Llegamos a tiempo de subir a nuestro vuelo por los pelos, y entonces comenzó
la verdadera tortura. El avión haraganeaba ocioso en la pista, mientras los auxiliares
de vuelo paseaban por el pasillo con toda tranquilidad, al tiempo que palmeaban las
bolsas de los portaequipajes superiores para cerciorarse de que estaban bien sujetas.
Los pilotos permanecían apoyados fuera de la cabina de mando y charlaban con ellos
cuando pasaban. La mano de Alice me aferraba con fuerza por el hombro para
tranquilizarme mientras yo, devorada por la ansiedad, no dejaba de moverme en el
asiento de un lado para otro.
—Se va más deprisa volando que corriendo —me recordó en voz baja.
Me limité a asentir una única vez sin dejar de moverme.
Al final, el avión se alejó rodando muy despacio desde el punto de partida y
comenzó a adquirir velocidad con una paulatina regularidad que luego me traería
por la calle de la amargura. Esperaba disfrutar de un reposo cuando hubiéramos
completado el despegue, pero mi impaciencia y mi frenesí no disminuyeron.
Alice sacó el móvil del respaldo del asiendo de delante antes de que
hubiéramos dejado de ascender y le dio la espalda a la azafata, quien la observó con
desaprobación. Hubo algo en mi expresión que la disuadió de acercarse para
protestar.
Intenté dejar de escuchar lo que Alice le decía a Jasper entre susurros, porque
no quería espiarla de nuevo, pero aun así, oía algunas frases sueltas.
—No estoy segura del todo. Le veo hacer cosas diferentes, continúa cambiando
de parecer... Salir a matar a todo el que se ponga por delante, atacar a la guardia,
alzar un coche por encima de la cabeza en la plaza mayor... En su mayoría, son
hechos que lo descubrirían... Él sabe que ésa es la forma más rápida de obligarles a
reaccionar.
»No, no puedes —Alice habló todavía más bajo, hasta que su voz resultó casi
inaudible a pesar de encontrarme a escasos centímetros de ella. Hice lo contrario a lo
que me proponía y escuché con más interés—. Dile a Emmett que él tampoco...
Bueno, pues ve tras Emmett y Rosalie y haz que vuelvan... Piénsalo, Jasper. Si nos ve
a cualquiera de nosotros, ¿qué crees que va a hacer...? —asintió con la cabeza—.
Exactamente...
»Me parece que Bella es la única oportunidad, si es que hay alguna... Haré
cuanto esté en mi mano, pero prepara a Carlisle. Las posibilidades son escasas...
Después, se echó a reír y dijo con voz temblorosa:
—He pensado en ello... Sí, te lo prometo —su voz se hizo más suplicante—. No
me sigas. Te lo juro, Jasper, de un modo u otro me las apañaré para salir de ahí... Te
quiero.
Colgó y se reclinó sobre el respaldo del asiento con los ojos cerrados.
—Detesto mentirle.
—Alice, cuéntamelo todo —le imploré—. No entiendo nada. ¿Por qué le has
dicho a Jasper que detenga a Emmett? ¿Por qué no pueden venir en nuestra ayuda?
—Por dos motivos —susurró sin abrir los ojos—. A él sólo le he explicado el
primero. Nosotras podemos intentar detener a Edward por nuestra cuenta... Si Emmett
lograra ponerle las manos encima, seríamos capaces de detenerle el tiempo suficiente
para convencerle de que sigues viva, pero entonces no podríamos acercarnos hasta él
a hurtadillas, y si nos viera ir a por él, se limitaría a actuar más deprisa. Arrojaría un
coche contra un muro o algo así, y los Vulturis le aplastarían.
»Ése es el segundo motivo, por supuesto, el que no le podía decir a Jasper. Bella,
se produciría un enfrentamiento si ellos acudieran y los Vulturis mataran a Edward.
