Todo estaba listo.
Mi equipaje para la visita de dos días «a
Alice» estaba preparado, y la bolsa me esperaba en el asiento del copiloto de
mi coche. Les había regalado las entradas del concierto a Angela, Ben y Mike.
Este último iba a llevar a Jessica, tal y como yo esperaba. Billy le había
pedido prestado el bote al Viejo Quil Ateara, y había invitado a Charlie a
pescar en mar abierto antes de que empezara el partido de la tarde. Collin y
Brady, los dos licántropos más jóvenes, permanecerían en la retaguardia para
proteger La Push ,
aunque eran tan sólo unos crios de trece años. Aun así, Charlie estaría más
seguro que ninguno de los que se iban a quedar en Forks.
Yo había hecho cuanto estaba en mi mano. Traté
de convencerme de ello, y también de apartar de mi cabeza la gran cantidad de
factores que quedaban fuera de mi control. De un modo u otro, en cuarenta y
ocho horas todo habría acabado. Era un pensamiento casi reconfortante.
Edward me había pedido que me relajara, y yo
iba a intentarlo por todos los medios.
—¿Podemos olvidarnos de todo por una noche y
pensar tan sólo en nosotros dos? —me había suplicado, desatando sobre mí todo
el poder de su mirada—. Parece que nunca tenemos tiempo para nosotros. Necesito
estar a solas contigo. Sólo contigo.
No era una solicitud difícil de aceptar,
aunque una cosa era asegurar que iba a olvidar mis temores y otra hacerlo de
verdad. Pero ahora tenía otras cosas en que pensar, sabiendo que disponíamos de
esta noche para nosotros dos solos, lo cual me ayudaba. Algunas cosas habían
cambiado, por ejemplo, ya estaba preparada.
Preparada para unirme a su familia y a su
mundo. Así me lo revelaban el miedo, la culpa y la angustia que experimentaba
en ese momento. Había tenido ocasión de concentrarme en esas sensaciones ‑lo
había hecho mientras contemplaba la luna entre las nubes, recostada contra el
cuerpo de un hombre lobo‑, y sabia que ya no volvería a caer presa del pánico.
La siguiente vez que nos ocurriera algo, yo estaría preparada. En el balance
final, pensaba ser un activo, no un pasivo. Edward no tendría que volver a
elegir nunca más entre su familia y yo. Íbamos a ser compañeros, igual que
Alice y Jasper. La próxima vez, yo cumpliría mi parte.
Esperaría a liberarme del juramento para que
Edward se sintiera satisfecho, pero no hacía falta: estaba lista. Sólo faltaba
un detalle.
Había cosas que aún no habían cambiado, y
entre ellas el amor desesperado que sentía por mi novio. Había tenido mucho
tiempo para analizar las consecuencias de la apuesta de Jasper y Emmett, y para
decidir a qué cosas estaba dispuesta a renunciar junto con mi naturaleza humana
y a cuáles no. Sabía muy bien qué experiencia quería gozar antes de convertirme
en un ser inhumano.
De modo que esa noche teníamos algunos asuntos
pendientes que solucionar. Después de todo lo que había visto en los últimos
dos años, yo ya no creía en el significado de la palabra «imposible». Edward
tendría que recurrir a algo más que ese vocablo para detenerme.
Para ser sincera, sabía que no iba a ser tan
fácil, pero pensaba intentarlo.
Teniendo en cuenta la decisión que había
tomado, no me extrañó descubrir lo nerviosa que estaba mientras conducía el
largo trecho hasta su casa. No sabía cómo hacer lo que quería hacer, y estaba
muerta de miedo. Al ver lo despacio que conducía, Edward, que iba en el asiento
del copiloto, trataba de contener una sonrisa. Me sorprendió que no insistiera
en coger el volante, pero esa noche mi velocidad de tortuga no parecía
molestarle.
Ya había oscurecido cuando llegamos a su casa.
A pesar de ello, el prado se veía iluminado por la luz que brillaba en todas
las ventanas.
En cuanto apagué el motor, él ya estaba
abriendo la puerta de mi lado. Me sacó en volandas de la cabina con un brazo
mientras que con el otro cogía mi bolsa del asiento trasero y se la colgaba del
hombro. Sus labios se encontraron con los míos al mismo tiempo que le oía
cerrar la puerta de la camioneta con el pie.
Sin dejar de besarme, me levantó en el aire
para acomodarme mejor entre sus brazos y me llevó hasta la casa como si fuera
un bebé.
¿Acaso estaba abierta la puerta? No lo sabía.
El caso es que habíamos entrado y yo me sentía mareada. Me recordé a mí misma
que debía respirar.
El beso no me asustó. No era como otras veces,
cuando sentía el temor y el pánico agazapados por debajo de su estricto control.
Ahora no sentí sus labios nerviosos, sino ardientes. Edward parecía tan
emocionado como yo ante la perspectiva de una noche entera para concentrarnos
en estar juntos. Siguió besándome durante un buen rato, de pie en la entrada.
Parecía menos atrincherado de lo habitual, y su gélida boca mostraba una
apremiante necesidad de la mía.
Empecé a albergar un cauteloso optimismo. Tal
vez conseguir mis propósitos no iba a resultar tan difícil como me había
esperado.
No, me dije, sin duda será bien difícil, y aún
más.
Con una leve risita, Edward me apartó un poco
y me sostuvo en el aire a casi un metro de su cuerpo.
—Bienvenida a casa —me dijo, con un brillo
cálido en los ojos.
