viernes, 16 de marzo de 2012

Luna Nueva ☾ Capítulo 21: El veredicto



Demetri nos condujo hasta la lujosa y alegre área de recepción. Gianna, la 
mujer, seguía en su puesto detrás del mostrador de caoba pulida. Unos altavoces 
ocultos llenaban la habitación con las notas nítidas de una pieza inocente. 
—No os vayáis hasta que oscurezca —nos previno Demetri.
Edward asintió con la cabeza y él se marchó precipitadamente poco después. 
Gianna observó la capa prestada de Edward con gesto astuto y especulativo. El 
cambio no pareció sorprenderle nada. 
—¿Os encontráis bien las dos? —preguntó Edward entre dientes lo bastante 
bajo para que no pudiera captarlo la recepcionista. Su voz sonaba ruda, si es que el 
terciopelo puede serlo, a causa de la ansiedad. Supuse que seguía tenso por la 
situación. 
—Será mejor que la sientes antes de que se desplome —aconsejó Alice—. Va a 
caerse a pedazos. 
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que temblaba de la cabeza a los 
pies, temblaba tanto que todo mi cuerpo vibraba hasta que al fin me castañetearon 
los dientes, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y se me nubló la vista. 
Durante un momento de delirio, me pregunté si era así como Jacob se sentía justo 
antes de transformarse en hombre lobo. 
Escuché un sonido discordante, como si estuvieran aserrando algo, un 
contrapunto extraño a la música de fondo que, por contraste, parecía risueña. El 
temblor me distraía lo justo para impedirme determinar la procedencia. 
—Silencio, Bella, calma —me pidió Edward conforme me guiaba hacia el sofá 
más alejado de la curiosa humana del mostrador. 
—Creo que se está poniendo histérica. Quizá deberías darle una bofetada —
sugirió Alice. 
Edward le lanzó una mirada desesperada. 
Entonces lo comprendí. Oh. El ruido era yo. El sonido similar al corte de una 
sierra eran los sollozos que salían de mi pecho. Eso era lo que me hacía temblar. 
—Todo va bien, estás a salvo, todo va bien —entonaba él una y otra vez. Me 
sentó en su regazo y me arropó con la gruesa capa de lana para protegerme de su 
piel fría. 
Sabía que ese tipo de reacción era una estupidez por mi parte. ¿Quién sabía 
cuánto tiempo me quedaba para poder mirar su rostro? Nos habíamos salvado y él 
podía dejarme en cuanto estuviéramos en libertad. Era un desperdicio, una locura, 
tener los ojos tan llenos de lágrimas que no pudiera verle las facciones con claridad. 
Pero era detrás de mis ojos donde se encontraba la imagen que las lágrimas no 
podían limpiar, donde veía el rostro aterrorizado de la mujer menuda del rosario. 
—Toda esa gente... —hipé. 
—Lo sé —susurró él. 
—Es horrible. 
—Sí, lo es. Habría deseado que no hubieras tenido que ser testigo de esto. 
Apoyé la cabeza sobre su pecho frío y me sequé los ojos con la gruesa capa. 
Respiré hondo varias veces mientras intentaba calmarme. 
—¿Necesitan algo? —preguntó una voz en tono educado. Era Gianna, que se 
inclinaba sobre el hombro de Edward con una mirada que intentaba mostrar 
empatía, una mirada profesional y cercana a la vez. Al parecer, no le preocupaba 
tener el rostro a centímetros de un vampiro hostil. O bien se encontraba en una total 
ignorancia o era muy buena en lo suyo. 
—No —contestó Edward con frialdad. 
Ella asintió, me sonrió y después desapareció. 
Esperé a que se hubiera alejado lo bastante como para que no pudiera 
escucharme. 
—¿Sabe ella lo que sucede aquí? —inquirí con voz baja y ronca. Empezaba a 
tranquilizarme y mi respiración se fue normalizando. 
—Sí, lo sabe todo —contestó Edward. 
—¿Sabe también que algún día pueden matarla? 
—Es consciente de que existe esa posibilidad —aquello me sorprendió. El rostro 
de Edward era inescrutable—. Alberga la esperanza de que decidan quedársela. 
Sentí que la sangre huía de mi rostro. 
—¿Quiere convertirse en una de ellos? 
Él asintió una vez y clavó los ojos en mi cara a la espera de mi reacción. 
