No llegué muy lejos antes de darme cuenta de
que la conducción se había convertido en algo imposible.
Cuando ya no podía ver más, dejé que las
ruedas se deslizaran sobre el arcén lleno de baches y reduje la velocidad hasta
detenerme. Me derrumbé sobre el asiento y me dejé dominar por la debilidad que
había controlado en la habitación de Jacob. Había sido peor de lo que pensaba y
tan fuerte que me tomó por sorpresa. Y sí, había hecho bien en ocultárselo a
Jacob. Nadie debía saber esto jamás.
Pero no estuve sola durante mucho tiempo, sólo
el necesario para que Alice me descubriera allí y los pocos minutos que tardó
él en llegar. La puerta chirrió al abrirse y Edward me abrazó con fuerza.
Al principio fue peor, porque había una
pequeña parte en mí, muy pequeña, pero que iba creciendo y enfadándose a cada
minuto y gritando por todo mi ser, que demandaba unos brazos distintos. Y esto
fue una nueva fuente de culpa que sirvió para condimentar mi pena.
El no dijo nada y me dejó sollozar hasta que
empecé a barbotar el nombre de Charlie.
—¿Estás preparada para volver a casa? ¿De
veras? —me preguntó, dudoso.
Me las arreglé para convencerle, después de
varios intentos, de que no me iba a sentir mejor a corto plazo. Necesitaba
llegar a casa de Charlie antes de que se hiciera tan tarde como para que
telefoneara a Billy.
Así que me llevó a casa, por una vez sin
llegar al máximo de velocidad de mi coche, manteniendo el brazo firmemente
apretado a mi alrededor. Intenté recobrar el control a lo largo de todo el
camino. Pareció un esfuerzo inútil al principio, pero no me di por vencida. Me
dije que era cuestión de unos pocos segundos ‑el tiempo justo para dar unas
cuantas excusas o inventar unas cuantas mentiras‑ y entonces podría derrumbarme
otra vez. Tenía que ser capaz de lograr al menos eso. Busqué a duras penas por
todo mi cerebro, un desesperado intento de encontrar una reserva de fuerza en
alguna parte.
Al final, hallé la suficiente para apagar los
sollozos, o disminuir su fuerza al menos, aunque no pudiera acabar con ellos
del todo. Las lágrimas no hubo forma. No había ninguna triquiñuela por ninguna
parte capaz de ayudarme a controlarlas de ningún modo.
—Espérame arriba —murmuré cuando llegamos a la
puerta de la casa.
Me abrazó con más fuerza aún durante un minuto
y se marchó.
Una vez dentro, me dirigí en línea recta hacia
las escaleras.
—¿Bella? —me llamó Charlie, desde su lugar
habitual en el sofá, cuando pasé de largo.
Me volví para mirarle sin hablar. Se le
salieron los ojos de las órbitas y se puso en pie de un salto.
—¿Qué ha pasado? ¿Está Jacob...? —inquirió.
Sacudí la cabeza con furia mientras intentaba
hallar la voz.
—Está bien, está bien —le prometí, en un tono
bajo y hosco. Y en realidad, Jacob estaba bien físicamente, que era todo lo que
de verdad le preocupaba a Charlie.
—Pero ¿qué ha pasado? —me agarró por los
hombros, con los ojos aún dilatados y llenos de angustia—. ¿Qué es lo que te ha
pasado a ti?
Debía de tener un aspecto mucho peor de lo que
imaginaba.
—Nada, papá. He... tenido que hablar con Jacob
sobre... algunas cosas un poco difíciles. Estoy bien.
Su ansiedad se calmó y fue sustituida por la
desaprobación.
—¿Y éste era realmente el mejor momento? —me
preguntó.
—Es probable que no, papá, pero no me ha
dejado otra alternativa, simplemente había llegado el momento de tener que
elegir... Algunas veces no hay forma de llegar a un punto intermedio.
Sacudió la cabeza con lentitud.
—¿Cómo se lo ha tomado? —no le contesté. Me
miró a la cara durante un minuto y después asintió. Seguro que ésa era
respuesta suficiente—. Espero que no hayas sido un inconveniente para su
recuperación.
—Se cura rápido —mascullé.
Charlie suspiró.
Sentí cómo iba perdiendo el control.
—Estaré en mi cuarto —le dije, sacudiendo los
hombros para desprenderme de sus manos.
—Vale —admitió Charlie. Se daba cuenta de cómo
subía el nivel de las aguas. Nada le asustaba más que las lágrimas.
