Nos hallábamos en un corredor de apariencia normal e intensamente
iluminado. Las paredes eran de color hueso y el suelo estaba cubierto por alfombras
de un gris artificial. Unas luces fluorescentes rectangulares de aspecto corriente
jalonaban con regularidad el techo. Agradecí mucho que allí hiciera más calor. Aquel
pasillo resultaba muy acogedor después de la penumbra de las siniestras alcantarillas
de piedra.
Edward no parecía estar de acuerdo con mi valoración. Lanzó una mirada
fulminante y sombría hacia la menuda figura envuelta por un velo de oscuridad que
permanecía al final del largo corredor, junto al ascensor.
Tiró de mí para hacerme avanzar y Alice caminó junto a mí, al otro lado. La
puerta gruesa crujió al cerrarse de un portazo detrás de nosotros, y luego se oyó el
ruido sordo de un cerrojo que se deslizaba de vuelta a su posición.
Jane nos esperaba en el ascensor con gesto de indiferencia e impedía con una
mano que se cerrasen las puertas.
Los tres vampiros de la familia de los Vulturis se relajaron más cuando
estuvimos dentro del ascensor. Echaron hacia atrás las capas y dejaron que las
capuchas cayeran. Felix y Demetri eran de tez ligeramente olivácea, lo que,
combinado con su palidez terrosa, les confería una extraña apariencia. Felix tenía el
pelo muy corto, mientras que a Demetri le caía en cascada sobre los hombros. El iris
de ambos era de un color carmesí intenso que se iba oscureciendo de forma
progresiva hasta acercarse a la pupila. Debajo de sus envolturas llevaban ropas
modernas, blancas y anodinas. Me acurruqué en una esquina y me mantuve
encogida junto a Edward, que me siguió acariciando el brazo con la mano, pero en
ningún momento apartó la mirada de Jane.
El viaje en ascensor fue breve. Salimos a una zona que tenía pinta de ser una
recepción bastante pija. Las paredes estaban revestidas de madera y los suelos
enmoquetados con gruesas alfombras de color verde oscuro. Cuadros enormes de la
campiña de la Toscana intensamente iluminados reemplazaban a las ventanas
inexistentes. Habían agrupado de forma muy conveniente sofás de cuero de color
claro y mesas relucientes encima de las cuales había jarrones de cristal llenos de
ramilletes de colores vívidos. El olor de las flores me recordó al de una casa de
pompas fúnebres.
Había un mostrador alto de caoba pulida en el centro de la habitación. Miré
atónita a la mujer que había detrás.
Era alta, de tez oscura y ojos verdes. Hubiera sido muy hermosa en cualquier
otra compañía, pero no allí, ya que era tan humana de los pies a la cabeza como yo.
No comprendía qué pintaba allí una mujer, rodeada de vampiros y a sus anchas.
Esbozó una amable sonrisa de bienvenida.
—Buenas tardes, Jane —dijo.
Su rostro no denotó sorpresa alguna cuando echó un vistazo a los
acompañantes de Jane, ni a Edward, cuyo pecho desnudo centelleaba tenuemente
con destellos blancos, ni siquiera a mí, con el pelo alborotado y de aspecto horrendo
en comparación con los demás.
Jane asintió.
—Gianna.
Luego prosiguió hacia un conjunto de puertas de doble hoja situado en la parte
posterior de la habitación, y la seguimos.
Felix le guiñó el ojo a Gianna al pasar junto al escritorio y ella soltó una risita
tonta.
Nos aguardaba otro tipo de recepción muy diferente al otro lado de las puertas
de madera. El joven pálido de traje gris perla podía haber pasado por el gemelo de
Jane. Tenía el pelo más oscuro y los labios no eran tan carnosos, pero resultaba igual
de encantador. Se acercó a nuestro encuentro, sonrió y le tendió la mano a ella.
—Jane...
—Alec —repuso ella mientras abrazaba al joven. Intercambiaron sendos besos
en las mejillas y luego nos miraron a nosotros.
—Te enviaron en busca de uno y vuelves con dos... y medio —rectificó al
reparar en mí—. Buen trabajo.
Ella rompió a reír. El sonido era chispeante de puro gozo, similar al arrullo de
un bebé.
—Bienvenido de nuevo, Edward —le saludó Alec—. Pareces de mucho mejor
humor.
—Ligeramente —admitió Edward con voz monocorde.
Contemplé de refilón el rostro severo de Edward y me pregunté si antes podía
haber estado de peor humor. Alec rió entre dientes mientras yo me pegaba a su lado.
—¿Y ésta es la causante de todo el problema? —preguntó con incredulidad.
Edward se limitó a sonreír con expresión desdeñosa. Después, se le heló la
sonrisa en los labios.
—¡Me la pido primero! —intervino Felix con suma tranquilidad desde detrás.