Me estremecí. 
—¿Cómo puede querer  eso?—susurré más para mí misma que buscando 
realmente una respuesta—. ¿Cómo puede ver a esa gente desfilar al interior de esa 
habitación espantosa y querer formar parte de eso? 
Edward no contestó, pero su rostro se crispó en respuesta a algo que yo había 
dicho. 
De pronto, mientras examinaba su rostro tan hermoso e intentaba comprender 
el porqué de aquella crispación, me di cuenta de que, aunque fuera fugazmente, 
estaba de verdad en brazos de Edward y que no nos iban a matar, al menos por el 
momento. 
—Ay, Edward —se me empezaron a saltar las lágrimas  y  al poco también 
comencé a gimotear. 
Era una reacción estúpida. Las lágrimas eran demasiado gruesas para 
permitirme volver a verle la cara y eso era imperdonable. Con seguridad, sólo tenía 
de plazo hasta el crepúsculo; de nuevo como en un cuento de hadas, con límites 
después de los cuales acababa la magia. 
—¿Qué es lo que va mal? —me preguntó todavía lleno de ansiedad mientras 
me daba amables golpecitos en la espalda. 
Enlacé mis brazos alrededor de su cuello. ¿Qué era lo peor que él podía hacer? 
Sólo apartarme, así que me apretujé aún más cerca. 
—¿No es de locos sentirse feliz justo en este momento? —le pregunté. La voz se 
me quebró dos veces. 
Él no me apartó. Me apretó fuerte contra su pecho, tan duro como el hielo, tan 
fuerte que me costaba respirar, incluso ahora, con mis pulmones intactos. 
—Sé exactamente a qué te refieres —murmuró—, pero nos sobran razones para 
ser felices. La primera es que seguimos vivos. 
—Sí —convine—. Ésa es una excelente razón. 
—Y juntos —musitó. Su aliento era tan dulce que hizo que la cabeza me diera 
vueltas. 
Me limité a asentir, convencida de que él no concedía a esa afirmación la misma 
importancia que yo. 
—Y, con un poco de suerte, todavía estaremos vivos mañana. 
—Eso espero—dije con preocupación. 
—Las perspectivas son buenas —me aseguró Alice. Estaba tan quieta que casi 
habíamos olvidado su presencia—. Veré a Jasper en menos de veinticuatro horas —
añadió con satisfacción. 
Alice era afortunada. Ella podía confiar en su futuro. 
Yo no era capaz de apartar la mirada de Edward mucho rato. Le  observé 
fijamente, deseando más que nunca ese futuro que nunca ocurriría, que aquel 
momento durara para siempre o si no, que yo dejara de existir cuando acabara. 
Edward me devolvió la mirada, con sus suaves ojos oscuros y resultó fácil 
pretender que él sentía lo mismo. Y así lo hice. Me lo imaginé para que el momento 
tuviera un sabor más dulce. 
Recorrió mis ojeras con la punta de los dedos. 
—Pareces muy cansada. 
—Y tú sediento —le repliqué en un susurro mientras estudiaba las marcas 
moradas debajo de sus pupilas negras. 
Él se encogió de hombros. 
—No es nada. 
—¿Estás seguro? Puedo sentarme con Alice —le ofrecí, aunque a regañadientes; 
preferiría que me matara en ese instante antes que moverme un centímetro de donde 
estaba. 
—No seas ridícula —suspiró; su aliento dulce me acarició la cara—. Nunca he 
controlado más esa parte de mi naturaleza que en este momento. 
Tenía miles de preguntas para él. Una de ellas pugnaba por salir ahora de mis 
labios, pero me mordí la lengua. No quería echar a perder el momento, aunque fuera 
imperfecto, así, en una habitación que me ponía enferma, bajo la mirada de una 
mujer que deseaba convertirse en un monstruo. 
En sus brazos, era más que fácil fantasear con la idea de que él me amaba. No 
quería pensar sobre sus motivaciones en ese momento, máxime si estaba actuando de 
ese modo para mantenerme tranquila mientras continuara el peligro, o bien porque 
se sentía culpable de que yo estuviera allí y no deseaba sentirse responsable de mi 
muerte. Quizás el tiempo que habíamos pasado separados había bastado para que no 
le aburriera todavía, pero nada de esto importaba. Me sentía mucho más feliz 
fantaseando. 
