martes, 6 de marzo de 2012

Crepúsculo Ѽ Capítulo 16: Carlisle


Me condujo de vuelta a la habitación que había identificado como el despacho de
Carlisle. Se detuvo delante de la puerta durante unos instantes.
—Adelante —nos invitó la voz de Carlisle.
Edward abrió la puerta de acceso a una sala de techos altos con vigas de madera y de
grandes ventanales orientados hacia el oeste. Las paredes también estaban revestidas con
paneles de madera más oscura que la del vestíbulo, allí donde ésta se podía ver, ya que unas
estanterías, que llegaban por encima de mi cabeza, ocupaban la mayor parte de la superficie.
Contenían más libros de los que jamás había visto fuera de una biblioteca.
Carlisle se sentaba en un sillón de cuero detrás del enorme escritorio de caoba. Acababa
de poner un marcador entre las páginas del libro que sostenía en las manos. El despacho era
idéntico a como yo imaginaba que sería el de un decano de la facultad, sólo que Carlisle
parecía demasiado joven para encajar en el papel.
— ¿Qué puedo hacer por vosotros? —nos preguntó con tono agradable mientras se
levantaba del sillón.
—Quería enseñar a Bella un poco de nuestra historia —contestó Edward—. Bueno, en
realidad, de tu historia.
—No pretendíamos molestarte —me disculpé.
—En absoluto. ¿Por dónde vais a comenzar?
—Por los cuadros —contestó Edward mientras me ponía con suavidad la mano sobre el
hombro y me hacía girar para mirar hacia la puerta por la que acabábamos de entrar.
Cada vez que me tocaba, incluso aunque fuera por casualidad, mi corazón reaccionaba
de forma audible. Resultaba de lo más embarazoso en presencia de Carlisle.
La pared hacia la que nos habíamos vuelto era diferente de las demás, ya que estaba
repleta de cuadros enmarcados de todos los tamaños y colores —unos muy vivos y otros de
apagados monocromos— en lugar de estanterías. Busqué un motivo oculto común que diera
coherencia a la colección, pero no encontré nada después de mi apresurado examen.
Edward me arrastró hacia el otro lado, a la izquierda, y me dejó delante de un pequeño
óleo con un sencillo marco de madera. No figuraba entre los más grandes ni los más
destacados. Pintado con diferentes tonos de sepia, representaba la miniatura de una ciudad de
tejados muy inclinados con finas agujas en lo alto de algunas torres diseminadas. Un río muy
caudaloso —lo cruzaba un puente cubierto por estructuras similares a minúsculas catedrales
— dominaba el primer plano.
—Londres hacia 1650 —comentó.
—El Londres de mi juventud —añadió Carlisle a medio metro detrás de nosotros. Me
estremecí. No le había oído aproximarse. Edward me apretó la mano.
— ¿Le vas a contar la historia? —inquirió Edward.
Me retorcí un poco para ver la reacción de Carlisle. Sus ojos se encontraron con los
míos y me sonrió.
—Lo haría —replicó—, pero de hecho llego tarde. Han telefoneado del hospital esta
mañana. El doctor Snow se ha tomado un día de permiso. Además, te conoces la historia tan
bien como yo —añadió, dirigiendo a Edward una gran sonrisa.
 —Resultaba difícil asimilar una combinación tan extraña: las preocupaciones del día a día
de un médico de pueblo en mitad de una conversación sobre sus primeros días en el Londres
del siglo XVII.
También desconcertaba saber que hablaba en voz alta sólo en deferencia hacia mí.
Carlisle abandonó la estancia después de destinarme otra cálida sonrisa. Me quedé
mirando el pequeño cuadro de la ciudad natal de Carlisle durante un buen rato. Finalmente,
volví los ojos hacia Edward, que estaba observándome, y le pregunté:
— ¿Qué sucedió luego? ¿Qué ocurrió cuando comprendió lo que le había pasado?
Volvió a estudiar las pinturas y miré para saber qué imagen atraía su interés ahora. Se
trataba de un paisaje de mayor tamaño y colores apagados, una pradera despejada a la sombra
de un bosque con un pico escarpado a lo lejos.
—Cuando supo que se había convertido —prosiguió en voz baja—, se rebeló contra su
condición, intentó destruirse, pero eso no es fácil de conseguir.
— ¿Cómo?
No quería decirlo en voz alta, pero las palabras se abrieron paso a través de mi estupor.