Las cosas serían muy distintas si tuviéramos la más mínima oportunidad de ganar, si
nosotros cuatro fuéramos capaces de salvar a mi hermano por la vía de la fuerza,
pero no es posible, Bella, y no puedo perder a Jasper de ese modo.
Entendí por qué sus ojos imploraban que la entendiera. Estaba protegiendo a
Jasper a nuestra costa y quizás también a la de Edward, pero la comprendía, y no
pensé mal de ella. Asentí.
—Una cosa —le pregunté—, ¿no puede oírte Edward? ¿No se va a enterar de
que sigo viva en cuanto escuche tus pensamientos y, por tanto, de que no tiene
sentido seguir con esto?
En cualquier caso no tenía sentido, no existía ninguna justificación. Seguía sin
ser capaz de creer que Edward pudiera reaccionar de esa manera. ¡No tenía ni pies ni
cabeza! Recordé con dolorosa claridad aquel día en el sofá, mientras
contemplábamos cómo Romeo y Julieta se mataban el uno al otro. No estaba dispuesto
a vivir sin ti, había afirmado como si eso fuera la conclusión más evidente del mundo.
Y sin embargo, en el bosque, al plantarme, había hablado con convicción cuando me
hizo saber que no sentía nada por mí...
—Puede... si es que está a la escucha —me explicó Alice—; y además, lo creas o
no, es posible mentir con el pensamiento. Si tú hubieras muerto y aun así yo quisiera
detenerle, estaría pensando con toda la intensidad posible «está viva, está viva», y él
lo sabe.
Enmudecí de frustración y me rechinaron los dientes.
—No te hubiera puesto en peligro si existiera alguna forma de conseguirlo sin
ti, Bella. Esto está muy mal por mi parte.
—No seas tonta. Mi persona es lo último por lo que debes preocuparte —sacudí
la cabeza con impaciencia—. Explícame a qué te referías con lo de mentir a Jasper.
Esbozó una sonrisa macabra.
—Le prometí que me iría de la ciudad antes de que me mataran a mí también.
Eso es algo que no puedo garantizar ni por asomo... —enarcó las cejas como si
deseara que me tomara más en serio el peligro.
—¿Quiénes son los Vulturis? —inquirí en un susurro—. ¿Qué los hace
muchísimo más peligrosos que Emmett, Jasper, Rosalie y tú?
Resultaba difícil concebir algo más aterrador que eso.
Ella respiró hondo y luego, de repente, dirigió una oscura mirada por encima
de mis hombros. Me giré a tiempo de ver cómo el hombre del asiento que había al
otro lado del pasillo desviaba la vista, parecía que nos hubiera estado escuchando de
tapadillo. Tenía pinta de ser un hombre de negocios. Vestía traje oscuro y corbata
grande, y sostenía un portátil encima de las rodillas. Levantó la tapa del ordenador y
se puso unos cascos de forma ostensible mientras yo le miraba con irritación.
Me incliné más cerca de Alice, que pegó los labios a mis oídos mientras me
contaba la historia en susurros.
—Me sorprendió que reconocieras el nombre —admitió—, y que cuando
anuncié que se había ido a Italia comprendieras lo que significaba. Pensé que tendría
que explicártelo. ¿Cuánto te contó Edward?
—Sólo me dijo que se trataba de una familia antigua y poderosa, algo similar a
la realeza... y que nadie les contrariaba a menos que quisiera... morir —respondí en
cuchicheos.
—Has de entender —continuó, ahora hablaba más despacio y con mayor
mesura— que los Cullen somos únicos en más sentidos de los que crees. Es... anómalo
que tantos de nosotros seamos capaces de vivir juntos y en paz. Ocurre otro tanto en
la familia de Tanya, en el norte, y Carlisle conjetura que la abstinencia nos facilita un
comportamiento civilizado y la formación de lazos basados en el amor en vez de en
la supervivencia y la conveniencia. Incluso el pequeño aquelarre de James era
inusualmente grande, y ya viste con qué facilidad los abandonó Laurent. Por regla
general, viajamos solos o en parejas. La familia de Carlisle es la mayor que existe,
hasta donde sabemos, con una única excepción: los Vulturis.