—Eso suena bien —le respondí sin aliento.
Me depositó con suavidad en el suelo. Yo le
rodeé con los brazos; no estaba dispuesta a dejar el menor hueco entre los dos.
—Tengo algo para ti —anunció como de pasada.
—¿Qué?
—Un objeto usado. Dijiste que podías aceptar
regalos de ese tipo, ¿te acuerdas?
—Ah, ya. Supongo que lo dije.
Mi renuencia hizo reír a Edward.
—Está en mi habitación. ¿Subo a cogerlo?
¿Su habitación?
—Claro —le contesté. Me sentí un poco tramposa
cuando entrelacé mis dedos con los suyos—. Vamos.
Edward debía de estar impaciente por
entregarme mi no regalo, porque no se conformó con la velocidad humana. Volvió
a cogerme en brazos y subió las escaleras prácticamente volando. Cuando
llegamos al dormitorio, me dejó en la puerta y salió como una bala hasta el
armario.
Aún no había dado un solo paso y ya lo tenía
otra vez delante de mí. Pero le ignoré, entré al cuarto y me encaminé hacia el
enorme lecho dorado. Después me senté en el borde, reculé hacia el centro de la
cama y, una vez allí, me acurruqué abrazándome las rodillas.
—¿Y bien? —refunfuñé. Ahora que estaba donde
quería, podía permitirme cierta resistencia—. Enséñamelo.
Edward soltó una carcajada.
Se subió a la cama y se sentó a mi lado. Mi
corazón latía desbocado. Con un poco de suerte, él lo interpretaría como una
reacción ante su regalo.
—Es un objeto usado —me recordó en tono serio.
Me apartó la muñeca izquierda de la pierna y acarició la pulsera de plata por
un instante. Después volvió a ponerme el brazo donde lo tenía.
Examiné con atención el obsequio. De la
cadena, en el lado opuesto al lobo, colgaba un cristal brillante en forma de
corazón, tallado en innumerables caras que resplandecían a la tenue luz de la
lámpara. Contuve el aliento.
—Era de mi madre —se encogió de hombros, al
desgaire—. Heredé de ella un puñado de baratijas como ésta. Ya les he regalado
unas cuantas a Esme y a Alice, así que, como ves, no tiene tanta importancia.
Sonreí con tristeza al ver su aplomo. Edward
prosiguió:
—Aun así, se me ha ocurrido que podría ser un
buen símbolo. Duro y frío —se rió—. Y a la luz del sol se ve el arco iris.
—Olvidas que se te parece en algo mucho más
importante —murmuré—. Es precioso.
—Mi corazón es igual de silencioso que éste
—dijo—. Y también es tuyo.
Giré la muñeca para que el cristal brillara
bajo la luz.
—Gracias. Por los dos.
—No. Gracias a ti. Me alivia que hayas
aceptado un regalo sin rechistar. No te viene mal como práctica —sonrió,
luciendo sus blancos dientes.
Me apoyé en él, escondiendo la cabeza bajo su
brazo y acurrucándome a su lado. Era como abrazarse al David de Miguel Ángel, salvo que esta perfecta criatura de mármol
me rodeó con sus manos para apretarme más.
Parecía un buen punto de arranque.
—¿Podemos hablar de una cosa? De entrada, te
agradecería que empezaras abriendo un poco tu mente.
Edward dudó un instante.
—Lo intentaré —me contestó a la defensiva, con
cautela.
—No voy a romper ninguna regla —prometí—. Esto
es estrictamenté entre tú y yo —me aclaré la garganta—. Esto... Verás, la otra
noche me impresionó la facilidad con que fuimos capaces de llegar a un acuerdo.
He pensado que me gustaría aplicar ese mismo principio a una situación
diferente.
¿Por qué me estaba expresando de una forma tan
rebuscada? Debían de ser los nervios.
—¿Qué quieres negociar? —me preguntó,
insinuando una sonrisa en su voz.
Me esforcé por encontrar las palabras exactas
para abordar el asunto.
—Escucha a qué velocidad te late el corazón
—murmuró Edward—. Parece un colibrí batiendo las alas. ¿Te encuentras bien?
—Estoy perfectamente.
—Entonces continúa, por favor —me animó.
—Bueno, supongo que primero quería hablar
contigo sobre esa ridicula condición del matrimonio.
—Será ridicula para ti, no para mí. ¿Qué tiene
de mala?
—Me preguntaba si... si se trata de una
cuestión negociable.
Edward frunció el ceño.
—Ya he cedido en lo más importante, al aceptar
cobrarme tu vida en contra de mi propio criterio. Lo cual me otorga el derecho
a arrancarte a ti ciertos compromisos.
—No —negué con la cabeza y me concentré en
mantener la compostura—. Ese trato ya está cerrado. Ahora no estamos
discutiendo mi... transformación. Lo que quiero es arreglar algunos detalles.
Me miró con recelo.
—¿A qué detalles te refieres, exactamente?
Vacilé un instante.
—Primero, aclaremos cuáles son tus
condiciones.
—Ya sabes lo que quiero.
—Matrimonio —hice que sonara como una
palabrota.
—Sí —respondió con una amplia sonrisa—. Eso
para empezar.
Esto me impresionó tanto que mi compostura se
fue al traste.
—¿Es que hay más?
—Bueno —dijo con aire de estar calculando
algo—, si te conviertes en mi esposa, entonces lo que es mío es tuyo... Por
ejemplo, el dinero para tus estudios. Así que no debería haber problema con lo
de Dartmouth.