Edward se revolvió mientras en lo más profundo de su pecho resonaba un
gruñido tenue. Felix sonrió. Su mano estaba levantada, con la palma hacia arriba.
Curvó sus dedos dos veces, invitando a Edward a iniciar una pelea.
Alice rozó el brazo de Edward.
—Paciencia —le advirtió.
Intercambiaron una larga mirada y yo deseé poder oír lo que ella le estaba
diciendo. Supuse que era todo lo que podían hacer sin atacar a Felix, ya que luego
respiró hondo y se volvió hacia Alec, que, como si no hubiera pasado nada, dijo:
—Aro se alegrará de volver a verte.
—No le hagamos esperar —sugirió Jane.
Edward asintió una vez.
Alec y Jane se tomaron de la mano y abrieron el camino por otro corredor
amplio y ornamentado... ¿Se acabarían alguna vez?
Ignoraron las puertas del fondo —totalmente revestidas de oro— y se
detuvieron a mitad del pasillo para desplazar uno de los paneles y poner al
descubierto una sencilla puerta de madera que no estaba cerrada con llave. Alec la
mantuvo abierta para que la cruzara Jane.
Quise protestar cuando Edward me «ayudó» a pasar al otro lado de la puerta.
Se trataba de un lugar con la misma piedra antigua de la plaza, el callejón y las
alcantarillas. Todo estaba frío y oscuro otra vez.
La antecámara de piedra no era grande. Enseguida desembocaba en una
estancia enorme, tenebrosa —aunque más iluminada— y totalmente redonda, como
la torreta de un gran castillo, que es lo que debía de ser con toda probabilidad. A dos
niveles del suelo, las rendijas de un ventanal proyectaban en el piso de piedra haces
de luminosidad diurna que dibujaban rectángulos de líneas finas. No había luz
artificial. El único mobiliario de la habitación consistía en varios sitiales de madera
maciza similares a tronos; estaban colocados de forma dispar, adaptándose a la
curvatura de los muros de piedra. Había otro sumidero en el mismo centro del
círculo, dentro de una zona ligeramente más baja. Me pregunté si lo usaban como
salida, igual que el agujero de la calle.
La habitación no se encontraba vacía. Había un puñado de personas
enfrascadas en lo que parecía una conversación informal. Hablaban en voz baja y con
calma, originando un murmullo que parecía un zumbido flotando en el aire. Un par
de mujeres pálidas vestidas con ropa de verano se detuvieron en una de las zonas
iluminadas mientras las estaba observando, y su piel, como si fuera un prisma, arrojó
un chisporroteo multicolor sobre las paredes de color siena.
Todos aquellos rostros agraciados se volvieron hacia nuestro grupo en cuanto
entramos en la habitación. La mayoría de los inmortales vestía pantalones y camisas
que no llamaban la atención, prendas que no hubieran desentonado ahí fuera, en las
calles, pero el hombre que habló primero lucía una larga túnica oscura como boca de
lobo que llegaba hasta el suelo. Por un momento, llegué a creer que su melena de
color negro azabache era la capucha de su capa.
—¡Jane, querida, has vuelto! —gritó con evidente alegría. Su voz era apenas un
tenue suspiro.
Avanzó con tal ligereza de movimientos y tanta gracilidad que me quedé
embobada, con la boca abierta. No se podía comparar ni siquiera con Alice, cuyos
movimientos parecían los de una bailarina.
Mi asombro fue aún mayor cuando flotó cerca de mí y le pude ver la cara. No se
parecía a los rostros anormalmente atractivos que le rodeaban —el grupo entero se
congregó a su alrededor cuando se aproximó; unos iban detrás, otros le precedían
con la atención característica de los escoltas—. Tampoco fui capaz de determinar si
su rostro era o no hermoso. Supuse que las facciones eran perfectas, pero se parecía
tan poco a los vampiros que se alinearon detrás de él como ellos se asemejaban a mí.
La piel era de un blanco traslúcido, similar al papel cebolla, y parecía muy delicada,
lo cual contrastaba con la larga melena negra que le enmarcaba el rostro. Sentí el
extraño y horripilante impulso de tocarle la mejilla para averiguar si su piel era más
suave que la de Edward o la de Alice, o si su tacto se parecía al del polvo o al de la
tiza. Tenía los ojos rojos, como los de quienes le rodeaban, pero turbios y empañados.
Me pregunté si eso afectaría a su visión.
Se deslizó junto a Jane y le tomó el rostro entre las manos apergaminadas. La
besó suavemente en sus labios carnosos y luego levitó un paso hacia atrás.
—Sí, maestro —Jane sonrió. Sus facciones parecieron las de una joven
angelical—. Le he traído de regreso y con vida, como deseabas.