»En un principio eran tres: Aro, Cayo y Marco.
—Los he visto en un cuadro del estudio de Carlisle —dije entre dientes.
Alice asintió.
—Dos hembras se les unieron con el paso del tiempo, y los cinco constituyeron
la familia. No estoy segura, pero sospecho que es la edad lo que les confiere esa
habilidad para vivir juntos de forma pacífica. Deben de tener los tres mil años bien
cumplidos, o quizá sean sus dones los que les otorgan una tolerancia especial. Al
igual que Edward y yo, Aro y Marco tienen... talentos —ella continuó antes de que le
pudiera hacer pregunta alguna—. O quizá sea su común amor al poder lo que los
mantiene unidos. Realeza es una descripción acertada.
—Pero si sólo son cinco...
—La familia tiene cinco miembros —me corrigió—, pero eso no incluye a la
guardia.
Respiré hondo.
—Eso suena... temible.
—Lo es —me aseguró—. La última vez que tuve noticias, la guardia constaba
de nueve miembros permanentes. Los demás son... transitorios. La cosa cambia. Y
por si esto fuera poco, muchos de ellos también tienen dones, dones formidables. A
su lado, lo que yo hago parece un truco de salón. Los Vulturis los eligen por sus
habilidades, físicas o de otro tipo.
Abrí la boca para cerrarla después. Me iba pareciendo que no deseaba saber lo
escasas que eran nuestras posibilidades.
Alice volvió a asentir, como si hubiera adivinado exactamente lo que pasaba
por mi cabeza.
—Ninguno de los cinco se mete en demasiados líos y nadie es tan estúpido para
jugársela con ellos. Los Vulturis permanecen en su ciudad y la abandonan sólo para
atender las llamadas del deber.
—¿Deber? —repetí con asombro.
—¿No te contó Edward su cometido?
—No —dije mientras notaba la expresión de perplejidad de mi rostro.
Alice miró una vez más por encima de mi hombro en dirección al hombre de
negocios y volvió a rozarme la oreja con sus labios glaciales.
—No los llaman realeza sin un motivo, son la casta gobernante. Con el
transcurso de los milenios, han asumido el papel de hacer cumplir nuestras reglas, lo
que, de hecho, se traduce en el castigo de los transgresores. Llevan a cabo esa tarea
inexorablemente.
Me llevé tal impresión que los ojos se me salieron de las órbitas.
—¿Hay reglas? —pregunté en un tono de voz tal vez demasiado alto.
—¡Shhh!
—¿No debería habérmelo mencionado antes alguien? —susurré con ira—.
Quiero decir, yo quería... ¡quería ser una de vosotros! ¿No tendría que haberme
explicado alguien lo de las reglas?
Alice se rió entre dientes al ver mi reacción.
—No son complicadas, Bella. El quid de la cuestión se reduce a una única
restricción y, si te detienes a pensarlo, probablemente tú misma la averiguarás.
Lo hice.
—No, ni idea.
Alice sacudió la cabeza, decepcionada.
—Quizás es demasiado obvio. Debemos mantener en secreto nuestra existencia.
—Ah —repuse entre dientes. Era obvio.
—Tiene sentido, y la mayoría de nosotros no necesitamos vigilancia —
prosiguió—, pero al cabo de unos pocos siglos, alguno se aburre o, simplemente,
enloquece. Los Vulturis toman cartas en el asunto antes de que eso les comprometa a
ellos o al resto de nosotros.
—De modo que Edward...
—Planea desacatar abiertamente esa norma en su propia ciudad, el lugar cuyo
dominio ostentan en secreto desde hace tres mil años, desde los tiempos de los
etruscos. Se muestran tan protectores con su ciudad que ni siquiera permiten cazar
dentro de sus muros. Volterra debe de ser el lugar más seguro del mundo... por lo
menos en lo que a ataques de vampiros se refiere.