—Puestos a ser absurdos, ¿se te ocurre algo
más?
—No me importaría que me dieras algo más de
tiempo.
—No. Nada de tiempo. Ahí sí que no hay trato.
Edward exhaló un largo suspiro.
—Sólo sería un año, como mucho dos...
Apreté los labios y meneé la cabeza.
—Prueba con lo siguiente.
—Eso es todo. A menos que quieras hablar de
coches...
Edward sonrió al verme hacer un rictus.
Después me tomó la mano y se dedicó a juguetear con mis dedos.
—No me había dado cuenta de que quisieras algo
más, aparte de transformarte en un monstruo como yo. Siento una enorme
curiosidad por saber de qué se trata —habló con voz tan suave y baja que su
leve tono de impaciencia me habría pasado desapercibido si no le hubiera
conocido tan bien.
Hice una pausa y contemplé su mano sobre la
mía. Aún no sabía por dónde empezar. Sentía sus ojos clavados en mí, y me daba
miedo levantar la mirada. La sangre se me empezó a subir a la cara.
Sus dedos gélidos rozaron mi mejilla.
—¿Te estás ruborizando? —preguntó,
sorprendido. Yo seguía mirando hacia abajo—. Por favor, Bella, no me gusta el
suspense.
Me mordí el labio.
—Bella...
Su tono de reproche me recordó que le dolía
que me guardase mis pensamientos.
—Me preocupa un poco... lo que pasará después
—reconocí, atreviéndome a levantar la mirada por fin.
Noté que su cuerpo se ponía tenso, pero su voz
seguía siendo de terciopelo.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Todos parecéis convencidos de que mi único
interés va a ser exterminar a todos los habitantes de la ciudad —respondí.
Edward puso mala cara al oír las palabras que había elegido—. Me da miedo estar
tan preocupada por contener mis impulsos violentos que no vuelva a ser yo
misma... Y también me da... me da miedo no volver a desearte como te deseo
ahora.
—Bella, esa fase no dura eternamente —me
tranquilizó.
Era obvio que no me estaba entendiendo.
—Edward —le dije. Estaba tan nerviosa que me
dediqué a estudiar con atención un lunar de mi muñeca—. Hay algo que me gustaría
hacer antes de dejar de ser humana.
ÉI esperó a que prosiguiera, pero no lo hice.
Mi cara estaba roja como un tomate.
—Lo que quieras —me animó, impaciente y sin
tener ni idea de lo que le iba a pedir.
—¿Me lo prometes? —era consciente de que mi
plan de atraerle con sus propias palabras no iba a funcionar, pero no pude resistirme
a preguntárselo.
—Sí —respondió. Alcé la mirada y vi en sus
ojos una expresión ferviente y algo perpleja—. Dime lo que quieres, y lo
tendrás.
No podía creer que me estuviera comportando de
una forma tan torpe y tan estúpida. Era demasiado inocente; precisamente, mi
inocencia era el punto central de la conversación. No tenía la menor idea de
cómo mostrarme seductora. Tendría que conformarme con recurrir al rubor y la
timidez.
—Te quiero a ti —balbuceé de forma casi
ininteligible.
—Sabes que soy tuyo —sonrió, sin comprender
aún, e intentó retener mi mirada cuando volví a desviarla.
Respiré hondo y me puse de rodillas sobre la
cama. Luego le rodeé el cuello con los brazos y le besé.
Me devolvió el beso, desconcertado, pero de
buena gana. Sentí sus labios tiernos contra los míos, y me di cuenta de que
tenía la cabeza en otra parte, de que estaba intentando adivinar qué pasaba por
la mía. Decidí que necesitaba una pista.
Solté mis manos de su nuca y con dedos
trémulos le recorrí el cuello hasta llegar a las solapas de su camisa. Aquel
temblor no me ayudaba demasiado, ya que tenía que darme prisa y desabrocharle
los botones antes de que él me detuviera.
Sus labios se congelaron, y casi pude escuchar
el chasquido de un interruptor en su cabeza cuando por fin relacionó mis
palabras con mis actos.
Me apartó de inmediato con un gesto de
desaprobación.
—Sé razonable, Bella.
—Me lo has prometido. Lo que yo quiera —le
recordé, sin ninguna esperanza.
—No vamos a discutir sobre eso.
Se quedó mirándome mientras se volvía a
abrochar los dos botones que había conseguido soltarle.
Rechiné los dientes.
—Pues yo digo que sí vamos a discutirlo
—repuse. Me llevé las manos a la blusa y de un tirón abrí el botón de arriba.
Me agarró las muñecas y me las sujetó a ambos lados del cuerpo.
—Y yo te digo que no —refutó, tajante. Nos
miramos con ira.
—Tú querías saber —le eché en cara.
—Creí que se trataba de un deseo vagamente
realista.
—De modo que tú puedes pedir cualquier
estupidez que te apetezca, por ejemplo, casarnos, pero yo no tengo derecho ni
siquiera a discutir lo que...
Mientras lanzaba mi diatriba, Edward me sujetó
ambas manos con una de las suyas para que dejara de gesticular, y utilizó la
que le quedaba libre para taparme la boca.
—No —su gesto era pétreo.
Respiré hondo y traté de calmarme. Según se
desvanecía la ira, empecé a sentir algo distinto.
Me llevó unos instantes admitir por qué había
vuelto a agachar la mirada, por qué me había ruborizado otra vez, por qué se me
había revuelto el estómago, por qué tenía los ojos húmedos y por qué de pronto
quería salir corriendo de la habitación.