—Ay, Jane. ¡Cuánto me conforta tenerte a mi lado! —él sonrió también.
A continuación nos miró a nosotros y la sonrisa centelleó hasta convertirse en
un gesto de euforia.
—¡Y también has traído a Alice y Bella! —se regocijó y unió sus manos finas al
dar una palmada—. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Maravilloso!
Le miré fijamente, muy sorprendida de que pronunciara nuestros nombres de
manera informal, como si fuéramos viejos conocidos que se habían dejado caer por
allí en una visita sorpresa.
Se volvió a nuestro descomunal escolta.
—Felix, sé bueno y avisa a mis hermanos de quiénes están aquí. Estoy seguro
de que no se lo van a querer perder.
—Sí, maestro —asintió Felix, que desapareció por el camino por el que había
venido.
—¿Lo ves, Edward? —el extraño vampiro se volvió y le sonrió como si fuera un
abuelo venerable que estuviera soltando una reprimenda a su nieto—. ¿Qué te dije
yo? ¿No te alegras de que te hayamos denegado tu petición de ayer?
—Sí, Aro, lo celebro —admitió mientras apretaba con más fuerza el brazo con el
que rodeaba mi cintura.
—Me encantan los finales felices. Son tan escasos —Aro suspiró—. Eso sí,
quiero que me contéis toda la historia. ¿Cómo ha sucedido esto, Alice? —volvió hacia
ella los ojos empañados y llenos de curiosidad—. Tu hermano parecía creer que eras
infalible, pero al parecer cometiste un error.
—No, no, no soy infalible ni por asomo —mostró una sonrisa deslumbrante.
Parecía estar en su salsa, excepto por el hecho de que apretaba con fuerza los
puños—. Como habéis podido comprobar hoy, a menudo causo más problemas de
los que soluciono.
—Eres demasiado modesta —la reprendió Aro—. He contemplado alguna de
tus hazañas más sorprendentes y he de admitir que no había visto a nadie con un
don como el tuyo. ¡Maravilloso!
Alice lanzó una breve mirada a Edward que no pasó desapercibida para Aro.
—Lo siento. No nos han presentado como es debido, ¿verdad? Es sólo que
siento como si ya te conociera y tiendo a precipitarme. Tu hermano nos presentó ayer
de una forma... peculiar. Ya ves, comparto un poco del talento de Edward, sólo que
de forma más limitada que la suya. Aro habló con tono envidioso mientras agitaba la
cabeza.
—Pero exponencialmente es mucho más poderoso —agregó Edward con tono
seco. Miró a Alice mientras le explicaba de forma sucinta—: Aro necesita del contacto
físico para «oír» tus pensamientos, pero llega mucho más lejos que yo. Como sabes,
sólo soy capaz de conocer lo que pasa por la cabeza de alguien en un momento dado,
pero Aro «oye» cualquier pensamiento que esa persona haya podido tener.
Alice enarcó sus delicadas cejas y Edward agachó la cabeza.
Aro también se percató de ese gesto.
—Pero ser capaz de oír a lo lejos... —Aro suspiró al tiempo que hacía un gesto
hacia ellos dos, haciendo referencia al intercambio de pensamientos que acababa de
producirse—. ¡Eso sí que sería práctico!
Aro miró más allá de las figuras de Edward y Alice. Todos los demás se
volvieron en la misma dirección, incluso Jane, Alec y Demetri, que permanecían en
silencio detrás de nosotros tres.
Fui la más lenta en volverme. Felix había regresado y detrás de él, envueltos en
túnicas negras, flotaban otros dos hombres. Sus rostros tenían también esa piel
parecida al papel cebolla.
El trío representado por el cuadro de Carlisle estaba completo, y sus integrantes
no habían cambiado durante los trescientos años posteriores a la pintura del lienzo.
—¡Marco, Cayo, mirad! —canturreó Aro—. Después de todo, Bella sigue viva y
Alice se encuentra con ella. ¿No es maravilloso?
A juzgar por el aspecto de sus rostros, ninguno de los dos interpelados hubiera
elegido como primera opción el adjetivo «maravilloso». El hombre de pelo negro
parecía terriblemente aburrido, como si hubiera presenciado demasiadas veces el
entusiasmo de Aro a lo largo de tantos milenios. Debajo de una melena tan blanca
como la nieve, el otro puso cara de pocos amigos.
El desinterés de ambos no refrenó el júbilo de Aro, que casi cantaba con voz
liviana:
—Conozcamos la historia.
El antiguo vampiro de pelo blanco flotó y fue a la deriva hasta sentarse en uno
de los tronos de madera. El otro se detuvo junto a Aro y le tendió la mano. Al
principio, creía que lo hacía para que Aro se la tomara, pero se limitó a tocar la palma
de la mano durante unos instantes y luego dejó caer la suya a un costado. Aro enarcó
una de sus cejas, de color marrón oscuro. Me pregunté si su piel apergaminada no se
arrugaría a causa del esfuerzo.