—Se arrojó desde grandes alturas —me explicó Edward con voz impasible—, e intentó
ahogarse en el océano, pero en esa nueva vida era joven y muy fuerte. Resulta sorprendente
que fuera capaz de resistir el deseo... de alimentarse... cuando era aún tan inexperto. El
instinto es más fuerte en ese momento y lo arrastra todo, pero sentía tal repulsión hacia lo que
era que tuvo la fuerza para intentar matarse de hambre.
— ¿Es eso posible? —inquirí con voz débil.
—No, hay muy pocas formas de matarnos.
Abrí la boca para formular otra pregunta, pero Edward comenzó a hablar antes de que lo
pudiera hacer.
—De modo que su hambre crecía y al final se debilitó. Se alejó cuanto pudo de toda
población humana al detectar que su fuerza de voluntad también se estaba debilitando.
Durante meses, estuvo vagabundeando de noche en busca de los lugares más solitarios,
maldiciéndose.
»Una noche, una manada de ciervos cruzó junto a su escondrijo. La sed le había vuelto
tan salvaje que los atacó sin pensarlo. Recuperó las fuerzas y comprendió que había una
alternativa a ser el vil monstruo que temía ser. ¿Acaso no había comido venado en su anterior
vida? Podía vivir sin ser un demonio y de nuevo se halló a sí mismo.
«Comenzó a aprovechar mejor su tiempo. Siempre había sido inteligente y ávido de
aprender. Ahora tenía un tiempo ilimitado por delante. Estudiaba de noche y trazaba planes
durante el día. Se marchó a Francia a nado y...
— ¿Nadó hasta Francia?
—Bella, la gente siempre ha cruzado a nado el Canal —me recordó con paciencia.
—Supongo que es cierto. Sólo que parecía divertido en ese contexto. Continúa.
—Nadar es fácil para nosotros...
—Todo es fácil para ti —me quejé.
Me aguardó con expresión divertida.
—No volveré a interrumpirte otra vez, lo prometo.
Rió entre dientes con aire misterioso y terminó la frase:
—Es fácil porque, técnicamente, no necesitamos respirar.
—Tú...
—No, no, lo has prometido —se rió y me puso con suavidad el helado dedo en los
labios—. ¿Quieres oír la historia o no?
—No me puedes soltar algo así y esperar que no diga nada —mascullé contra su dedo.
Levantó la mano hasta ponerla sobre mi cuello. Mi corazón se desbocó, pero perseveré.
— ¿No necesitas respirar? —exigí saber.
 ——No, no es una necesidad —se encogió de hombros—. Sólo un hábito.
— ¿Cuánto puedes aguantar sin respirar?
—Supongo que indefinidamente, no lo sé. La privación del sentido del olfato resulta un
poco incómoda.
—Un poco incómoda —repetí.
No prestaba atención a mis expresiones, pero hubo algo en ellas que le ensombreció el
ánimo. La mano le colgó a un costado y se quedó inmóvil, mirándome con gran intensidad. El
silencio se prolongó y sus facciones siguieron tan inmóviles como una piedra.
— ¿Qué ocurre? —susurré mientras le acariciaba el rostro helado.
Sus facciones se suavizaron ante mi roce y suspiró.
—Sigo a la espera de que pase.
— ¿A que pase el qué?
—Sé que en algún momento, habrá algo que te diga o que te haga ver que va a ser
demasiado. Y entonces te alejarás de mí entre alaridos —esbozó una media sonrisa, pero sus
ojos eran serios—. No voy a detenerte. Quiero que suceda, porque quiero que estés a salvo. Y
aun así, quiero estar a tu lado. Ambos deseos son imposibles de conciliar...
Dejó la frase en el aire mientras contemplaba mi rostro, a la espera.
—No voy a irme a ningún lado —le prometí.
—Ya lo veremos —contestó, sonriendo de nuevo.
Le fruncí el ceño.
—Bueno, continuemos... Carlisle se marchó a Francia a nado.
Hizo una pausa mientras intentaba recuperar el hilo de la historia. Con gesto pensativo,
fijó la mirada en otra pintura, la de mayor colorido y de marco más lujoso, y también la más
grande. Personajes llenos de vida, envueltos en túnicas onduladas y enroscadas en torno a
grandes columnas en el exterior de balconadas marmóreas, llenaban el lienzo. No sabía si
representaban figuras de la mitología helena o si los personajes que flotaban en las nubes de la
parte superior tenían algún significado bíblico.
