastante definido. No hay problema, por supuesto. 
Cayo parecía amargamente desencantado, un sentimiento que al parecer 
compartía con Felix y Jane. 
—Aro —se quejó Cayo. 
—¡Tranquilízate, querido Cayo! —Aro sonreía—. ¡Piensa en las posibilidades! 
Ellos no se van a unir a nosotros hoy, pero siempre existe la esperanza de que ocurra 
en el futuro. Imagina la dicha que aportaría sólo la joven Alice a nuestra pequeña 
comunidad... Además, siento una terrible curiosidad por ver ¡cómo entra en acción 
Bella! 
Aro parecía convencido. ¿Acaso no comprendía lo subjetivas que eran las 
visiones de Alice, que lo que veía sobre mi transformación hoy podía cambiar 
mañana? Un millón de ínfimas decisiones, las de Alice y otros muchos —también las 
de Edward— podían cambiar su camino y, con eso, el futuro. 
¿Importaba que ella estuviera realmente dispuesta? ¿Supondría alguna 
diferencia que yo me convirtiera en vampiro si la idea resultaba tan repulsiva a  
Edward que consideraba la muerte como una alternativa mejor que tenerme a su 
lado para siempre, como una molestia inmortal? Aterrada como estaba, sentí que me 
hundía en el abatimiento, que me ahogaba en él... 
—En tal caso, ¿somos libres de irnos ahora? —preguntó Edward sin alterar la 
voz. 
—Sí, sí —contestó Aro en tono agradable—, pero, por favor, visitadnos de 
nuevo. ¡Ha sido absolutamente apasionante! 
—Nosotros también os visitaremos para cerciorarnos de que la habéis 
transformado en uno de los nuestros —prometió Cayo, que de pronto tenía los ojos 
entrecerrados como la mirada soñolienta de un lagarto con pesados párpados—. Si 
yo estuviera en vuestro lugar, no lo demoraría demasiado. No ofrecemos segundas 
oportunidades. 
La mandíbula de Edward se tensó, pero asintió una sola vez. 
Cayo esbozó una sonrisita de suficiencia y se deslizó hacia donde Marco 
permanecía sentado, inmóvil e indiferente. 
Felix gimió. 
—Ah, Felix, paciencia —Aro sonrió divertido—. Heidi estará aquí de un 
momento a otro. 
—Mmm —la voz de Edward tenía un tono incisivo—. En tal caso, quizá 
convendría que nos marcháramos cuanto antes. 
—Sí —coincidió Aro—. Es una buena idea. Los accidentes ocurren. Por favor, si 
no os importa, esperad abajo hasta que se haga de noche. 
—Por supuesto —aceptó Edward mientras yo me acongojaba ante la 
perspectiva de esperar al final del día antes de poder escapar. 
—Y toma —agregó Aro, dirigiéndose a Felix con un dedo. Éste avanzó de 
inmediato. Aro desabrochó la capa gris que llevaba el enorme vampiro, se la quitó de 
los hombros y se la lanzó a Edward—. Llévate ésta. Llamas un poco la atención. 
Edward se puso la carga capa, pero no se subió la capucha. 
Aro suspiró. —Te sienta bien. 
Edward rió entre dientes, pero después de lanzar una mirada hacia atrás, calló 
repentinamente. 
—Gracias, Aro. Esperaremos abajo. 
—Adiós, mis jóvenes amigos —contestó Aro, a quien le centellearon los ojos 
cuando miró en la misma dirección. 
—Vámonos —nos instó Edward con apremio. 
Demetri nos indicó mediante gestos que le siguiéramos, y nos fuimos por 
donde habíamos venido, que, a juzgar por las apariencias, debía de ser la única 
salida. 
Edward me arrastró a su lado enseguida. Alice se situó al otro costado con 
gesto severo. 
—Tendríamos que haber salido antes —murmuró. 
Alcé los ojos para mirarla, pero sólo parecía disgustada. Fue entonces cuando 
distinguí el murmullo de voces —voces ásperas y enérgicas— procedentes de la  
antecámara. 
—Vaya, esto es inusual —dijo un hombre con voz resonante. 
—Y tan medieval —respondió efusivamente una voz femenina desagradable y 
estridente. 
Un gentío estaba cruzando la portezuela hasta atestar la pequeña estancia de 
piedra. Demetri nos indicó mediante señas que dejáramos paso. Pegamos la espalda 
contra el muro helado para permitirles cruzar. 
La pareja que encabezaba el grupo, americanos a juzgar por el acento, miraban 
a su alrededor y evaluaban cuanto veían. Otros estudiaban el marco como simples 
turistas. Unos pocos tomaron fotografías. Los demás parecían desconcertados, como 
si la historia que les hubiera conducido hasta aquella habitación hubiera dejado de 
tener sentido. Me fijé en una mujer menuda de tez oscura. Llevaba un rosario 
alrededor del cuello y sujetaba con fuerza la cruz que llevaba en la mano. Caminaba 
más despacio que los demás. De vez en cuando tocaba a alguien y le preguntaba algo 
en un idioma desconocido. Nadie parecía comprenderla y  el pánico de su voz 
aumentaba sin cesar. 
Edward me atrajo y puso mi rostro contra su pecho, pero ya era tarde. Lo había 
comprendido. 
Me arrastró a toda prisa en dirección a la puerta en cuanto hubo el más mínimo 
resquicio. Yo noté la expresión horrorizada de mis facciones y cómo los ojos se me 
iban llenando de lágrimas. 
La ampulosa entrada estaba en silencio a excepción de una mujer guapísima de 
figura escultural. Nos miró con curiosidad, sobre todo a mí. 
—Bienvenida a casa, Heidi —la saludó Demetri a nuestras espaldas. 
Ella sonrió con aire ausente. Me recordó a Rosalie, aunque no se parecieran en 
nada, porque también poseía una belleza excepcional e inolvidable. No era capaz de 
quitarle los ojos de encima. 
Heidi vestía para realzar su belleza. La más pequeña de las minifaldas dejaba al 
descubierto unas piernas sorprendentemente esbeltas,  cuya piel blanca quedaba 
oscurecida por las medias. Llevaba un top de mangas largas  y cuello alto, pero 
extremadamente ceñido al cuerpo, de vinilo rojo. Su melena de color caoba era 
lustrosa y tenía en los ojos una tonalidad violeta muy extraña, el color que podría 
resultar al poner unas lentes de contacto azules sobre una pupila de color rojo. 
—Demetri —respondió con voz sedosa mientras sus ojos iban de mi rostro a la 
capa gris de Edward. 
—Buena pesca —la felicitó el aludido, y de pronto comprendí la finalidad del 
llamativo atuendo que lucía. No sólo era la pescadora, sino también el cebo. 
—Gracias —exhibió una sonrisa apabullante—. ¿No vienes? 
—En un minuto. Guárdame algunos. 
Heidi asintió y se agachó para atravesar la puerta después de dirigirme una 
última mirada de curiosidad. 
Edward marcó un paso que me obligaba a ir corriendo para no rezagarme, pero 
a pesar de todo no pudimos cruzar la ornamentada puerta que  había al final del 
corredor antes de que comenzaran los gritos. 

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