Edward resopló sin hacer ruido y Alice le miró con curiosidad.
—Gracias, Marco —dijo Aro—. Esto es muy interesante.
Un segundo después comprendí que Marco le había permitido a Aro conocer
sus pensamientos.
Marco no parecía interesado. Se deslizó lejos de Aro para unirse al que debía de
ser Cayo, sentado ya contra el muro. Los dos asistentes de los vampiros le siguieron
de cerca; eran guardias, tal y como había supuesto antes. Pude ver que las dos
mujeres con vestido de tirantes se habían acercado para permanecer junto a Cayo de
igual modo. La simple idea de que un vampiro necesitara guardias se me antojaba
realmente ridícula, pero tal vez los antiguos eran más frágiles, como sugería su piel.
Aro siguió moviendo la cabeza al tiempo que decía:
—Asombroso, realmente increíble.
El rostro de Alice evidenciaba su descontento. Edward se volvió y de nuevo le
facilitó una explicación rápida en voz baja:
—Marco ve las relaciones y ha quedado sorprendido por la intensidad de las
nuestras.
Aro sonrió.
—¡Qué práctico! —repitió para sí mismo. Luego, se dirigió a nosotros—: Puedo
aseguraros que cuesta bastante sorprender a Marco.
No tuve ninguna duda cuando miré el rostro mortecino de Marco.
—Resulta difícil de comprender, eso es todo, incluso ahora —Aro caviló
mientras miraba el brazo de Edward en torno a mí. Me resultaba casi imposible
seguir el caótico hilo de pensamientos del vampiro, pero me esforcé por
conseguirlo—. ¿Cómo puedes permanecer tan cerca de ella de ese modo?
—No sin esfuerzo —contestó Edward con calma.
—Pero aun así... ¡La tua cantante! ¡Menudo derroche!
Edward se rió sin ganas una vez.
—Yo lo veo más como un precio a pagar.
Aro se mantuvo escéptico.
—Un precio muy alto.
—Simple coste de oportunidad.
Aro echó a reír.
—No hubiera creído que el reclamo de la sangre de alguien pudiera ser tan
fuerte de no haberla olido en tus recuerdos. Yo mismo nunca había sentido nada
igual. La mayoría de nosotros vendería caro ese obsequio mientras que tú...
—... lo derrocho —concluyó Edward, ahora con sarcasmo.
Aro rió una vez más.
—¡Ay, cómo echo de menos a mi amigo Carlisle! Me recuerdas a él, excepto que
él no se irritaba tanto.
—Carlisle me supera en muchas otras cosas.
—Jamás pensé ver a nadie que superase a Carlisle en autocontrol, pero tú le
haces palidecer.
—En absoluto —Edward parecía impaciente, como si se hubiera cansado de los
preliminares. Eso me asustó aún más. No podía evitar el imaginar lo que vendría a
continuación.
—Me congratulo por su éxito —Aro reflexionó—. Tus recuerdos de él
constituyen un verdadero regalo para mí, aunque me han dejado estupefacto. Me
sorprende que haya... Me complace que el éxito le haya sorprendido en el camino tan
poco ortodoxo que eligió. Temía que se hubiera debilitado y gastado con el tiempo.
Me hubiera mofado de su plan de encontrar a otros que compartieran su peculiar
visión, pero aun así, no sé por qué, me alegra haberme equivocado.
Edward no le contestó.
—Pero ¡vuestra abstinencia...! —Aro suspiró—. No sabía que era posible tener
tanta fuerza de voluntad. Habituaros a resistir el canto de las sirenas, no una vez,
sino una y otra, y otra más... No lo hubiera creído de no haberlo visto por mí mismo.
Edward contempló la admiración de Aro con rostro inexpresivo. Conocía muy
bien esa expresión —el tiempo no había cambiado eso—, lo bastante para saber que
algo se estaba cociendo bajo esa apariencia de tranquilidad. Hice un esfuerzo para
mantener constante la respiración.
—Sólo de recordar cuánto te atrae ella... —Aro rió entre dientes—. Me pone
sediento.
Edward se tensó.
—No te inquietes —le tranquilizó Aro—. No tengo intención de hacerle daño,
pero siento una enorme curiosidad sobre una cosa en particular —me miró con vivo
interés—. ¿Puedo? —preguntó con avidez al tiempo que alzaba una mano.
—Pregúntaselo a ella—sugirió Edward con voz monocorde.