Hice todo el camino hasta mi habitación a
ciegas y dando tumbos.
Una vez en el interior, luché con el cierre
del cabestrillo, intentando soltarlo con los dedos temblorosos.
—No, Bella —susurró Edward mientras me cogía
las manos—. Esto es parte de quien eres.
Me empujó dentro de la cuna de sus brazos
cuando los sollozos se liberaron de nuevo.
Ese día, que se me había hecho el más largo de
mi vida, no hacía más que estirarse y volverse a estirar y me preguntaba si
alguna vez se acabaría.
Pero, aunque la noche, implacable, se me hizo
larguísima también, no fue la peor de mi vida. Me consolé pensando en eso, y
además... no estaba sola. Y también encontraba muchísimo consuelo en ello.
Los estallidos emocionales aterraban a mi
padre. El pánico le mantuvo alejado de mi habitación y le coartó su deseo de
ver cómo estaba, aunque no paré quieta y él, probablemente, no durmió mucho más
que yo.
De una manera insoportable, esa noche vi con
total claridad las cosas en perspectiva. Pude darme cuenta de todos los errores
que había cometido y todos los detalles del daño infligido, tanto los grandes
como los pequeños. Cada pena que le había causado a Jacob, cada herida de las
que había ocasionado a Edward, se apilaban en nítidos montones que no podía
ignorar ni negar.
Y me di cuenta de que había estado equivocada
todo el tiempo sobre los imanes. No era a Edward y a Jacob a los que había
tratado de reunir, sino que eran aquellas dos partes de mí misma, la Bella de Edward y la de
Jacob, pero juntas no podían coexistir y nunca debería haberlo intentado.
Con eso, sólo había conseguido causar mucho
daño.
En algún momento de la noche recordé la
promesa que me había hecho aquella mañana temprano, la de que nunca permitiría
que Edward me volviera a ver derramar una lágrima más por Jacob Black. El
pensamiento me provocó un ataque de histeria que asustó a Edward mucho más que
los sollozos, pero pasó también, como lo demás, y todo siguió su curso.
Edward habló muy poco; se limitó a abrazarse a
mí en la cama y me dejó que le estropeara la camiseta con mis lágrimas.
Necesité más lágrimas y más tiempo del que
pensaba para purgar esta pequeña ruptura en mi interior. A pesar de todo,
sucedió que al final estaba lo suficientemente exhausta como para quedarme
dormida. La inconsciencia no supuso el total alivio del dolor, sólo un torpe
descanso parecido al sopor, como si fuera una medicina que lo hizo más
soportable; pero las cosas quedaron como estaban, y seguí siendo consciente de
ellas, incluso dormida, aunque me ayudó a hacerme a la idea de lo que
necesitaba hacer.
La mañana trajo con ella, si no una visión más
alegre, al menos un cierto control, y un poco de resignación. De forma
instintiva, comprendí que esta nueva desgarradura en mi corazón me dolería
siempre, convirtiéndose ahora en parte de mí misma. El tiempo lo curaría todo,
o al menos eso es lo que la gente suele decir, pero a mí no me preocupaba si el
tiempo me curaba o no. Lo que importaba era que Jacob se recuperara y volviera
a ser feliz.
No sentí ningún tipo de desorientación cuando
me desperté. Abrí los ojos, secos por fin, y me topé con la mirada de Edward,
llena de ansiedad.
—Hola —le dije. Tenía la voz ronca, así que me
aclaré la garganta. El no contestó. Me observó, esperando que comenzara de
nuevo—. No, estoy bien —le aseguré—. No voy a empezar otra vez —entrecerró los
ojos ante mi afirmación—. Siento que hayas tenido que presenciar esto
—comenté—. No me parece justo para ti.
Puso las manos a cada lado de mi rostro.
—Bella, ¿estás segura de haber efectuado la
elección correcta? Nunca te he visto sufrir tanto... —se le quebró la voz en la
última palabra.
Pero sí que había conocido una pena mayor.
Le toqué los labios.
—Sí.
—No sé... —arrugó el entrecejo—. Si te duele
tanto, ¿cómo puede ser esto lo mejor para ti?
—Edward, tengo claro sin quién no puedo vivir.
—Pero...
Sacudí la cabeza.
—No lo entiendes. Puede que tú seas lo
suficientemente valiente o fuerte para vivir sin mí, si eso fuera lo mejor,
pero yo nunca podría hacer ese sacrificio. Tengo que estar contigo. Es la única
manera en que puedo seguir viviendo.