Permanecí quieta en sus brazos, memorizando su rostro otra vez, 
engañándome... 
Me miraba como si él estuviera haciendo lo mismo aunque entretanto discutía 
con Alice sobre la mejor forma de volver a casa. Intercambiaban rápidos cuchicheos, 
y comprendí que actuaban así para que Gianna no pudiera entenderlos. Incluso yo, 
que estaba a su lado, me perdí la mitad de la conversación. Me dio la impresión de 
que el asunto iba a requerir algún robo más. Me pregunté con cierto desapego si el 
propietario del Porsche amarillo habría recuperado ya su coche. 
—¿Y qué era toda esa cháchara sobre cantantes? —preguntó  Alice en un 
momento determinado. 
—La tua cantante—señaló Edward. Su voz convirtió las palabras en música. 
—Sí, eso —afirmó Alice y yo me concentré por un momento. Ya puestos, 
también me preguntaba lo mismo. 
Sentí cómo Edward se encogía de hombros. 
—Ellos tienen un nombre para alguien que huele del modo que Bella huele para 
mí. La llaman «mi cantante», porque su sangre canta para mí. 
Alice se echó a reír. 
Estaba lo suficientemente agotada como para dormirme, pero luché contra el 
cansancio. No quería perderme ni un segundo del tiempo que pudiera pasar en su 
compañía. De vez en cuando, mientras hablaba con Alice, se inclinaba 
repentinamente y me besaba. Sus labios —suaves como el  vidrio pulido— me 
rozaban el pelo, la frente, la punta de la nariz. Cada beso era como si aplicara una 
descarga eléctrica a mi corazón, aletargado durante tanto tiempo. El sonido de sus 
latidos parecía llenar por completo la habitación. 
Era el paraíso, aunque estuviéramos en el mismo centro del infierno. 
Perdí la noción del tiempo por completo, por lo que me entró el pánico cuando 
los brazos de Edward se tensaron en torno a mí y él y Alice miraron al fondo de la 
habitación con gesto de preocupación. Me encogí contra el pecho de Edward al ver a 
Alec traspasar las puertas de doble hoja. Ahora, sus ojos eran de un vivido color rubí; 
a pesar del «almuerzo», no se le veía ni una mancha en la ropa. 
Eran buenas noticias. 
—Ahora, sois libres para marcharos —anunció con un tono tan cálido que 
cualquiera hubiera pensado que éramos amigos de toda la vida—. Lo único que os 
pedimos es que no permanezcáis en la ciudad. 
Edward no hizo amago de protestar; su voz era fría como el hielo. 
—Eso no es problema. 
Alec sonrió, asintió y desapareció de nuevo. 
—Al doblar la esquina, sigan el pasillo a la derecha hasta llegar a los primeros 
ascensores —nos indicó Gianna mientras Edward me ayudaba a ponerme en pie—. 
El vestíbulo y las salidas a la calle están dos pisos más abajo. Adiós, entonces —
añadió con amabilidad. Me pregunté si su competencia bastaría para salvarla. 
Alice le lanzó una mirada sombría. 
Me sentí aliviada al pensar que había otra salida al exterior; no estaba segura de 
poder soportar otro paseo por el subterráneo. 
Salimos por un lujoso vestíbulo decorado con gran gusto. Fui la única que 
volvió la vista atrás para contemplar el castillo medieval que albergaba la elaborada 
tapadera. Sentí un gran alivio al no divisar la torrecilla desde allí. 
Los festejos continuaban con todo su esplendor. Las farolas empezaban a 
encenderse mientras recorríamos a toda prisa las estrechas callejuelas adoquinadas. 
En lo alto, el cielo era de un gris mate que se iba desvaneciendo, pero la oscuridad 
era mayor en las calles dada la cercanía de los edificios entre sí. 
También la fiesta se volvía más oscura. La capa larga que arrastraba Edward no 
llamaba ahora la atención del modo que lo habría hecho en  una tarde normal en 
Volterra. Había otros que también llevaban capas de satén negro, y los colmillos de 
plástico que yo había visto llevar a los niños en la plaza parecían haberse vuelto muy 
populares entre los adultos. 
—Ridículo —masculló Edward en una ocasión. 
No me di cuenta del momento en que Alice desapareció  de mi lado. Miré 
alrededor para hacerle una pregunta, pero ya se había ido. 
—¿Dónde está Alice? —susurré llena de pánico. 