—¡Por supuesto, qué descortesía por mi parte! —exclamó Aro y, ahora
dirigiéndose directamente a mí, continuó—: Bella, me fascina que seas la única
excepción al impresionante don de Edward... Una cosa así me resulta de lo más
interesante y, dado que nuestros talentos son tan similares en muchas cosas, me
preguntaba si serías tan amable de permitirme hacer un intento para verificar si
también eres una excepción para mí.
Alcé la vista para mirar a Edward, aterrorizada. Era consciente de no tener
alternativa alguna a pesar de la amabilidad de Aro y me aterraba la idea de dejar que
me tocara, pero aun así, contra toda lógica, sentía una gran curiosidad por tener la
ocasión de tocar su extraña piel.
Edward asintió para infundirme ánimo. No sabía si era porque él estaba
convencido de que Aro no me iba a hacer daño o porque no quedaba otro remedio.
Me volví hacia Aro y extendí la mano lentamente. Estaba temblando.
Se deslizó para acercarse más. Me pareció que su expresión quería
tranquilizarme, pero sus facciones apergaminadas eran demasiado extrañas,
diferentes y amedrentadoras como para que me sosegara. Su rostro demostraba
mayor confianza en sí mismo que sus palabras.
Aro alargó el brazo como si fuera a estrecharme la mano y rozó su piel de
aspecto frágil con la mía. Era dura, la encontré áspera al tacto —se parecía más a la
tiza que al granito— e incluso más fría de lo esperado.
Sus ojos membranosos me observaron con alegría y me resultó imposible
desviar la mirada. Me cautivaron de un modo extraño y poco grato.
El rostro de Aro se alteró conforme me miraba. La seguridad se resquebrajó
para convertirse primero en duda y luego en incredulidad antes de calmarse debajo
de una máscara amistosa.
—Pues sí, muy interesante —dijo mientras me soltaba la mano y retrocedía.
Contemplé a Edward, y aunque su rostro era sereno, me pareció ver una chispa
de petulancia.
Aro continuó deslizándose con gesto pensativo. Permaneció quieto durante
unos momentos mientras su vista oscilaba, mirándonos a los tres. Luego, de forma
repentina, sacudió la cabeza y dijo para sus adentros:
—Lo primero... Me pregunto si es inmune al resto de nuestros dones... ¿Jane,
querida?
—¡No! —gruñó Edward. Alice le contuvo agarrándole por el brazo con una
mano, pero él se la sacudió de encima.
La menuda Jane dedicó una sonrisa de felicidad a Aro.
—-¿Sí, maestro?
Ahora Edward gruñía de verdad. Emitió un sonido desgarrado y violento
mientras lanzaba a Aro una mirada torva. Nadie se movía en la habitación. Todos los
presentes le miraban con incredulidad y sorpresa, como si hubiera cometido una
vergonzosa metedura de pata. Aro le miró una vez y se quedó inmóvil mientras su
ancha sonrisa se convertía en una expresión malhumorada.
Luego se dirigió a Jane.
—Me preguntaba, querida, si Bella es inmune a ti.
Los rabiosos gruñidos de Edward apenas me permitían oír las palabras de Aro.
Edward me soltó y se puso delante de mí para esconderme de la vista de ambos.
Cayo, seguido por su séquito, se acercó a nosotros tan silenciosamente como un
espectro para observar.
Jane se volvió hacia nosotros con una sonrisa beatífica en los labios.
—¡No! —chilló Alice cuando Edward se lanzó contra la joven.
Antes de que yo fuera capaz de reaccionar, de que alguien se interpusiera entre
ellos o de que los escoltas de Aro pudieran moverse, Edward dio con sus huesos en
el suelo.
Nadie le había tocado, pero se hallaba en el enlosado y se retorcía con dolores
manifiestos ante mi mirada de espanto.
Ahora Jane le sonreía sólo a él, y de pronto encajaron todas las piezas del
puzzle, lo que había dicho Alice sobre sus dones formidables, la razón por la que
todos trataban a Jane con semejante deferencia y por qué Edward se había
interpuesto voluntariamente en su camino antes de que ella pudiera hacer eso
conmigo.
—¡Parad! —grité.
Mi voz resonó en el silencio y me lancé hacia delante de un salto para
interponerme entre ellos, pero Alice me rodeó con sus brazos en una presa
insuperable e ignoró mi forcejeo. No escapó sonido alguno de los labios de Edward
mientras le aplastaban contra las piedras. Me pareció que me iba a estallar de dolor la
cabeza al contemplar semejante escena.
—Jane —la llamó Aro con voz tranquila.
La joven alzó la vista enseguida, aún sonriendo de placer, y le interrogó con la
mirada. Edward se quedó inmóvil en cuando Jane dejó de mirarle.
Aro me señaló con un asentimiento de cabeza.
Jane volvió hacia mí su sonrisa.
Ni siquiera le sostuve la mirada. Observé a Edward desde la cárcel de los
brazos de Alice, donde seguía debatiéndome en vano.