Era por aquella reacción tan poderosa e
instintiva. Por su rechazo.
Sabía que me estaba comportando de forma
irracional. Edward había dejado claro en otras ocasiones que el único motivo
por el que se negaba a hacerlo era mi propia seguridad. Sin embargo, jamás me
había sentido tan vulnerable. Me quedé mirando al edredón dorado que hacía
juego con sus ojos e intenté desterrar la reacción refleja que me decía que no
era deseada ni deseable.
Edward suspiró. Me quitó la mano de la boca y
la puso bajo mi barbilla, levantándome la cara para que le mirase.
—¿Y ahora qué?
—Nada —musité.
Observó con atención mi rostro durante un buen
rato mientras yo trataba en vano de apartarme de su mirada. Después arrugó la
frente con gesto de horror.
—¿He herido tus sentimientos? —me preguntó con
consternación.
—No —mentí.
Ni siquiera supe cómo ocurrió: de pronto, me
encontré entre sus brazos, y él acunaba mi cabeza sujetándola entre el hombro y
la mano, mientras que con el pulgar me acariciaba la mejilla una y otra vez.
—Sabes por qué tengo que decirte que no
—susurró—, y también sabes que te deseo.
—¿Seguro? —le pregunté con voz titubeante.
—Pues claro que sí, niña guapa, tonta e
hipersensible —soltó una carcajada, y luego su voz se volvió neutra—. Todo el
mundo te desea. Sé que hay una cola inmensa de candidatos detrás de mí, todos
maniobrando para colocarse en primera posición, a la espera de que yo cometa un
error... Eres demasiado deseable para tu propia seguridad.
—¿Quién es el tonto ahora? —tenía muy claro
que los adjetivos «torpe», «vergonzosa» e «inepta» no aparecían en ningún
diccionario bajo la definición de «deseable».
—¿Tengo que rellenar una instancia para que me
creas? ¿Te digo los nombres que encabezan la lista? Ya conoces unos cuantos,
pero otros te sorprenderían.
Moví la cabeza a los lados, sin apartarla de
su pecho, e hice una mueca.
—Estás intentando cambiar de tema.
Edward volvió a suspirar.
—Dime si he hecho algo mal —intenté sonar
objetiva—. Tus exigencias son éstas: que nos casemos —era incapaz de decirlo
sin torcer el gesto—, que te deje pagar mis estudios y que te dé más tiempo.
Además, no te importaría que mi vehículo fuera un poco más rápido —enarqué las
cejas—. ¿Se me olvida algo? Es una lista considerable.
—La única exigencia es la primera —Edward
estaba haciendo esfuerzos para no reírse—. Las demás son simples peticiones.
—A cambio, mi pequeña y solitaria exigencia
es...
—¿Exigencia? —me interrumpió, de nuevo serio.
—Sí, he dicho exigencia.
Edward entornó los ojos.
—Casarme es como una condena para mí —dije—.
No pienso aceptar a menos que reciba algo a cambio.
Se inclinó para susurrarme con voz tierna:
—No. Ahora es imposible. Más adelante, cuando
seas menos frágil. Ten paciencia, Bella.
Intenté mantener una voz firme y ecuánime.
—Ahí está el problema. Cuando sea menos
frágil, ya nada será igual. ¡Yo no seré la misma persona! Ni siquiera estoy
segura de quién seré para entonces.
—Seguirás siendo tú, Bella —me prometió.
Fruncí el ceño.
—Si cambio lo bastante como para querer matar
a Charlie, o chupar la sangre de Jacob o de Angela si tengo ocasión, ¿cómo voy
a seguir siendo la misma?
—Se te pasará. Además, dudo que te apetezca
beber sangre de perro —fingió estremecerse ante tal idea—. Aunque seas una
renacida, una neófita, seguro que tienes mejor gusto.
Ignoré su intento de desviar el tema.
—Pero eso será lo que más voy a desear
siempre, ¿verdad? —dije en tono desafiante—. ¡Sangre, sangre y más sangre!
—El hecho de que sigas viva es una prueba de
que eso no es cierto —argumentó.
—Porque para ti han pasado más de ochenta años
—le recordé—. Estoy hablando de algo físico. De forma racional, sé que volveré
a ser yo misma... cuando transcurra un tiempo. Pero en lo puramente físico,
siempre tendré sed, por encima de cualquier otro deseo —Edward no contestó—.
Así que seré distinta —concluí, sin oposición por su parte—. Porque ahora mismo
lo que más deseo eres tú. Más que la comida o el agua o el oxígeno. Mi mente
tiene una lista de prioridades ordenada de forma algo más racional, pero mi
cuerpo...
Giré la cabeza para darle un beso en la palma
de la mano.
Edward respiró hondo. Me sorprendió notar que
titubeaba.
—Bella, podría matarte —se justificó.
—No creo que seas capaz.
Edward entrecerró los ojos. Después, apartó la
mano de mi cara y tanteó detrás de él, buscando algo que no pude ver. Se oyó un
chasquido amortiguado y la cama tembló bajo nosotros.
Tenía en la mano algo oscuro, y me lo acercó
para que lo examinara. Era una flor de metal, una de las rosas que adornaban
los barrotes de hierro forjado del dosel de su cama. Cerró la mano un segundo,
apretó los dedos con suavidad, y volvió a abrirla.