—Pero dijiste que no salían, entonces ¿cómo se alimentan?
—No salen, les traen el sustento del exterior, a veces desde lugares bastante
lejanos. Eso mantiene distraída a la guardia cuando no está aniquilando disidentes o
protegiendo Volterra de cualquier tipo de publicidad o de...
—... situaciones como ésta, como la de Edward —concluí su frase. Ahora
resultaba sorprendentemente fácil decir su nombre. No estaba segura de dónde
radicaba la diferencia. Tal vez se debía a que en realidad no había planeado vivir
mucho tiempo sin verle si llegábamos tarde y todo lo demás. Me confortaba saber
que tendría una salida fácil.
—Dudo de que se les haya planteado nunca una situación similar a ésta —
murmuró Alice, disgustada—. No hay muchos vampiros suicidas.
Se me escapó de los labios un sonido muy contenido, pero ella pareció
percatarse de que era un grito de dolor. Me pasó su brazo delgado pero firme por
encima de los hombros.
—Haremos cuanto podamos, Bella. Esto todavía no ha terminado.
—Todavía no —dejé que me consolara, aunque sabía que nuestras posibilidades
eran mínimas—. Además, los Vulturis vendrán a por nosotras si armamos jaleo.
Alice se quedó rígida.
—Lo dices como si fuera algo positivo.
Me encogí de hombros.
—Alto ahí, Bella, o de lo contrario damos media vuelta en el aeropuerto de
Nueva York y regresamos a Forks.
—¿Qué?
—Tú sabes perfectamente a qué me refiero. Voy a hacer todo lo que esté en mi
mano para que regreses con Charlie si llegamos tarde para salvar a Edward, y no
quiero que me des ningún problema. ¿Lo comprendes?
—Claro, Alice.
Se dejó caer hacia atrás levemente para poder mirarme.
—Nada de problemas.
—Palabra de boy scout—contesté entre dientes.
Puso los ojos en blanco.
—Ahora, déjame que me concentre. Voy a intentar ver qué trama.
Aunque no retiró el brazo de mis hombros, dejó caer la cabeza sobre el respaldo
para luego cerrar los ojos. Apretó un lado del rostro con la mano libre al tiempo que
se frotaba las sienes con las yemas de los dedos.
La contemplé fascinada durante mucho tiempo. Al final, acabó quedándose
totalmente inmóvil. Su rostro parecía un busto de piedra. Transcurrieron los minutos
y hubiera pensado que se había quedado dormida de no haberla conocido mejor. No
me atreví a interrumpirla para preguntar qué estaba sucediendo.
Deseé tener un tema seguro sobre el que cavilar. No podía permitirme el lujo de
especular con los horrores que teníamos por delante o, para ser más concreta, la
posibilidad de fracasar, a menos que quisiera ponerme a dar gritos.
Tampoco podía anticipar nada. Quizá pudiera salvar a Edward de algún modo
si tenía mucha, mucha, mucha suerte, pero no era tan tonta como para creer que
podría estar con él después de haberle salvado. Yo no era diferente ni más especial
de lo que lo había sido con anterioridad, así que no había ninguna razón nueva por la
que ahora me quisiera, aunque verle para perderle otra vez...
Reprimí la pena. Ése era el precio que debía pagar para salvarle. Y lo pagaría.
Echaron una película y mi vecino se puso los auriculares. Miraba de vez en
cuando las figuras que se movían por la pequeña pantalla, pero ni siquiera fui capaz
de discernir si era una de miedo o una romántica.
El avión comenzó a descender rumbo a la ciudad de Nueva York después de lo
que me pareció una eternidad. Alice permanecía sumida en su trance. Me puse
nerviosa y estiré una mano para tocarla, sólo para retirarla otra vez. Ese movimiento
se repitió una docena de veces antes de que el avión efectuara un aterrizaje movidito.