—Se encuentra bien —me susurró Alice con voz tensa, y apenas hubo
terminado de hablar, Edward se incorporó. Nuestras miradas se encontraron. Sus
ojos estaban horrorizados. Al principio, pensé que el pánico se debía al dolor que
acababa de padecer, pero entonces miró rápidamente a Jane y luego a mí, y su rostro
se relajó de alivio.
También yo observé a Jane, que había dejado de sonreír y me taladraba con la
mirada. Apretaba los dientes mientras se concentraba en mí. Retrocedí, esperando
sentir el dolor...
... pero no sucedió nada.
Edward volvía a estar a mi lado. Tocó el brazo de Alice y ella me entregó a él.
Aro soltó una risotada.
—Ja, ja, ja —rió entre dientes—. Has sido muy valeroso, Edward, al soportarlo
en silencio. En una ocasión, sólo por curiosidad, le pedí a Jane que me lo hiciera a
mí...
Sacudió la cabeza con gesto admirado.
Edward le fulminó con la mirada, disgustado. Aro suspiró.
—¿Qué vamos a hacer con vosotros?
Edward y Alice se envararon. Aquélla era la parte que habían estado
esperando. Me eché a temblar.
—Supongo que no existe posibilidad alguna de que hayas cambiado de parecer,
¿verdad? —le preguntó Aro, expectante, a Edward—. Tu don sería una excelente
adquisición para nuestro pequeño grupo.
Edward vaciló. Vi hacer muecas a Felix y a Jane con el rabillo del ojo. Edward
pareció sopesar cada palabra antes de pronunciarla:
—Preferiría... no... hacerlo.
—¿Y tú, Alice? —inquirió Aro, aún expectante—. ¿Estarías tal vez interesada en
unirte a nosotros?
—No, gracias —dijo Alice.
—¿Y tú, Bella?
Aro enarcó las cejas. Le miré fijamente con rostro inexpresivo mientras Edward
siseaba en mi oído en voz baja. ¿Bromeaba o de verdad me preguntaba si quería
quedarme para la cena?
Fue Cayo, el vampiro de pelo blanco, quien rompió el silencio.
—¿Qué? —inquirió Cayo a Aro. La voz de aquél, a pesar de no ser más que un
susurro, era rotunda.
—Cayo, tienes que advertir el potencial, sin duda —le censuró con afecto—. No
he visto un diamante en bruto tan prometedor desde que encontramos a Jane y Alec.
¿Imaginas las posibilidades cuando sea uno de los nuestros?
Cayo desvió la mirada con mordacidad. Jane echó chispas por los ojos,
indignada por la comparación.
A mi lado, Edward estaba que bufaba. Podía oír un ruido sordo en su pecho, un
ruido que estaba a punto de convertirse en un bramido. No debía permitir que su
temperamento le perjudicara.
—No, gracias —dije lo que pensaba en apenas un susurro, ya que el pánico me
quebró la voz.
Aro suspiró una vez más.
—Una verdadera lástima... ¡Qué despilfarro!
—Unirse o morir, ¿no es eso? —masculló Edward. Sospeché algo así cuando
nos condujeron a esta estancia—. ¡Pues vaya leyes las vuestras!
—Por supuesto que no —Aro parpadeó atónito—. Edward, ya nos habíamos
reunido aquí para esperar a Heidi, no a ti.
—Aro —bisbiseó Cayo—, la ley los reclama.
Edward miró fijamente a Cayo e inquirió:
—¿Y cómo es eso?
Él ya debía de saber lo que Cayo tenía en mente, pero parecía decidido a hacerle
hablar en voz alta.
Cayo me señaló con un dedo esquelético.
—Sabe demasiado. Has desvelado nuestros secretos —espetó con voz
apergaminada, como su piel.
—Aquí, en vuestra charada, también hay unos pocos humanos —le recordó
Edward. Entonces me acordé de la guapa recepcionista del piso de abajo.
El rostro de Cayo se crispó con una nueva expresión. ¿Se suponía que eso era
una sonrisa?
—Sí —admitió—, pero nos sirven de alimento cuando dejan de sernos útiles.
Ése no es tu plan para la chica. ¿Estás preparado para acabar con ella si traiciona
nuestros secretos? Yo creo que no —se mofó.
—No voy a... —empecé a protestar, aunque fuera entre susurros, pero Cayo me
silenció con una gélida mirada.
—Tampoco pretendes convertirla en uno de nosotros —prosiguió—, por
consiguiente, ello nos hace vulnerables. Bien es cierto que, por esto, sólo habría que
quitarle la vida a la chica. Puedes dejarla aquí si lo deseas.
Edward le enseñó los colmillos.
—Lo que pensaba —concluyó Cayo con algo muy similar a la satisfacción. Felix
se inclinó hacia delante con avidez.