—Carlisle nadó hacia Francia y continuó por Europa y sus universidades. De noche
estudió música, ciencias, medicina y encontró su vocación y su penitencia en salvar vidas —
su expresión se tornó sobrecogida, casi reverente—. No sé describir su lucha de forma
adecuada. Carlisle necesitó dos siglos de atormentadores esfuerzos para perfeccionar su
autocontrol. Ahora es prácticamente inmune al olor de la sangre humana y es capaz de hacer
el trabajo que adora sin sufrimiento. Obtiene una gran paz de espíritu allí, en el hospital...
Edward se quedó con la mirada ausente durante bastante tiempo. De repente, pareció
recordar su intención. Dio unos golpecitos en la enorme pintura que teníamos delante con el
dedo.
—Estudió en Italia cuando descubrió que allí había otros. Eran mucho más civilizados y
cultos que los espectros de las alcantarillas londinenses.
Rozó a un cuarteto relativamente sereno de figuras pintadas en lo alto de un balcón que
miraban con calma el caos reinante a sus pies. Estudié al grupo con cuidado y, con una risa de
sorpresa, reconocí al hombre de cabellos dorados.
—Los amigos de Carlisle fueron una gran fuente de inspiración para Francesco
Solimena. A menudo los representaba como dioses —rió entre dientes—. Aro, Marco, Cayo
—dijo conforme iba señalando a los otros tres, dos de cabellos negros y uno de cabellos canos
——, los patrones nocturnos de las artes.
— ¿Qué fue de ellos? —pregunté en voz alta, con la yema de los dedos inmóvil en el
aire a un centímetro de las figuras de la tela.
—Siguen ahí, como llevan haciendo desde hace quién sabe cuántos milenios —se
encogió de hombros—. Carlisle sólo estuvo entre ellos por un breve lapso de tiempo, apenas
unas décadas. Admiraba profundamente su amabilidad y su refinamiento, pero persistieron en
 —su intento de curarle de aquella aversión a su «fuente natural de alimentación». Ellos
intentaron persuadirle y él a ellos, en vano. Llegados a ese punto, Carlisle decidió probar
suerte en el Nuevo Mundo. Soñaba con hallar a otros como él. Ya sabes, estaba muy solo.
«Transcurrió mucho tiempo sin que encontrara a nadie, pero podía interactuar entre los
confiados humanos como si fuera uno de ellos porque los monstruos se habían convertido en
tema para los cuentos de hadas. Comenzó a practicar la medicina. Pero rehuía el ansiado
compañerismo al no poderse arriesgar a un exceso de confianza.
«Trabajaba por las noches en un hospital de Chicago cuando golpeó la pandemia de
gripe. Le había estado dando vueltas durante varios años y casi había decidido actuar. Ya que
no encontraba un compañero, lo crearía; pero dudaba si hacerlo o no, ya que él mismo no
estaba totalmente seguro de cómo se había convertido. Además, se había jurado no arrebatar
la vida de nadie de la misma manera que se la habían robado a él. Estaba en ese estado de
ánimo cuando me encontró. No había esperanza para mí. Me habían dejado en la sala de los
moribundos. Había asistido a mis padres, por lo que sabía que estaba solo en el mundo, .y
decidió intentarlo....
Ahora, cuando dejó la frase inacabada, su voz era apenas un susurro. Me pregunté qué
imágenes ocuparían su mente en ese instante, ¿los recuerdos de Carlisle o los suyos? Esperé
sin hacer ruido.
Una angelical sonrisa iluminaba su rostro cuando se volvió hacia mí.
—Y así es como se cerró el círculo —concluyó.
—Entonces, ¿siempre has estado con Carlisle?
—Casi siempre.
Me puso la mano en la cintura con suavidad y me arrastró con él mientras cruzaba la
puerta. Me volví a mirar los cuadros de la pared, preguntándome si alguna vez llegaría a oír el
resto de las historias.
Edward no dijo nada mientras caminábamos hacia el vestíbulo, de modo que pregunté:
— ¿Casi?
Suspiró. Parecía renuente a responder.
—Bueno, tuve el típico brote de rebeldía adolescente unos diez años después de...
nacer... o convertirme, como prefieras llamarlo. No me resignaba a llevar su vida de
abstinencia y estaba resentido con él por refrenar mi sed, por lo que me marché a seguir mi
camino durante un tiempo.