—Alice —la llamé al fin—. Alice, hemos de irnos.
Le toqué el brazo.
Abrió los ojos con suma lentitud y durante unos instantes sacudió la cabeza de
un lado a otro.
—¿Alguna novedad? —pregunté en voz baja, consciente de que el hombre que
tenía al otro lado estaba a la escucha.
—No exactamente —cuchicheó en voz tan baja que apenas la lograba
escuchar—. Se encuentra más cerca. Ha decidido la forma en que va a plantear su
petición.
Tuvimos que apresurarnos para no perder el trasbordo, pero eso nos vino bien,
mejor que si nos hubiéramos visto obligadas a esperar. Alice cerró los ojos y se
hundió en el mismo sopor, igual que antes, en cuanto estuvimos en el aire. Aguardé
con toda la paciencia posible. Cuando se hizo de noche, descorrí el estor para mirar la
monótona oscuridad del exterior, que no era mucho más agradable que el hueco
cubierto de la ventana.
Me sentía muy agradecida por haber tenido tantos meses de práctica a la hora
de controlar mis pensamientos. En vez de detenerme en las aterradoras posibilidades
del futuro a las que —no importaba lo que dijera Alice— no pretendía sobrevivir, me
concentré en problemas de menor calado, como qué iba a decirle a Charlie a mi
vuelta. Era una cuestión lo bastante espinosa como para ocupar varias horas. ¿Y a
Jacob? Había prometido esperarme, pero ahora ¿seguía vigente esa promesa?
¿Acabaría tirada en casa, sola en Forks, sin nadie a mi alrededor? Quizá no quería
sobrevivir, pasara lo que pasara.
Unos segundos después, Alice me sacudió el hombro. No me había dado cuenta
de que me había dormido.
—Bella —susurró con la voz un poco más alta de la cuenta para un avión a
oscuras repleto de humanos dormidos.
No estaba desorientada... No había permanecido traspuesta durante mucho
tiempo.
—¿Algo va mal?
Los ojos de Alice refulgieron a la tenue luz de la lámpara de lectura encendida
en la parte posterior de nuestra fila.
—No, por ahora todo va bien. Han estado deliberando, pero han decidido
responderle que no.
—¿Los Vulturis? —musité, todavía un poco alelada.
—Por supuesto, Bella. Mantengo el contacto, ahora se lo van a decir.
—Cuéntame.
Un auxiliar de vuelo acudió de puntillas, por el pasillo, hacia nosotras.
—¿Desean una almohada las señoras?
El tono bajo de su pregunta constituía una reprimenda por el volumen
relativamente alto de nuestra conversación.
—No, gracias.
Alice le embelesó con una sonrisa radiante e increíblemente afectuosa. La
expresión del hombre fue de aturdimiento mientras daba la vuelta y regresaba a su
puesto con paso poco firme.
—Cuéntame—musité, hablando casi para mí.
—Se han interesado por él —me susurró al oído—. Creen que su don puede
resultarles útil. Le van a ofrecer un lugar entre ellos.
—¿Y qué va a contestar?
—Aún no lo he visto, pero apostaría a que el lenguaje va a ser subido de tono —
volvió a esbozar otra gran sonrisa—. Ésta es la primera noticia buena, el primer
respiro. Están intrigados y en verdad no desean acabar con él... Aro va a emplear el
término «despilfarro»... Quizá eso le obligue a ser creativo. Cuanto más tiempo
invierta en hacer planes, mejor para nosotras.
Aquello no bastó para hacerme concebir esperanzas ni compartir el evidente
respiro de Alice. Seguía habiendo muchas probabilidades de que llegáramos tarde, y
si no conseguía traspasar los muros de la ciudad de los Vulturis, no podría impedir
que Alice me arrastrara de vuelta a casa.
—¿Alice?
—¿Qué?
—Estoy desconcertada. ¿Cómo es que hoy lo ves con tanta claridad y sin
embargo, en otras ocasiones, vislumbras cosas borrosas, hechos que luego no
suceden?