Sin decir una sola palabra, me extendió una
masa triturada e informe de metal negro. Había adquirido el perfil del hueco de
su mano, como un trozo de plastilina apretujado en el puño de un niño. Una
fracción de segundo después, el bulto se desmenuzó y se convirtió en polvo
negro sobre la palma de su mano.
Le lancé una mirada furiosa.
—No me refería a eso. Ya sé cuánta fuerza
tienes, no hace falta que destroces los muebles.
—Entonces, ¿qué querías decir? —me preguntó
con voz siniestra, arrojando a un rincón el puñado de virutas de hierro, que
repiquetearon como lluvia al chocar contra la pared.
Traté de explicarme, con sus ojos clavados en
mí.
—Obviamente, no me refiero a que no pudieras
herirme si lo desearas... Es más importante que eso: se trata de que no quieres
hacerme daño. Por eso creo que no serías capaz.
Empezó a decir que no con la cabeza antes de
que yo terminara de hablar.
—Tal vez no funcione así, Bella.
—Tal vez —me burlé—. Tienes tanta idea de lo
que estás diciendo como yo.
—Exacto. ¿Crees que me atrevería a correr un
riesgo así contigo?
Le miré a los ojos durante un buen rato. No vi
en ellos el menor atisbo de indecisión, y comprendí que no iba a ceder.
—Por favor —supliqué, desesperada—. Es lo
único que quiero. Por favor... —cerré los ojos, derrotada, a la espera de un
rápido y definitivo no.
Pero Edward no respondió de inmediato. Vacilé
un momento, sorprendida al notar que su respiración volvía a acelerarse.
Abrí los ojos y vi que tenía la cara
descompuesta.
—Por favor... —volví a susurrar. Los latidos
de mi corazón se dispararon de nuevo. Me apresuré a aprovechar la duda que
había asomado de repente a sus ojos, y las palabras me brotaron a borbotones—.
No tienes que darme ninguna garantía. Si no funciona, vale, no pasa nada. Sólo
te pido que lo intentemos. Únicamente intentarlo, ¿vale? A cambio te daré lo
que quieras —le prometí de manera atolondrada—. Me casaré contigo. Dejaré que
me pagues la matrícula en Dartmouth y no me quejaré cuando les sobornes para
que me admitan. Hasta puedes comprarme un coche más potente, si eso te hace
feliz. Pero sólo... Por favor...
Me rodeó con sus brazos helados y puso los
labios al lado de mi oreja; su respiración gélida me hizo estremecer.
—Esta sensación es insoportable. Hay tantas
cosas que he querido darte... Y tú decides pedirme precisamente esto. ¿Tienes
idea de lo doloroso que me resulta negarme cuando me lo suplicas de esta forma?
—Entonces, no te niegues —le dije, sin
aliento.
No me respondió.
—Por favor —lo intenté de nuevo.
—Bella...
Movió la cabeza a los lados, pero esta vez
tuve la impresión de que el lento deslizar de su cara y sus labios sobre mi
garganta no era una negación. Más bien parecía una rendición. Mi corazón, que
ya latía deprisa, adquirió un ritmo frenético.
De nuevo aproveché la ventaja como pude.
Cuando volvió su rostro hacia el mío en aquel ademán lento y vacilante, me
retorcí entre sus brazos y busqué sus labios. El me agarró la cara entre las
manos, y creí que me apartaría una vez más.
Pero me equivocaba.
Su boca ya no era tierna; el movimiento de sus
labios transmitía una sensación por completo nueva, de conflicto y
desesperación. Entrelacé los dedos detrás de su cuello y sentí su cuerpo más
gélido que nunca contra mi piel, que de pronto parecía arder. Me estremecí, pero
no era a causa del frío.
Edward no paraba de besarme. Fui yo quien tuvo
que apartarse para respirar, pero ni siquiera entonces sus labios se separaron
de mi piel, sino que se deslizaron hacia mi garganta. La emoción de la victoria
fue un extraño climax que me hizo sentir poderosa y valiente. Mis manos ya no
temblaban; mis dedos soltaron con facilidad los botones de su camisa y
recorrieron las líneas perfectas de su pecho de hielo. Edward era tan
hermoso... ¿Qué palabra acaba de utilizar él? Insoportable. Sí, su belleza era
tan intensa que resultaba casi insoportable.
Dirigí su boca hacia la mía; parecía tan
encendido como yo. Una de sus manos seguía acariciando mi cara, mientras la
otra me aferraba la cintura y me apretaba contra él. Eso me ponía un poco más
difícil llegar a los botones de mi blusa, pero no imposible.
Unas frías esposas de acero apresaron mis
muñecas y levantaron mis manos por encima de la cabeza, que de pronto estaba
apoyada sobre una almohada.
Sus labios volvían a estar junto a mi oreja.
—Bella —murmuró, con voz cálida y
aterciopelada—. Por favor, ¿te importaría dejar de desnudarte?
—¿Quieres hacerlo tú? —pregunté, confusa.
—Esta noche no —respondió con dulzura. Ahora
sus labios recorrían más despacio mi mejilla y mi mandíbula. La urgencia se
había desvanecido.
—Edward, no... —empecé a decir.
—No estoy diciendo que no —me dijo en tono
tranquilizador—. Sólo digo que «esta noche no».
Me quedé pensando en ello durante unos
instantes, mientras mi respiración empezaba a calmarse.
—Dame una razón convincente para que yo
comprenda por qué esta noche no es tan buena como cualquier otra —aún me
faltaba el aliento, lo que hacía que el timbre de frustración de mi voz sonara
menos convincente.