— ¿De verdad?
Estaba mucho más intrigada que asustada, que es como debería estar.
Y él lo sabía. Vagamente me di cuenta de que nos dirigíamos al siguiente tramo de
escaleras, pero no estaba prestando demasiada atención a cuanto me rodeaba.
— ¿No te causa repulsa?
—No.
— ¿Por qué no?
—Supongo que... suena razonable.
Soltó una carcajada más fuerte que las anteriores. Ahora nos encontrábamos en lo más
alto de las escaleras, en otro vestíbulo de paredes revestidas con paneles de madera.
—Gocé de la ventaja de saber qué pensaban todos cuantos me rodeaban, fueran
humanos o no, desde el momento de mi renacimiento —susurró—. Ésa fue la razón por la que
tardé diez años en desafiar a Carlisle... Podía leer su absoluta sinceridad y comprender la
razón de su forma de vida.
Apenas tardé unos pocos años en volver a su lado y comprometerme de nuevo con su
visión. Creí poderme librar de los remordimientos de conciencia, ya que podía dejar a los
inocentes y perseguir sólo a los malvados al conocer los pensamientos de mis presas. Si
 —seguía a un asesino hasta un callejón oscuro donde acosaba a una chica, si la salvaba, en ese
caso no sería tan terrible.
Me estremecí al imaginar con claridad lo que describía: el callejón de noche, la chica
atemorizada, el hombre siniestro detrás de ella y Edward de caza, terrible y glorioso como un
joven dios, imparable. ¿Le estaría agradecida la chica o se asustaría más que antes?
—Pero con el paso del tiempo comencé a verme como un monstruo. No podía rehuir la
deuda de haber tomado demasiadas vidas, sin importar cuánto se lo merecieran, y regresé con
Carlisle y Esme. Me acogieron como al hijo pródigo. Era más de lo que merecía.
Nos habíamos detenido frente a la última puerta del vestíbulo.
—Mi habitación —me informó al tiempo que abría la puerta y me hacía pasar.
Su habitación tenía vistas al sur y una ventana del tamaño de la pared, igual que en el
gran recibidor del primer piso. Toda la parte posterior de la casa debía de ser de vidrio. La
vista daba al meandro que describía el río Sol Duc antes de cruzar el bosque intacto que
llegaba hasta la cordillera de Olympic Mountain. La pared de la cara oeste estaba totalmente
cubierta por una sucesión de estantes repletos de CD. El cuarto de Edward estaba mejor
surtido que una tienda de música. En el rincón había un sofisticado aparato de música, de un
tipo que no me atrevía a tocar por miedo a romperlo. No había ninguna cama, sólo un
espacioso y acogedor sofá de cuero negro. Una gruesa alfombra de tonos dorados cubría el
suelo y las paredes estaban tapizadas de tela de un tono ligeramente más oscuro.
— ¿Para conseguir una buena acústica? —aventuré.
Edward rió entre dientes y asintió con la cabeza.
Tomó un mando a distancia y encendió el equipo, la suave música de jazz, pese a estar a
un volumen bajo, sonaba como si el grupo estuviera con nosotros en la habitación. Me fui a
mirar su alucinante colección de música.
— ¿Cómo los clasificas? —pregunté al sentirme incapaz de encontrar un criterio para el
orden de los títulos.
No me estaba prestando atención.
—Esto... Por año, y luego por preferencia personal dentro de ese año —contestó con
aire distraído.
Al darme la vuelta, le vi mirarme con un brillo muy peculiar en los ojos.
— ¿Qué ocurre?
—Contaba con sentirme aliviado después de habértelo explicado todo, de no tener
secretos para ti, pero no esperaba sentir más que eso. Me gusta —se encogió de hombros al
tiempo que sonreía imperceptiblemente—. Me hace feliz.
—Me alegro.
Le devolví la sonrisa. Me preocuparía que se arrepintiera de haberme contado todo
aquello. Era bueno saber que no era el caso.
Pero entonces, mientras sus ojos estudiaban mi expresión, su sonrisa se apagó y su
frente se pobló de arrugas.
—Aún sigues esperando que salga huyendo —supuse—, gritando espantada, ¿verdad?
Una ligera sonrisa curvó sus labios y asintió.
—Lamento estropearte la ilusión, pero no inspiras tanto miedo, de veras —con toda
naturalidad, le mentí—: De hecho, no me asustas nada en absoluto.