—A menos que... —intervino Aro, que parecía muy contrariado por el giro que
había tomado la conversación—. A menos que, ¿albergas el propósito de concederle
la inmortalidad?
Edward frunció los labios y vaciló durante unos instantes antes de responder:
—¿Y qué pasa si lo hago?
Aro sonrió, feliz de nuevo.
—Vaya, en ese caso serías libre de volver a casa y darle a mi amigo Carlisle
recuerdos de mi parte —su expresión se volvió más dubitativa—. Pero me temo que
tendrías que decirlo en serio y comprometerte.
Aro alzó la mano delante de Edward.
Cayo, que había empezado a poner cara de pocos amigos, se relajó.
Edward frunció los labios con rabia hasta convertirlos en una línea. Me miró
fijamente a los ojos y yo a él.
—Hazlo —susurré—, por favor.
¿Era en verdad una idea tan detestable? ¿Prefería él morir antes que
transformarme? Me sentí como si me hubieran propinado una patada en el
estómago.
Edward me miró con expresión torturada.
Entonces, Alice se alejó de nuestro lado y se dirigió hacia Aro. Nos volvimos a
mirarla. Ella había levantado la mano igual que el vampiro.
Alice no dijo nada y Aro despachó a su guardia cuando acudieron a impedir
que se acercara. Aro se reunió con ella a mitad de camino y le tomó la mano con un
destello ávido y codicioso en los ojos.
Inclinó la cabeza hacia las manos de ambos, que se tocaban, y cerró los ojos
mientras se concentraba. Alice permaneció inmóvil y con el rostro inexpresivo. Oí
cómo Edward chasqueaba los dientes.
Nadie se movió. Aro parecía haberse quedado allí clavado encima de la mano
de Alice. Me fui poniendo más y más tensa conforme pasaban los segundos,
preguntándome cuánto tiempo iba a pasar antes de que fuera demasiado tiempo, antes
de que significara que algo iba mal, peor todavía de lo que ya iba.
Transcurrió otro momento agónico y entonces la voz de Aro rompió el silencio.
—Ja, ja, ja —rió, aún con la cabeza vencida hacia delante. Lentamente alzó los
ojos, que relucían de entusiasmo—. ¡Eso ha sido fascinante!
—Me alegra que lo hayas disfrutado.
—Ver las mismas cosas que tú ves, ¡sobre todo las que aún no han sucedido! —
sacudió la cabeza, maravillado.
—Pero eso está por suceder —le recordó Alice con voz tranquila.
—Sí, sí, está bastante definido. No hay problema, por supuesto.
Cayo parecía amargamente desencantado, un sentimiento que al parecer
compartía con Felix y Jane.
—Aro —se quejó Cayo.
—¡Tranquilízate, querido Cayo! —Aro sonreía—. ¡Piensa en las posibilidades!
Ellos no se van a unir a nosotros hoy, pero siempre existe la esperanza de que ocurra
en el futuro. Imagina la dicha que aportaría sólo la joven Alice a nuestra pequeña
comunidad... Además, siento una terrible curiosidad por ver ¡cómo entra en acción
Bella!
Aro parecía convencido. ¿Acaso no comprendía lo subjetivas que eran las
visiones de Alice, que lo que veía sobre mi transformación hoy podía cambiar
mañana? Un millón de ínfimas decisiones, las de Alice y otros muchos —también las
de Edward— podían cambiar su camino y, con eso, el futuro.
¿Importaba que ella estuviera realmente dispuesta? ¿Supondría alguna
diferencia que yo me convirtiera en vampiro si la idea resultaba tan repulsiva a
Edward que consideraba la muerte como una alternativa mejor que tenerme a su
lado para siempre, como una molestia inmortal? Aterrada como estaba, sentí que me
hundía en el abatimiento, que me ahogaba en él...
—En tal caso, ¿somos libres de irnos ahora? —preguntó Edward sin alterar la
voz.
—Sí, sí —contestó Aro en tono agradable—, pero, por favor, visitadnos de
nuevo. ¡Ha sido absolutamente apasionante!
—Nosotros también os visitaremos para cerciorarnos de que la habéis
transformado en uno de los nuestros —prometió Cayo, que de pronto tenía los ojos
entrecerrados como la mirada soñolienta de un lagarto con pesados párpados—. Si
yo estuviera en vuestro lugar, no lo demoraría demasiado. No ofrecemos segundas
oportunidades.
La mandíbula de Edward se tensó, pero asintió una sola vez.
Cayo esbozó una sonrisita de suficiencia y se deslizó hacia donde Marco
permanecía sentado, inmóvil e indiferente.
Felix gimió.
—Ah, Felix, paciencia —Aro sonrió divertido—. Heidi estará aquí de un
momento a otro.