—No nací ayer —Edward se rió quedamente junto
a mi oreja—. ¿Cuál de nosotros dos se resiste más a dar al otro lo que quiere?
Acabas de prometer que te casarás conmigo, pero si cedo a tus deseos esta
noche, ¿quién me garantiza que por la mañana no saldrás corriendo a los brazos
de Carlisle? Está claro que yo soy mucho menos reacio a darte a ti lo que
deseas. Por lo tanto... Tú primero.
Resoplé, y le pregunté con incredulidad:
—¿Tengo que casarme antes contigo?
—Ése es el trato: lo tomas o lo dejas. El
compromiso, ¿recuerdas?
Me envolvió con sus brazos y me besó de un
modo que debería ser ilegal. Demasiado persuasivo; era como una coacción, una
intimidación. Traté de mantener la mente despejada... y fracasé de inmediato y
por completo.
—Creo que no es buena idea —resollé cuando al
fin me dejó respirar.
—No me sorprende que lo pienses —sonrió con
gesto burlón—. Tienes una mente muy cuadriculada.
—Pero ¿se puede saber qué ha pasado? —dije—.
Por una vez pensé que esta noche era yo quien tenía el control, y de repente...
—...estás comprometida —completó él.
—¡Eh! Por favor, no digas eso en voz alta.
—¿Vas a romper tu promesa? —me preguntó.
Se apartó un poco para poder leer en mi cara.
Se lo estaba pasando en grande.
Le miré con furia, intentando olvidar la forma
en que su sonrisa me aceleraba el corazón.
—¿La vas a romper? —insistió.
—¡No! —gruñí—. No voy a romperla. ¿Ya estás
contento?
Su sonrisa era cegadora.
—Sumamente contento.
Solté otro bufido.
—¿Es que tú no estás contenta?
Me besó de nuevo sin dejarme responder. Fue
otro beso demasiado convincente.
—Un poco —reconocí cuando me dejó hablar—,
pero no por lo de casarnos.
Volvió a besarme.
—¿No tienes la sensación de que todo está al
revés? —dijo riéndose en mi oído—. Tú deberías querer casarte y yo no. Es lo
convencional.
—En nuestra relación no hay nada convencional.
—Cierto.
Volvió a besarme, y siguió haciéndolo hasta
que mi corazón palpitó como un tambor y la piel se me enrojeció.
—Escucha, Edward —le dije en tono zalamero
cuando hizo una pausa para darme un beso en la palma de la mano—. He dicho que
me casaría contigo, y lo haré. Te lo prometo. Te lo juro. Si quieres, te firmo
un contrato con mi propia sangre.
—Eso no tiene gracia —murmuró, con la boca
apoyada en el interior de mi muñeca.
—Lo que quiero decir es que no pienso
engañarte. Me conoces muy bien. Así que no hay razón para esperar. Estamos
completamente solos: ¿cuántas veces ocurre eso? Además, tenemos esta cama tan
grande y tan cómoda...
—Esta noche, no —repitió.
—¿No confías en mí?
—Desde luego que sí.
Usando la mano que él seguía besando, eché su
cara un poco hacia atrás para poder estudiar su expresión.
—Entonces, ¿cuál es el problema? Sabes de
sobra que al final vas a ganar —fruncí el entrecejo y añadí—: Tú siempre ganas.
—Sólo cubro mis apuestas —respondió con calma.
—Hay algo más —dije, entornando los ojos. Su
rostro estaba a la defensiva, señal de que bajo su aire despreocupado ocultaba
algún motivo secreto—. ¿Acaso tienes tú la intención de faltar a tu palabra?
—No —prometió en tono solemne—. Te lo juro,
intentaremos hacerlo. Después de que te cases conmigo.
Sacudí la cabeza y me reí sin ganas.
—Me haces sentir como el malo de la película,
que se retuerce el bigote mientras trata de arrebatarle la virginidad a la
pobre protagonista.
Durante un segundo me dirigió una mirada
suspicaz, y enseguida agachó la cabeza para apretar los labios contra mi
clavícula.
—De eso se trata, ¿verdad? —se me escapó una
carcajada más de asombro que de alegría—. ¡Estás intentando proteger tu
virginidad! —me tapé la boca con la mano para sofocar la risotada que me salió
a continuación. Aquellas palabras estaban tan pasadas de moda...
—No, niña boba —murmuró contra mi hombro—.
Estoy intentando proteger la tuya. Y me lo estás poniendo muy difícil.
—De todas las cosas ridiculas que...
—Deja que te diga una cosa —me interrumpió—.
Ya sé que hemos discutido esto antes, pero te pido que me sigas la corriente.
¿Cuántas personas en esta habitación tienen alma, y la oportunidad de ir al
cielo, o lo que haya después de esta vida?
—Dos —respondí con decisión.
—Vale. Quizá sea cierto. Hay muchas opiniones
a este respecto, pero la inmensa mayoría de la gente parece creer que hay
ciertas normas que deben seguirse.
—¿No te basta con las normas vampíricas? ¿Es
que tienes que preocuparte también de las humanas?
—No viene mal —dijo, encogiéndose de hombros—.
Sólo por si acaso.
Le miré, entrecerrando los ojos.
—Por supuesto, aunque tengas razón con
respecto a lo de mi alma, puede que ya sea demasiado tarde para mí.
—No, no es tarde —dije.
—«No matarás» es un precepto aceptado por la
mayoría de las religiones. Y yo he matado a mucha gente, Bella.
—Sólo a los malos.
Se encogió de hombros.