Cuando la vi entrecerrar los ojos me pregunté si adivinaba en qué estaba
pensando.
—Lo veo claro porque se trata de algo inmediato, cercano, y estoy realmente
concentrada. Las cosas lejanas que vienen por su propia cuenta son simples atisbos,
tenues posibilidades, además de que veo a mi gente con más facilidad que a los
humanos. Con Edward es incluso más fácil, ya que estoy en sintonía con él.
—En ocasiones, me ves —le recordé.
Meneó la cabeza.
—No con la misma claridad.
Suspiré.
—¡Cuánto me habría gustado que hubieras acertado conmigo! Al principio,
cuando tuviste visiones sobre mí incluso antes de conocernos...
—¿Qué quieres decir?
—Me viste convertida en una de vosotros —repuse articulando para que me
leyera los labios.
Ahora suspiró ella.
—Era posible en aquel tiempo...
—En aquel tiempo —repetí.
—La verdad, Bella... —vaciló, y luego pareció hacer una elección—. Te seré
sincera, creo que todo esto ha ido más allá de lo ridículo. Estoy considerando si
debería limitarme a transformarte por mi cuenta.
Me quedé helada de la impresión y la miré fijamente. Mi mente opuso una
resistencia inmediata a sus palabras. No podía permitirme el lujo de albergar ese tipo
de esperanza si luego cambiaba de parecer.
—¿Te he asustado? —inquirió con sorpresa—. Creí que eso era lo que querías.
—¡Y lo quiero! —repuse con voz entrecortada—. ¡Alice, Alice, hazlo ahora!
Podría ayudarte mucho, y no... te retrasaría. ¡Muérdeme!
—¡Chitón! —me avisó. El auxiliar volvía a mirar en nuestra dirección—. Intenta
ser razonable —susurró—. No tenemos tiempo suficiente. Mañana debemos entrar
en Volterra y tú estarías retorciéndote de dolor durante días —hizo una mueca—. Y
creo que el resto del pasaje no reaccionaría bien.
Me mordí el labio.
—Cambiarás de opinión si no lo haces ahora.
—No —torció el gesto con expresión desventurada—. No creo que cambie de
opinión. Él se enfurecerá, pero ¿qué puede hacer al respecto?
Mi corazón latió más deprisa.
—Nada de nada.
Se rió quedamente y volvió a suspirar.
—Depositas mucha fe en mí, Bella. No estoy segura de poder. Lo más probable
es que acabara matándote.
—Me arriesgaré.
—Eres un bicho muy raro, incluso para ser humana.
—Gracias.
—Bueno, de todos modos, esto es pura hipótesis. Antes debemos sobrevivir al
día de mañana.
—Tienes razón.
Al menos, tenía algo a lo que aferrarme si lo lográbamos. Si Alice cumplía su
promesa —y no me mataba—, Edward podía correr todo lo que quisiera en busca de
distracciones, ya que entonces le podría seguir. No iba a dejarle distraerse. Quizá no
quisiera distracciones cuando yo fuera hermosa y fuerte.
—Vuelve a dormirte —me animó ella—. Te despertaré en cuanto haya
novedades.
—Vale —refunfuñé, persuadida de que retomar el sueño era ahora una batalla
perdida.
Alice recogió las piernas sobre el asiento y las abarcó con los brazos para luego
apoyar la cabeza encima de las rodillas. Se balanceó adelante y atrás mientras se
concentraba.
Recliné la cabeza sobre el asiento mientras la observaba y lo siguiente que supe
fue que ella corría de golpe el estor para evitar la entrada de la tenue luminosidad del
cielo oriental.
—¿Qué ha pasado? —pregunté entre dientes.
—Le han comunicado la negativa —contestó en voz baja. Noté que había
desaparecido el entusiasmo de su voz.
Las palabras se me agolparon en la garganta a causa del pánico.
—¿Qué va a hacer?