—Ha ido a recuperar vuestros bolsos de donde los escondió esta mañana. 
Se me había olvidado que podría usar mi cepillo de dientes. Esto mejoró mi 
ánimo de forma considerable. 
—Está robando otro coche, ¿no? —adiviné. 
Me dedicó una gran sonrisa. 
—No hasta que salgamos de Volterra. 
Parecía que quedaba un camino muy largo hasta la entrada. Edward se dio 
cuenta de que me hallaba al límite de mis fuerzas; me pasó el brazo por la cintura y 
soportó la mayor parte de mi peso mientras andábamos. 
Me estremecí cuando me guió a través de un arco de piedra oscura. Encima de 
nosotros había un enorme rastrillo antiguo. Parecía la puerta de una jaula a punto de 
caer delante de nosotros y dejarnos atrapados. 
Me llevó hasta un coche oscuro que esperaba en un charco de sombras a la 
derecha de la puerta, con el motor en marcha. Para mi sorpresa, se deslizó en el 
asiento trasero conmigo y no insistió en conducir él.
Alice habló en son de disculpa. 
—Lo siento —hizo un gesto vago hacia el salpicadero—. No había mucho 
donde escoger. 
—Está muy bien, Alice —sonrió ampliamente—. No todo van a ser Turbos 911. 
Ella suspiró. 
—Voy a tener que comprarme uno de ésos legalmente. Era fabuloso. 
—Te regalaré uno para Navidades —le prometió Edward.
Alice se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa resplandeciente, lo que me 
preocupó, ya que había empezado a acelerar por la ladera oscura y llena de curvas. 
—Amarillo —le dijo ella. 
Edward me mantuvo abrazada con fuerza. Me sentía calentita y cómoda dentro 
de la capa gris. Más que cómoda. 
—Ahora puedes dormirte, Bella —murmuró—, ya ha terminado todo. 
Sabía que se estaba refiriendo al peligro, a la pesadilla en la vieja ciudad, pero 
yo tuve que tragar saliva con fuerza antes de poderle contestar. 
—No quiero dormir. No estoy cansada. 
Sólo la segunda parte era mentira. No estaba dispuesta a  cerrar los ojos. El 
coche apenas estaba iluminado por los instrumentos de control del salpicadero, pero 
bastaba para que le viera el rostro. 
Presionó los labios contra el hueco que había debajo de mi oreja. 
—Inténtalo —me animó. 
Yo sacudí la cabeza. 
Suspiró. 
—Sigues igual de cabezota. 
Lo era. Luché para evitar que se cerraran mis pesados párpados y gané. 
La carretera oscura fue el peor tramo; luego, las luces brillantes del aeropuerto 
de Florencia me ayudaron a seguir despierta, y también el hecho de poder cepillarme 
los dientes y ponerme ropa limpia; Alice le compró ropa nueva a Edward y dejó la 
capa oscura en un montón de basura en un callejón. El vuelo a Roma era tan corto 
que no hubo oportunidad de que me venciera la fatiga. Me hice a la idea de que el de 
Roma a Atlanta sería harina de otro costal de todas todas, por eso le pregunté a la 
azafata de vuelo si podía traerme una Coca-Cola. 
—Bella... —me reconvino Edward, sabedor de mi poca tolerancia a la cafeína. 
Alice viajaba en el asiento de atrás. Podía oírle murmurar algo a Jasper por el 
móvil. 
—No quiero dormir —le recordé. Le di una excusa que resultaba creíble porque 
era cierta—. Veré cosas que no quiero ver si cierro ahora los ojos. Tendré pesadillas. 
No discutió conmigo después de eso. 
Podría haber sido un magnífico momento para charlar y obtener las respuestas 
que necesitaba. Las necesitaba, pero, en realidad, prefería no escucharlas. Me 
desesperaba simplemente el pensar lo que podría oír. Teníamos cierto tiempo por 
delante y él no podía escapar de mí en un avión, bueno, al menos, no con facilidad. 
Nadie podía escucharnos excepto Alice; era tarde y la mayoría de los pasajeros 
estaba apagando las luces y pidiendo almohadas en voz baja.  Charlar podría 
haberme ayudado a luchar contra el agotamiento. 