—Tal vez eso influya, tal vez no, pero tú aún
no has matado a nadie...
—Que tú sepas —le dije.
Sonrió, pero hizo caso omiso a mi
interrupción.
—Y voy a hacer todo lo posible para mantenerte
alejada del camino de la tentación.
—Vale, pero no estábamos hablando de cometer
asesinatos —le recordé.
—Se aplica el mismo principio. La única
diferencia es que ésta es la única área donde estoy tan inmaculado como tú. ¿No
puedo dejar al menos una regla sin romper?
—¿Una?
—Bueno, ya sabes que he robado, he mentido, he
codiciado bienes ajenos... Lo único que me queda es la castidad —sonrió con
malicia.
—Yo miento constantemente.
—Sí, pero lo haces tan mal que no cuenta.
Nadie se cree tus embustes.
—Espero que te equivoques. De lo contrario,
Charlie debe de estar a punto de echar la puerta abajo con una pistola cargada
en la mano.
—Charlie es más feliz cuando finge que se
traga tus historias. Prefiere engañarse a sí mismo y no pensar demasiado en
ello —me dijo sonriendo.
—Pero ¿qué bien ajeno has codiciado tú? —le
pregunté—. Lo tienes todo.
—Te codicié a ti —su sonrisa se apagó—. No
tenía derecho a poseerte, pero fui y te tomé de todos modos. Ahora, mira cómo
has acabado: intentando seducir a un vampiro —meneó la cabeza con horror
fingido.
—Tienes derecho a codiciar lo que ya es tuyo
—le contesté—. Además, creía que lo que te preocupaba era mi castidad.
—Y lo es. Si resulta demasiado tarde para
mí... Prefiero arder en las llamas del infierno, y perdóname el juego de
palabras, antes que dejar que te impidan entrar en el cielo.
—No puedes pretender que entre en un sitio
donde tú no vayas a estar —le dije—. Esa es mi definición del infierno. De
todas formas, tengo una solución muy fácil: no vamos a morirnos nunca, ¿de
acuerdo?
—Suena bastante sencillo. ¿Por qué no se me
había ocurrido?
Siguió sonriéndome hasta que acabé soltando un
airado «¡aja!».
—Así que te niegas a dormir conmigo hasta que
no estemos casados.
—Técnicamente, nunca podré dormir contigo.
Puse los ojos en blanco.
—Muy maduro, Edward. Me refería a acostarnos.
—Bueno, quitando ese detalle, tienes razón.
—Yo creo que escondes algún otro motivo más.
Abrió unos ojos como platos, con gesto
inocente.
—¿Otro motivo?
—Sabes que eso aceleraría las cosas —le
respondí.
Edward intentó contener la sonrisa.
—Sólo hay una cosa que quiero acelerar, y el
resto puede esperar por siempre... Pero, la verdad, tus impacientes hormonas
humanas son mi más poderoso aliado en este sentido.
—No puedo creer que me hagas pasar por el
altar. Cuando pienso en Charlie... ¡O en Renée! ¿Te imaginas lo que van a decir
Angela o Jessica? ¡Arg! Ya estoy viendo sus cotilleos.
Edward me miró enarcando una ceja, y enseguida
supe por qué. ¿Qué más me daba lo que dijeran de mí si pronto me marcharía para
no volver? ¿De verdad era tan hipersensible que no podía soportar unas cuantas
semanas de indirectas y miraditas de soslayo? Lo que más me molestaba era que,
si yo misma me hubiese enterado de que alguna se iba a casar ese mismo verano,
me habría puesto a cotillear con tan mala idea como las demás. ¡Uf! Casarme
este verano. Me dio un escalofrío. Sí, otra cosa que me molestaba era que me
habían educado para que sintiera escalofríos sólo de pensar en el matrimonio.
Edward interrumpió mis cavilaciones.
—No hace falta que sea un bodorrio. No
necesito tanta fanfarria. No tienes que decírselo a nadie ni cambiar tus
planes. ¿Por qué no vamos a Las Vegas? Puedes ponerte unos vaqueros. Hay una
capilla que tiene una ventanilla por la que te casan sin que te bajes del
coche. Lo único que quiero es hacerlo oficial, y que quede claro que me
perteneces a mí y a nadie más.
—No puede ser más oficial de lo que ya lo es —
refunfuñé, aunque su descripción no me había sonado tan mal. La única que se
iba a sentir decepcionada era Alice.
—Ya veremos —sonrió, complaciente—. Supongo
que no querrás aún el anillo de compromiso.
Tuve que tragar saliva antes de responder.
—Supones bien.
Edward se rió al ver la expresión de mi cara.
—De acuerdo. De todos modos, no tardaré en
rodear tu dedo con él. Me quedé mirándole.
—Hablas como si ya tuvieras un anillo.
—Y lo tengo —dijo sin avergonzarse—, listo
para ponértelo al menor signo de debilidad.
—Eres increíble.
—¿Quieres verlo? —me preguntó. De pronto sus
ojos topacio brillaron de emoción.
—¡No! —exclamé. Fue un acto reflejo del que me
arrepentí de inmediato, ya que Edward se entristeció—. Bueno, si de verdad
quieres enseñármelo, hazlo —intenté arreglarlo, apretando los dientes para no
demostrar el pánico irracional que me poseía.
—No pasa nada —repuso mientras se encogía de
hombros—. Puedo esperar.
Di un suspiro.
—Enséñame el maldito anillo, Edward.
Negó con la cabeza.
—No.