Se detuvo y arqueó las cejas con manifiesta incredulidad. Una sonrisa ancha y traviesa
recorrió su rostro.
—No deberías haber dicho eso, de veras.
Edward emitió un sordo gruñido gutural y los labios mostraron unos dientes perfectos al
curvarse hacia atrás. De repente, su cuerpo cambió, se había agachado, tenso como un león a
punto de acometer.
Sin dejar de mirarlo, me aparté de él.
 ——No deberías haberlo dicho.
No le vi saltar hacia mí, fue demasiado rápido. De repente me encontré en el aire y
luego caímos sobre el sofá, que golpeó contra la pared por el impacto. Sus brazos formaron
una protectora jaula durante todo el tiempo, por lo que apenas sentí el zarandeo, pero seguía
respirando agitadamente cuando intenté ponerme en pie.
— ¿Qué era lo que decías? —preguntó juguetón.
—Que eres un monstruo realmente aterrador —repliqué. El jadeo de mi voz estropeó
algo el sarcasmo de mi respuesta.
—Mucho mejor —aprobó.
—Esto... —forcejeé——. ¿Me puedes bajar ya?
Se limitó a reírse.
— ¿Se puede? —preguntó una voz que parecía proceder del vestíbulo.
Me debatí para liberarme, pero Edward se limitó a dejar que pudiera sentarme de forma
más convencional sobre su regazo. Entonces vi en el vestíbulo a Alice y a Jasper detrás de
ella. Me puse colorada, pero Edward parecía a gusto.
—Adelante —contestó Edward, que aún seguía riéndose discretamente.
Alice no pareció hallar nada inusual en nuestro abrazo. Caminó —casi bailó, tal era la
gracia de sus movimientos— hacia el centro del cuarto y se dobló de forma sinuosa para
sentarse sobre el suelo. Jasper, sin embargo, se detuvo en el umbral un poco sorprendido.
Clavó los ojos en el rostro de Edward y me pregunté si estaba tanteando el clima reinante con
su inusual sensibilidad.
—Parecía que te ibas a almorzar a Bella —anunció Alice—, y veníamos a ver si la
podíamos compartir.
Me puse rígida durante un instante, hasta que me percaté de la gran sonrisa de Edward.
No sabría decir si se debía al comentario de Alice o a mi reacción.
—Lo siento. No creo que haya bastante para compartir —replicó sin dejar de rodearme
con los brazos.
—De hecho —dijo Jasper, sonriendo a su pesar cuando entró en la habitación—, Alice
anuncia una gran tormenta para esta noche y Emmett quiere jugar a la pelota. ¿Te apuntas?
Las palabras eran bastante comunes, pero me desconcertaba el contexto; aunque Alice
era más fiable que el hombre del tiempo.
Los ojos de Edward se iluminaron, pero aun así vaciló.
—Traerías a Bella, por supuesto —añadió Alice jovialmente. Había creído atisbar la
rápida mirada que Jasper le lanzaba.
— ¿Quieres ir? —me preguntó Edward, animado y con expresión de entusiasmo.
—Claro —no podía decepcionar a un rostro como ése—. Eh, ¿adonde vamos?
—Hemos de esperar a que truene para jugar, ya verás la razón —me prometió.
— ¿Necesitaré un paraguas?
Las tres rompieron a reír estrepitosamente.
— ¿Lo va a necesitar? —preguntó Jasper a Alice.
—No; —estaba segura—. La tormenta va a descargar sobre el pueblo. El claro del
bosque debería de estar bastante seco.
—En ese caso, perfecto.
El entusiasmo de la voz de Jasper fue contagioso, por descontado. Yo misma me
descubrí más curiosa que aterrada.
—Vamos a ver si Carlisle quiere venir.
Alice se levantó y cruzó la puerta de un modo que hubiera roto de envidia el corazón de
una bailarina.
—Como si no lo supieras —la pinchó Jasper.
 —Ambos siguieron su camino con rapidez, pero Jasper se las arregló para dejar la puerta
discretamente cerrada al salir.
— ¿A qué vamos a jugar? —quise saber.
—Tú vas a mirar —aclaró Edward—. Nosotros jugaremos al béisbol.
Levanté los ojos hacia el cielo
— ¿A los vampiros les gusta el béisbol?
—Es el pasatiempo americano —me replicó con burlona solemnidad.


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