Pero, de forma perversa, me mordí la lengua para evitar el flujo de preguntas 
que me inundaban. Probablemente, me fallaba el razonamiento debido al cansancio 
extremo, pero esperaba comprar algunas horas más de su compañía  y  ganar otra 
noche más, al estilo de Sherezade, si posponía la discusión. 
Así que conseguí mantenerme despierta a base de beber  Coca-Cola y resistir 
incluso la necesidad de parpadear. Edward parecía estar perfectamente feliz 
teniéndome en sus brazos, con sus dedos recorriéndome el rostro una y otra vez. Yo 
también le toqué la cara. No podía parar, aunque temía que luego, cuando volviera a 
estar sola, eso me haría sufrir más. Continuó besándome el pelo, la frente, las 
muñecas... pero nunca los labios y eso estuvo bien. Después de todo, ¿de cuántas 
maneras se puede destrozar un corazón y esperar de él que continúe latiendo? En los 
últimos días había sobrevivido a un montón de cosas que deberían haber acabado 
conmigo, pero eso no me hacía sentirme más fuerte. Al  contrario, me notaba 
tremendamente frágil, como si una sola palabra pudiera hacerme pedazos. 
Edward no habló. Quizás albergaba la esperanza de que me durmiera. O quizá 
no tenía nada que decir. 
Salí triunfante en la lucha contra mis párpados pesados. Estaba despierta 
cuando llegamos al aeropuerto de Atlanta e incluso vimos el sol comenzando a 
alzarse sobre la cubierta nubosa de Seattle antes de que Edward cerrara el estor de la 
ventanilla. Me sentí orgullosa de mí misma. No me había perdido ni un solo minuto. 
Alice y Edward no se sorprendieron por la recepción que nos esperaba en el 
aeropuerto Sea-Tac, pero a mí me pilló con la guardia baja. Jasper fue el primero que 
divisé, aunque él no pareció verme a mí en absoluto. Sólo tenía ojos para Alice. Se 
acercó rápidamente a ella, aunque no se abrazaron como otras parejas que se habían 
encontrado allí. Se limitaron a mirarse a los ojos el uno al otro, y a pesar de todo, de 
algún modo, el momento fue tan íntimo que me hizo sentir la necesidad de mirar 
hacia otro lado. 
Carlisle y Esme esperaban en una esquina tranquila lejos  de la línea de los 
detectores de metales, a la sombra de un gran pilar. Esme se me acercó, abrazándome 
con fuerza y cierta dificultad, porque Edward aún mantenía sus brazos en torno a mí. 
—¡Cuánto te lo agradezco...! —me susurró al oído. 
Después, se arrojó en brazos de Edward y parecía como si estuviera llorando a 
pesar de que no era posible. 
—Nunca me hagas pasar por esto otra vez —casi le gruñó. 
Edward le dedicó una enorme sonrisa, arrepentido. 
—Lo siento, mamá. 
—Gracias, Bella —me dijo Carlisle—. Estamos en deuda contigo. 
—Para nada —murmuré. La noche en vela empezaba a pasarme factura. Sentía 
la cabeza desconectada del cuerpo. 
—Está más muerta que viva —reprendió Esme a Edward—. Llévala a casa. 
No sabía si era a casa adonde quería irme ahora; llegados a este punto, me 
tambaleé, medio ciega a través del aeropuerto, mientras Edward me sujetaba de un 
brazo y Esme por el otro. 
No estaba segura de si Alice y Jasper nos seguían o no, y me sentía demasiado 
exhausta para mirar. 
Creo que, aunque continuara andando, en realidad estaba dormida cuando 
llegamos al coche. La sorpresa de ver a Emmett y Rosalie apoyados contra el gran 
Sedán negro, bajo las luces tenues del aparcamiento, me recordó algo. Edward se  
envaró. 
—No lo hagas —susurró Esme—. Ella lo ha pasado fatal. 
—Qué menos —dijo Edward, sin hacer intento alguno de bajar la voz. 
—No ha sido culpa suya —intervine yo, con la voz pastosa por el agotamiento. 
—Déjala que se disculpe —suplicó Esme—. Nosotros iremos con Jasper y Alice. 
Edward fulminó con la mirada a aquella vampira rubia, absurdamente 
hermosa, que nos esperaba. 
—Por favor, Edward —le dije. No me apetecía viajar con Rosalie más que a él, 
pero yo había causado suficiente discordia ya en su familia. 
Él suspiró y me empujó hacia el coche. 