Estudié su expresión durante un buen rato.
—Por favor... —le pedí con voz tierna,
experimentando con el arma que acababa de descubrir. Le acaricié la cara con la
punta de los dedos—. Por favor, ¿puedo verlo?
Edward entornó los ojos.
—Eres la criatura más peligrosa que he
conocido en mi vida —declaró. Pero se levantó y se arrodilló junto a la mesilla
de noche con aquella elegancia inconsciente tan propia de él. Apenas un
instante después volvió a la cama, se sentó a mi lado y me rodeó el hombro con
un brazo. En la otra mano tenía una pequeña caja negra, que depositó en
precario equilibrio sobre mi rodilla izquierda.
—Adelante, échale un vistazo —me instó de
repente.
Sostener aquella cajita de aspecto inofensivo
me resultó más difícil de lo que esperaba, pero no quería volver a herir sus
sentimientos, así que traté de dominar el temblor de mi mano. La caja estaba
forrada de satén negro. Lo acaricié con los dedos, indecisa.
—¿No te habrás gastado mucho dinero? Si lo has
hecho, miénteme.
—No me he gastado nada —me aseguró—. Se trata
de otro objeto usado. Es el mismo anillo que mi padre le dio a mi madre.
—Oh —dije, sorprendida. Después pellizqué la
tapa entre el pulgar y el índice, pero no la abrí.
—Supongo que es demasiado anticuado —se
disculpó medio en broma—. Está tan pasado de moda como yo. Puedo comprarte otro
más moderno. ¿Qué te parece uno de Tiffany's?
—Me gustan las cosas pasadas de moda —murmuré
mientras levantaba la tapa con dedos vacilantes.
Rodeado por raso negro, el anillo de Elizabeth
Masen brillaba a la tenue luz de la habitación. La piedra era un óvalo grande
decorado con filas oblicuas de brillantes piedrecillas redondas. La banda era
de oro, delicada y estrecha, y tejía una frágil red alrededor de los diamantes.
Nunca había visto nada parecido.
Sin pensarlo, acaricié aquellas gemas
resplandecientes.
—Es muy bonito—murmuré, sorprendida de mi
propia reacción.
—¿Te gusta?
—Es precioso —me encogí de hombros, fingiendo
que no me interesaba demasiado—. A cualquiera le gustaría.
Edward soltó una carcajada.
—Pruébatelo, a ver si te queda bien.
Cerré la mano izquierda instintivamente.
—Bella —dijo con un suspiro—, no voy a
soldártelo al dedo. Sólo quiero que te lo pruebes para ver si tengo que
llevarlo a que lo ajusten. Luego te lo puedes quitar.
—Vale —cedí.
Cuando iba a coger el anillo, Edward me
detuvo, tomó mi mano izquierda en la suya y deslizó la alianza por mi dedo
corazón. Después me sujetó la mano en alto para que ambos pudiéramos contemplar
el efecto de los brillantes sobre mi piel. Tenerlo puesto no resultó tan
horrible como había temido.
—Te queda perfecto —afirmó en tono flemático—.
Eso está bien: así me ahorro un paseo a la joyería.
Al percibir la intensa emoción que se ocultaba
bajo el tono despreocupado de su voz, le miré a la cara. A pesar de que
intentaba fingir indiferencia, sus ojos también le delataban.
—Te gusta, ¿verdad? —le pregunté suspicaz,
mientras movía los dedos en el aire y pensaba que era una pena no haberme roto
la mano izquierda.
Edward se encogió de hombros.
—Claro —dijo, siempre en el mismo tono
apático—. Te sienta muy bien.
Le miré a los ojos, tratando de descifrar la
emoción que ardía bajo la superficie. Edward me devolvió la mirada, y todo
disimulo se desvaneció. Su rostro de ángel resplandecía con la alegría de la
victoria. Era una visión tan gloriosa que me cortaba la respiración.
Antes de que pudiera recobrar el aliento,
Edward me besó con labios exultantes. Cuando retiró su boca para susurrarme al
oído, la cabeza me daba vueltas; pero me di cuenta de que su respiración era
tan entrecortada como la mía.
—Sí, me gusta. No sabes cuánto.
Me eché a reír.
—Te creo.
—¿Te importa que haga una cosa? —me preguntó
mientras me abrazaba con fuerza.
—Lo que quieras.
Pero me soltó y se apartó de mí.
—Lo que quieras, excepto eso —me quejé.
Sin hacerme caso, Edward me cogió de la mano y
me levantó de la cama. Después se plantó de pie frente a mí, con las manos
sobre mis hombros y el gesto serio.
—Quiero hacer esto como Dios manda. Por favor,
recuerda que has dicho que sí. No me estropees este momento.
—Oh, no —dije boquiabierta, mientras él
clavaba una rodilla en el suelo.
—Pórtate bien —murmuró.
Respiré hondo.
—Isabella Swan —me miró a través de aquellas
pestañas de una longitud imposible. Sus ojos dorados eran tiernos y, a la vez,
abrasadores—. Prometo amarte para siempre, todos los días de mi vida. ¿Quieres
casarte conmigo?
Quise decirle muchas cosas. Algunas no eran
nada agradables, mientras que otras resultaban más empalagosas y románticas de
lo que el propio Edward habría soñado. Decidí no ponerme en evidencia a mí
misma y me limité a susurrar:
—Sí.
—Gracias —respondió.
Después, tomó mi mano y me besó las yemas de
los dedos antes de besar también el anillo, que ahora me pertenecía.
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