Aún parecía poco convencido. No debería
haberle dejado quedarse conmigo la noche anterior, pero le necesitaba tanto...
—Acércame ese libro, ¿quieres? —le pedí,
señalando por encima de su hombro.
Frunció las cejas, confundido, pero me lo dio
con rapidez.
—¿Otra vez el mismo? —preguntó.
—Sólo quería encontrar esa parte que
recordaba... para ver con qué palabras lo expresa ella... —pasé las páginas
deprisa, y encontré con facilidad la que buscaba. Había doblado la esquina superior,
ya que eran muchas las veces que había repetido su lectura—. Cathy es un
monstruo, pero hay algunas cosas en las que tiene razón —murmuré, y leí las
líneas en voz queda, en buena parte para mis adentros—. «Si todo pereciera y él
se salvara, yo podría seguir existiendo; y si todo lo demás permaneciera y él
fuera aniquilado, el universo entero se convertiría en un desconocido
totalmente extraño para mí» —asentí, otra vez para mí misma—. Comprendo a la
perfección lo que ella quiere decir, y también sé sin la compañía de quién no
puedo vivir.
Edward me arrebató el libro de las manos y lo
lanzó limpiamente a través de la habitación, aterrizando con un suave golpe
sordo sobre mi escritorio. Enrolló los brazos alrededor de mi cintura.
Una pequeña sonrisa iluminó su rostro
perfecto, aunque la preocupación aún se notaba en la frente.
—Heathcliff también tiene sus aciertos
—comentó. Él no necesitaba el libro para saberse el texto a la perfección, me
estrechó más aún entre sus brazos y me susurró al oído—. «¡No puedo vivir sin
mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!».
—Sí —le contesté en voz baja—. Ése es el tema.
—Bella, no puedo soportar que te sientas tan
mal. Quizá...
—No, Edward. He convertido todo en un
auténtico lío y voy a tener que vivir con ello, pero ya sé lo que quiero y lo
que necesito... y lo que voy a hacer ahora.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora?
Sonreí un poco ante su corrección y después
suspiré.
—Vamos a ver a Alice.
Alice estaba sentada en el primer escalón del
porche, demasiado nerviosa para esperarnos dentro. Parecía a punto de comenzar
un baile de celebración, y estaba muy excitada con las noticias que sabía que
habíamos ido allí a comunicarle.
—¡Gracias, Bella! —gritó en cuanto bajamos del
coche.
—Tranquila, Alice —le advertí, levantando una
mano para contener su júbilo—. Te voy a poner unas cuantas condiciones.
—Ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé. Tengo hasta el
trece de agosto como fecha máxima, tienes poder de veto en la lista de
invitados y no puedo pasarme en nada o no volverás a hablarme jamás.
—Oh, vale. Está bien. Entonces, ya tienes
claras las reglas.
—No te preocupes, Bella, todo será perfecto.
¿Quieres ver tu vestido?
Tuve que respirar varias veces seguidas.
Cualquier cosa que la haga feliz, me dije a mí misma.
—Seguro.
La sonrisa de Alice estaba llena de
suficiencia.
—Esto, Alice —comenté, intentando mostrar un
tono de voz natural, sereno—, ¿cuándo me conseguiste el vestido?
Seguramente no valió mucho como actuación.
Edward me apretó la mano.
Alice encabezó la marcha hacia el interior, subiendo
las escaleras.
—Estas cosas requieren su tiempo, Bella
—-explicó, aunque su tono era algo... evasivo—. Quiero decir que no estaba
segura de que las cosas fueran a tomar este rumbo, pero había una clara
posibilidad...
—¿Cuándo? —volví a preguntarle.
—Perrine Bruyere tiene lista de espera, ya
sabes —me contestó ya a la defensiva—. Las obras maestras artesanales no se
hacen del día a la noche. Si no lo hubiera pensado con antelación, ¡llevarías
puesta cualquier cosa!
No parecía que fuera capaz de dar una réplica
en condiciones, ni siquiera por una vez.
—Per... ¿quién?
—No es un diseñador de los importantes, Bella,
así que no es necesario que pilles una rabieta, pero él me prometió que lo
haría y está especializado en lo que necesito.
—No estoy cogiendo una rabieta.
—No, tienes razón —miró con suspicacia mi
rostro en calma. Así que mientras entraba en su habitación, se volvió hacia
Edward—. Tú... fuera.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Bella —gruñó—. Ya conoces las reglas. Se
supone que él no puede ver el vestido hasta el día del evento.