Emmett y Rosalie se deslizaron en los asientos delanteros sin decir una palabra, 
mientras Edward me acomodaba otra vez en la parte trasera.  Sabía que no iba a 
conseguir mantener abiertos los párpados mucho más tiempo, así que dejé caer la 
cabeza contra su pecho, derrotada, y permití que se cerraran. Sentí que el coche 
revivía con un ronroneo. 
—Edward —comenzó Rosalie. 
—Ya sé —el tono brusco de Edward no era nada generoso. 
—¿Bella? —me preguntó con suavidad. 
Mis párpados revolotearon abiertos de golpe. Era la primera vez que ella se 
dirigía a mí directamente. 
—¿Sí, Rosalie?—le pregunté, vacilante. 
—Lo siento muchísimo, Bella. Me he sentido fatal con todo esto y te agradezco 
un montón que hayas tenido el valor de ir y salvar a mi hermano después de todo lo 
que hice. Por favor, dime que me perdonas. 
Las palabras eran torpes, y sonaban forzadas por la vergüenza, pero parecían 
sinceras. 
—Por supuesto, Rosalie —mascullé, aferrándome a cualquier oportunidad que 
la hiciera odiarme un poco menos—. No ha sido culpa tuya  en absoluto. Fui yo la 
que saltó del maldito acantilado. Claro que te perdono. 
El discurso me salió de una sensiblería bastante empalagosa. 
—No vale hasta que recupere la conciencia, Rose —se burló Edward. 
—Estoy consciente —repliqué; sólo que sonó como un suspiro incomprensible. 
—Déjala dormir —insistió Edward, pero ahora su voz se volvió un poco más 
cálida. 
Todo quedó en silencio, a excepción del suave ronroneo del motor. Debí de 
quedarme dormida, porque me pareció que sólo habían pasado unos segundos 
cuando la puerta se abrió y Edward me sacó del coche. No podía abrir los ojos. Al 
principio, pensé que todavía estábamos en el aeropuerto. 
Y entonces escuché a Charlie. 
—¡Bella! —gritó a lo lejos. 
—Charlie —murmuré, intentando sacudirme el sopor. 
—Silencio —susurró Edward—. Todo va bien; estás en casa y a salvo. Duérmete 
ya. 
—No me puedo creer que tengas la cara dura de aparecer por aquí —bramó 
Charlie, dirigiéndose a Edward. Su voz sonaba ahora más cercana. 
—Déjalo, papá —gruñí, pero él no me escuchó. 
—¿Qué le ha pasado? —inquirió Charlie. 
—Sólo está extenuada, Charlie —le tranquilizó Edward con serenidad—. Por 
favor, déjala descansar. 
—¡No me digas lo que tengo que hacer! —gritó Charlie—. ¡Dámela! ¡Y quítale 
las manos de encima! 
Edward intentó trasladarme a los brazos de Charlie, pero  yo me aferré a él 
usando mis tenaces dedos. Sentí cómo mi padre tiraba de mi brazo. 
—Déjalo ya, papá —conseguí decir en voz más alta. Me las  apañé para 
mantener los párpados abiertos y mirar a Charlie con los ojos legañosos—. Enfádate 
conmigo. 
Estábamos en la puerta principal de mi casa, que permanecía abierta. La capa 
de nubes era demasiado espesa para determinar la hora. 
—Puedes apostar a que sí —prometió Charlie—. Entra. 
—Vale. Bájame —suspiré. 
Edward me puso de pie. Sabía que estaba derecha, pero no sentía las piernas. 
Caminé con dificultad, hasta que la acera giró de pronto hacia mi rostro. Los brazos 
de Edward me atraparon antes de que me diera un buen trompazo contra el asfalto. 
—Déjame sólo que la lleve a su cuarto —pidió Edward—. Después me 
marcharé. 
—No —grité, llena de pánico. Todavía no había conseguido  mis respuestas. 
Debía quedarse al menos hasta ese momento, ¿no? 
—No estaré lejos —me prometió Edward, susurrándome tan bajo al oído que 
no había ni una posibilidad de que Charlie pudiera haberlo oído. 
No escuché la respuesta de Charlie, pero Edward entró en la casa. Mis ojos sólo 
aguantaron abiertos hasta las escaleras. La última cosa que sentí fueron las manos 
frías de Edward mientras me soltaba los dedos, aferrados a su camisa. 

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