—Al principio todo era caótico. Yo atisbaba detalles, pero él cambiaba de planes
con demasiada rapidez.
—¿Qué clase de planes? —le urgí.
—Hubo un mal momento... cuando decidió ir de caza —susurró. Me miró, y al
leer en mi rostro que no la comprendía, agregó—: En la ciudad. Le ha faltado poco.
Cambió de idea en el último momento.
—No ha querido decepcionar a Carlisle —musité. No, no le quería defraudar en
el último momento.
—Probablemente —coincidió ella.
—¿Vamos a tener tiempo? —se produjo un cambio en la presión de la cabina
mientras hablaba y el avión se inclinó hacia abajo.
—Eso espero... Quizá sí... a condición de que persevere en su última decisión.
—¿Y cuál es?
—Ha optado por elegir lo sencillo. Va a limitarse a caminar por las calles a la
luz del sol.
Caminar por las calles a la luz del sol. Eso era todo.
Bastaría.
Me consumía el recuerdo de la imagen de Edward en el prado, con la piel
deslumbrante y refulgente como si estuviera hecha de un millón de facetas
diamantinas. Los Vulturis no lo iban a permitir, no si querían que su ciudad siguiera
pasando desapercibida.
Contemplé el tenue resplandor gris que entraba por las ventanas abiertas.
—Vamos a llegar demasiado tarde —susurré, aterrada, con un nudo en la
garganta.
Ella negó con la cabeza.
—Ahora mismo se ha decantado por lo melodramático. Desea tener la máxima
audiencia posible, por lo que elegirá la plaza mayor, debajo de la torre del reloj. Allí
los muros son altos. Va a tener que esperar a que el sol esté en su cenit.
—Entonces, ¿tenemos de plazo hasta mediodía?
—Si hay suerte y no cambia de opinión.
El comandante se dirigió al pasaje por el interfono para anunciar primero en
francés y luego en inglés el inminente aterrizaje. Se oyó un tintineo y las luces del
pasillo parpadearon para indicar que nos abrocháramos los cinturones de seguridad.
—¿A qué distancia está Volterra de Florencia?
—Eso depende de lo deprisa que se conduzca... ¿Bella?
—¿Sí?
Me estudió con la mirada.
—¿Piensas oponerte mucho a que robemos un buen coche?
Un Porsche reluciente de color amarillo chirrió al frenar a pocos centímetros de
donde yo paseaba. La palabra TURBO, garabateada en letra cursiva, ocupaba la parte
posterior del deportivo. En la atestada acera del aeropuerto todo el mundo —además
de mí— se giró para mirarlo.
—¡Rápido, Bella! —gritó Alice con impaciencia por la ventana abierta del
asiento del copiloto.
Corrí hacia la puerta y la abrí de un tirón sin poder evitar la sensación de que
ocultaba el rostro bajo una media negra.
—¡Jesús! —me quejé—, ¿no podías haber robado otro coche menos llamativo,
Alice?
El interior era todo de cuero negro y las ventanas tenían cristales tintados.
Dentro me sentía segura, como si fuera de noche.
Alice ya se había puesto a zigzaguear a toda pastilla por el denso tráfico del
aeropuerto y se deslizaba por los minúsculos espacios que había entre los vehículos
de tal modo que me encogí y busqué a tientas el cinturón de mi asiento.
—La pregunta importante —me corrigió— es si podía haber robado un coche
más rápido, y creo que no. Tuve suerte.
—Va a ser un verdadero consuelo en el próximo control de carretera, seguro.
Gorjeó una carcajada y dijo:
—Confía en mí, Bella. Si alguien establece un control de carretera, lo hará
después de que pasemos nosotras.
Entonces le dio más gas al coche, como si eso demostrara que tenía razón.