Volví a respirar hondo.
—A mí eso no me importa, y sabes que ya lo ha
visto en tu mente, pero si así es como lo quieres...
Empujó a Edward hacia la puerta. El ni
siquiera le dedicó una mirada, ya que no me perdía a mí de vista, receloso,
preocupado por dejarme sola. Yo asentí, esperando que mi expresión fuera lo
bastante tranquila como para insuflarle seguridad.
Alice le cerró la puerta en las narices.
—¡Estupendo! —murmuró—. Vamos.
Me cogió de la muñeca y me arrastró hasta su
armario, mayor que todo mi dormitorio, y después tiró de mí hasta la esquina
más lejana, donde una gran bolsa blanca para ropa ocupaba ella sola todo un
perchero.
Abrió la cremallera de la bolsa con un solo
movimiento y después la retiró con cuidado de la percha. Dio un paso hacia
atrás, alargando un brazo hacia ella como si fuera la presentadora de un
programa concurso.
—¿Y bien? —me preguntó casi sin aliento.
Yo lo admiré durante un buen rato para hacerla
rabiar un poco. Su expresión se volvió preocupada.
—Ah —comenté, y sonreí, dejando que se
relajase—. Ya veo.
—¿Qué te parece? —me exigió.
Era otra vez como mi visión de Ana de las
Tejas Verdes.
—Es perfecto, claro. El más apropiado. Eres un
genio.
Ella sonrió abiertamente.
—Ya lo sé.
—¿Mil novecientos dieciocho? —intenté
adivinar.
—Más o menos —admitió ella, asintiendo—. En
parte es diseño mío, la cola, el velo... —acarició el satén blanco mientras
hablaba—. El encaje es de época, ¿te gusta?
—Es precioso. A él le va a gustar mucho.
—¿Y a ti también te parece bien? —insistió
ella.
—Sí, Alice, eso creo. Me parece que es justo
lo que necesito. Y sé que harás un magnífico trabajo con todo, pero si pudieras
controlarte un poquito...
Sonrió encantada.
—¿Puedo ver tu vestido? —le pregunté.
Ella parpadeó, con el rostro blanco.
—¿No pediste tu traje al mismo tiempo? No
quiero que mi dama de honor lleve puesto un trapajo cualquiera —hice como si me
estremeciera de espanto.
Enlazó sus brazos en torno a mi cintura.
—¡Gracias, Bella!
—¿Cómo no has podido ver lo que se nos venía?
—bromeé, besando su pelo erizado—. ¡Pero qué clase de psíquica eres tú!
Alice se retiró bailoteando, y su rostro se
iluminó con entusiasmo renovado.
—¡Tengo tanto que hacer! Vete a jugar con
Edward. He de ponerme a trabajar.
Salió disparada fuera de la habitación y gritó
«¡¡Esme!!» antes de desaparecer.
Yo la seguí a mi propio paso. Edward estaba
esperándome en el vestíbulo, apoyado contra la pared revestida con paneles de
madera.
—Eso ha estado muy bien, pero que muy bien por
tu parte —me felicitó.
—Ella parece feliz —admití.
Me tocó la cara; tenía los ojos muy sombríos,
ya que había pasado mucho tiempo desde que me dejó, y escrutaron mi rostro
minuciosamente.
—Salgamos de aquí —sugirió de súbito—. Vamonos
a nuestro prado.
La idea sonaba bastante atractiva.
—Espero no tener que esconderme más, ¿o sí?
—No. El peligro lo dejamos aquí.
Mientras corría, mantuvo una expresión serena,
pensativa. El viento me azotaba la cara, más cálido ahora que la tormenta había
pasado del todo. Las nubes cubrían el cielo, según su costumbre habitual.
Ese día, el prado tenía un aspecto pacífico,
el de un lugar feliz. Matojos de margaritas punteaban la hierba con una
explosión de blanco y amarillo. Me tumbé, sin hacer caso a la ligera humedad
del suelo y estuve intentando reconocer formas en las nubes. Parecían demasiado
lisas, demasiado suaves. Sin figuras, sólo una manta suave y gris.
Edward se echó a mi lado y me cogió la mano.
—¿El trece de agosto? —me preguntó de forma
casual después de un rato de silencio apacible.
—Eso es un mes antes de mi cumpleaños. No
quiero que esté muy cerca.
Él suspiró.