—Mmm —la voz de Edward tenía un tono incisivo—. En tal caso, quizá
convendría que nos marcháramos cuanto antes.
—Sí —coincidió Aro—. Es una buena idea. Los accidentes ocurren. Por favor, si
no os importa, esperad abajo hasta que se haga de noche.
—Por supuesto —aceptó Edward mientras yo me acongojaba ante la
perspectiva de esperar al final del día antes de poder escapar.
—Y toma —agregó Aro, dirigiéndose a Felix con un dedo. Éste avanzó de
inmediato. Aro desabrochó la capa gris que llevaba el enorme vampiro, se la quitó de
los hombros y se la lanzó a Edward—. Llévate ésta. Llamas un poco la atención.
Edward se puso la carga capa, pero no se subió la capucha.
Aro suspiró. —Te sienta bien.
Edward rió entre dientes, pero después de lanzar una mirada hacia atrás, calló
repentinamente.
—Gracias, Aro. Esperaremos abajo.
—Adiós, mis jóvenes amigos —contestó Aro, a quien le centellearon los ojos
cuando miró en la misma dirección.
—Vámonos —nos instó Edward con apremio.
Demetri nos indicó mediante gestos que le siguiéramos, y nos fuimos por
donde habíamos venido, que, a juzgar por las apariencias, debía de ser la única
salida.
Edward me arrastró a su lado enseguida. Alice se situó al otro costado con
gesto severo.
—Tendríamos que haber salido antes —murmuró.
Alcé los ojos para mirarla, pero sólo parecía disgustada. Fue entonces cuando
distinguí el murmullo de voces —voces ásperas y enérgicas— procedentes de la
antecámara.
—Vaya, esto es inusual —dijo un hombre con voz resonante.
—Y tan medieval —respondió efusivamente una voz femenina desagradable y
estridente.
Un gentío estaba cruzando la portezuela hasta atestar la pequeña estancia de
piedra. Demetri nos indicó mediante señas que dejáramos paso. Pegamos la espalda
contra el muro helado para permitirles cruzar.
La pareja que encabezaba el grupo, americanos a juzgar por el acento, miraban
a su alrededor y evaluaban cuanto veían. Otros estudiaban el marco como simples
turistas. Unos pocos tomaron fotografías. Los demás parecían desconcertados, como
si la historia que les hubiera conducido hasta aquella habitación hubiera dejado de
tener sentido. Me fijé en una mujer menuda de tez oscura. Llevaba un rosario
alrededor del cuello y sujetaba con fuerza la cruz que llevaba en la mano. Caminaba
más despacio que los demás. De vez en cuando tocaba a alguien y le preguntaba algo
en un idioma desconocido. Nadie parecía comprenderla y el pánico de su voz
aumentaba sin cesar.
Edward me atrajo y puso mi rostro contra su pecho, pero ya era tarde. Lo había
comprendido.
Me arrastró a toda prisa en dirección a la puerta en cuanto hubo el más mínimo
resquicio. Yo noté la expresión horrorizada de mis facciones y cómo los ojos se me
iban llenando de lágrimas.
La ampulosa entrada estaba en silencio a excepción de una mujer guapísima de
figura escultural. Nos miró con curiosidad, sobre todo a mí.
—Bienvenida a casa, Heidi —la saludó Demetri a nuestras espaldas.
Ella sonrió con aire ausente. Me recordó a Rosalie, aunque no se parecieran en
nada, porque también poseía una belleza excepcional e inolvidable. No era capaz de
quitarle los ojos de encima.
Heidi vestía para realzar su belleza. La más pequeña de las minifaldas dejaba al
descubierto unas piernas sorprendentemente esbeltas, cuya piel blanca quedaba
oscurecida por las medias. Llevaba un top de mangas largas y cuello alto, pero
extremadamente ceñido al cuerpo, de vinilo rojo. Su melena de color caoba era
lustrosa y tenía en los ojos una tonalidad violeta muy extraña, el color que podría
resultar al poner unas lentes de contacto azules sobre una pupila de color rojo.
—Demetri —respondió con voz sedosa mientras sus ojos iban de mi rostro a la
capa gris de Edward.
—Buena pesca —la felicitó el aludido, y de pronto comprendí la finalidad del
llamativo atuendo que lucía. No sólo era la pescadora, sino también el cebo.
—Gracias —exhibió una sonrisa apabullante—. ¿No vienes?
—En un minuto. Guárdame algunos.
Heidi asintió y se agachó para atravesar la puerta después de dirigirme una
última mirada de curiosidad.
Edward marcó un paso que me obligaba a ir corriendo para no rezagarme, pero
a pesar de todo no pudimos cruzar la ornamentada puerta que había al final del
corredor antes de que comenzaran los gritos.
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