Probablemente debería haber contemplado por el cristal de la ventana primero
la ciudad de Florencia y luego el paisaje de la Toscana, que pasaban ante mis ojos
desdibujados por la velocidad. Éste era mi primer viaje a cualquier sitio, y quizá
también el último. Pero la conducción de Alice me llenó de pánico a pesar de que
sabía que era una persona fiable al volante. Además, la ansiedad me atormentó en
cuanto empecé a divisar las colinas y los pueblos amurallados tan semejantes a
castillos desde la distancia.
—¿Ves alguna cosa más?
—Hay algún evento —murmuró Alice—, un festival o algo por el estilo. Las
calles están llenas de gente y banderas rojas. ¿Qué día es hoy?
No estaba del todo segura.
—¿No estamos a día diecinueve?
—Menuda ironía, es el día de San Marcos.
—¿Y eso qué significa?
Se rió entre dientes.
—La ciudad celebra un festejo todos los años. Según afirma la leyenda, un
misionero cristiano, el padre Marcos —de hecho, es el Marco de los Vulturis—
expulsó a todos los vampiros de Volterra hace mil quinientos años. La historia
asegura que sufrió martirio en Rumania, hasta donde había viajado para seguir
combatiendo el flagelo del vampirismo. Por supuesto, todo es una tontería... Nunca
salió de la ciudad, pero de ahí es de donde proceden algunas supersticiones tales
como las cruces y los dientes de ajo. El padre Marcos las empleó con éxito, y deben
funcionar, porque los vampiros no han vuelto a perturbar a Volterra —esbozó una
sonrisa sardónica—. Se ha convertido en la fiesta de la ciudad y un acto de
reconocimiento al cuerpo de policía. Al fin y al cabo, Volterra es una ciudad
sorprendentemente segura y la policía se anota el tanto.
Comprendí a qué se refería al emplear la palabra «ironía».
—No les va a hacer mucha gracia que Edward la arme el día de San Marcos,
¿verdad?
Alice sacudió la cabeza con expresión desalentadora.
—No. Actuarán muy deprisa.
Desvié la vista mientras intentaba evitar que mis dientes perforaran la piel de
mi labio inferior. Empezar a sangrar en ese momento no era la mejor idea.
—¿Sigue planeando actuar a mediodía? —comprobé.
—Sí. Ha decidido esperar, y ellos le están esperando a él.
—Dime qué he de hacer.
Ella no apartó la vista de las curvas de la carretera. La aguja del velocímetro
estaba a punto de tocar el extremo derecho del indicador de velocidad.
—No tienes que hacer nada. Sólo debe verte antes de caminar bajo la luz, y
tiene que verte a ti antes que a mí.
—¿Y cómo conseguiremos que salga bien?
Un pequeño coche rojo que iba delante pareció ir marcha atrás cuando Alice lo
adelantó zumbando.
—Voy a acercarte lo máximo posible, luego vas a tener que correr en la
dirección que te indique.
Asentí.
—Procura no tropezar —añadió—. Hoy no tenemos tiempo para una
conmoción cerebral.
Gemí. Arruinarlo todo, destruir el mundo en un momento de torpeza supina
sería muy propio de mí.
El sol continuaba encaramándose a lo alto del cielo mientras Alice le echaba una
carrera. Brillaba demasiado, y me entró pánico de que, después de todo, no sintiera la
necesidad de esperar a mediodía.
—Allí —informó de pronto Alice mientras señalaba una ciudad encastillada en
lo alto del cerro más cercano.
Mientras la miraba, sentí la primera punzada de un miedo diferente. Desde el
día anterior por la mañana —se me antojaba que había transcurrido una semana por
lo menos—, cuando Alice pronunció su nombre al pie de las escaleras, sólo había
sentido una clase de temor. Pero ahora, mientras contemplaba sus antiguos muros de
color siena y las torres que coronaban la cima del empinado cerro, me sentí
traspasada por otro tipo de pavor más egoísta y personal.
Había supuesto que la ciudad sería muy bonita, pero me dejó totalmente
aterrorizada.
—Volterra —anunció Alice con voz monocorde y fría.
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