—Técnicamente, Esme es tres años mayor que
Carlisle. ¿Lo sabías? —sacudí la cabeza—. Y eso no ha supuesto ninguna
diferencia entre ellos.
Mi voz sonó serena, un contrapunto a su ansiedad.
—La edad no es lo que de verdad importa.
Edward, estoy preparada. He escogido la vida que deseo y ahora quiero empezar a
vivirla.
Me revolvió el pelo.
—¿Y el veto a la lista de invitados?
—La verdad es que no me importa, pero yo...
—dudé, ya que no quería extenderme en la explicación, aunque era mejor terminar
de una vez—. No estoy segura de si Alice se va a sentir en la obligación de
invitar a unos cuantos licántropos. No sé si... a Jake le daría por... por
querer venir. Bien por pensar que sería lo correcto, o porque creyera que
heriría mis sentimientos de no hacerlo. El no tiene por qué pasar por esto.
Edward se quedó quieto durante un minuto. Fijé
la mirada en las puntas de las copas de los árboles, casi negras contra el gris
claro del cielo.
De repente, Edward me cogió de la cintura y me
colocó sobre su pecho.
—Dime por qué estás haciendo esto, Bella. ¿Por
qué has decidido ahora darle carta blanca a Alice?
Le repetí la conversación que había tenido con
Charlie la pasada noche, antes de ir a ver a Jacob.
—No sería correcto mantener a Charlie al
margen de la boda —concluí—, y eso incluye a Renée y Phil. Por otro lado,
también quería hacer feliz a Alice. Quizá haría que todo fuera más fácil para
Charlie si pudiera despedirme de él de una forma apropiada. Incluso aunque
piense que es demasiado pronto, no quiero escatimarle la oportunidad de
acompañarme «en el pasillo de la iglesia» —hice una mueca ante las palabras y
después inhalé un gran trago de aire—. Al menos, papá, mamá y mis amigos
conocerán el aspecto mejor de mi elección, lo máximo que puedo compartir con
ellos. Sabrán que te he escogido a ti y sabrán que estamos juntos. Sabrán
también que soy feliz, esté donde esté. Creo que es lo mejor que puedo hacer
por ellos.
Edward me sujetó el rostro entre sus manos,
observándolo atentamente durante un buen rato.
—No hay trato —comentó de forma abrupta.
—¿Qué? —jadeé—. ¿Te estás echando atrás? ¡No!
—No me estoy echando atrás, Bella. Mantendré
mi lado del acuerdo, pero quiero librarte del atolladero. Haz lo que quieras,
sin sentirte atada por nada.
—¿Por qué?
—Bella, ya veo lo que estás haciendo. Estás
intentando hacer que todo el mundo sea feliz y no quiero que andes preocupada
por los sentimientos de los demás. Necesito que tú seas feliz. No te inquietes
por Alice, ya me ocuparé yo de eso. Te prometo que no te hará sentir culpable.
—Pero yo...
—No. Vamos a hacer esto a tu manera. A la mía
no ha funcionado. Te he llamado cabezota, pero mira cómo me he comportado yo.
Me he apegado con una obstinación verdaderamente idiota a lo que consideraba
mejor para ti, y sólo he conseguido herirte. Herirte muy hondo una y otra vez.
Ya no confiaré más en mí. Sé feliz a tu manera, ya que yo siempre lo hago mal.
Eso es lo que hay —cambió de posición debajo de mí, cuadrando los hombros—.
Vamos a hacer esto a tu manera, Bella. Esta noche. Hoy. Cuanto antes mejor.
Hablaré con Carlisle. He estado pensando que quizá si te damos suficiente
morfina no lo pasarás tan mal. Merece la pena intentarlo —apretó los dientes.
—Edward, no...
Me puso un dedo en los labios para cerrarlos.
—No te preocupes, Bella, mi amor. No he
olvidado el resto de tus peticiones.
Introdujo las manos en mi pelo y sus labios se
movieron de modo lento, pero concienzudo, contra los míos, antes de que me
diera cuenta de a qué se estaba refiriendo. De lo que estaba haciendo.
No me quedaba mucho tiempo para reaccionar. Si
esperaba un poco, no sería capaz de recordar por qué tenía que detenerle. Ya
empezaba a no poder respirar bien. Aferré sus brazos con las manos, apretándome
más contra él, mi boca pegada a la suya, contestando de este modo a cualquier
pregunta inexpresada por su parte.
Intenté aclararme la mente, para encontrar un
modo de hablar.
Se dio la vuelta lentamente, presionándome
contra la hierba fría.
¡Oh, vamos, qué importa!, se alegraba mi parte
menos noble. Tenía la mente llena de la dulzura de su aliento.
No, no, no, discutía en mi interior. Sacudí la
cabeza y su boca se deslizó hasta mi cuello, dándome una oportunidad para
recobrar la respiración.
—Para, Edward. Detente —mi voz era tan débil
como mi voluntad.
—¿Por qué? —susurró en el hueco de mi
garganta.
Intenté imprimir algún tipo de resolución en
mi tono.
—No quiero que hagamos esto ahora.
—¿Ah, no? —preguntó, con una sonrisa
transparentándose en su voz. Puso sus labios otra vez sobre los míos y se me
hizo imposible volver a hablar. El fuego corría por mis venas, quemándome donde
mi piel tocaba la suya.
Me obligué a concentrarme. Me costó un
esfuerzo enorme el simple hecho de liberar mis manos de su pelo, y trasladarlas
a su pecho, pero lo hice. Y después le empujé, en un intento de apartarle. No
podría haberlo conseguido sola, pero él respondió como sabía que haría.
Se irguió unos centímetros para mirarme y sus
ojos no ayudaron en nada a respaldar mi resolución, ardiendo de pasión con un
fuego negro.
—¿Por qué? —me preguntó otra vez, su voz baja
y ronca—. Te amo. Te deseo. Justo ahora.
Las mariposas de mi estómago me inundaron la
garganta, y él se aprovechó de mi incapacidad para hablar.
—Espera, espera —intenté musitar entre sus
labios.
—No será por mí —murmuró despechado.
—¿Por favor? —jadeé.
Él gruñó y se apartó dejándose caer sobre su
espalda de nuevo.
Nos quedamos allí echados durante un minuto,
intentando frenar el ritmo de nuestras respiraciones.
—Dime por qué no ahora, Bella —exigió él—. Y
será mejor que no tenga nada que ver conmigo.
Todo en mi mundo tenía que ver con él. Vaya
tontería esperar lo contrario.
—Edward, esto es muy importante para mí. Y
quiero hacerlo bien.
—¿Y cuál es tu definición de «bien»?
—La mía.
Se dio la vuelta apoyándose en el codo y me
miró fijamente, con una expresión de desaprobación.
—¿Y cómo piensas hacer esto bien?
Inspiré en profundidad.
—De forma responsable. Todo a su tiempo. No
voy a dejar a Charlie y a Renée sin lo mejor que les pueda ofrecer. No voy a
privar a Alice de su diversión, si de todas formas me voy a casar. Y me ataré a
ti de todas las formas humanas que haya antes de pedirte que me hagas inmortal.
Quiero cumplir todas las reglas, Edward. Tu alma para mí es muy importante,
demasiado importante para tomármela a la ligera. Y no me vas a hacer cambiar de
opinión en esto.
—Te apuesto a que sí podría —murmuró, con los
ojos llenos de fuego.
—Pero no lo harás —le repliqué, intentando
mantener mi voz bajo control—. No si sabes que esto es lo que quiero de verdad.
—Eso no es jugar limpio —me acusó.
Le sonreí abiertamente.
—Nunca dije que lo haría.
Él me devolvió la sonrisa, con una cierta
nostalgia.
—Si cambias de idea...
—Serás el primero en saberlo —le prometí.
Las nubes empezaron a dejar caer la lluvia
justo en ese momento, unas cuantas gotas dispersas que sonaron con suaves
golpes sordos cuando se estrellaron contra la hierba.
Fulminé al cielo con la mirada.
—Te llevaré a casa —me limpió las pequeñas
gotitas de agua de las mejillas.
—La lluvia no es el problema —refunfuñé—. Esto
sólo quiere decir que es el momento de hacer algo que va a ser muy desagradable
e incluso peligroso de verdad —los ojos se le dilataron alarmados—. Es
estupendo que estés hecho a prueba de balas —suspiré—. Voy a necesitar ese
anillo. Ha llegado la hora de decírselo a Charlie.
Se rió ante la expresión dibujada en mi
rostro.
—Peligroso de verdad —admitió. Se rió otra vez
y luego rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros—. Pero al menos no hay necesidad
de hacer una excursión.
Otra vez deslizó el anillo en su lugar, en el
tercer dedo de mi mano izquierda.
Donde probablemente estaría... durante toda la
eternidad.
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