martes, 25 de diciembre de 2012

Cincuenta 50 sombras de Grey: Capítulo 1


Agradecimientos
Quiero agradecer a las siguientes personas su ayuda y su apoyo:
A mi marido, Niall, gracias por aguantar mi obsesión, por ser un dios doméstico 
y por hacer la primera revisión del manuscrito.
A mi jefa, Lisa, gracias por soportarme durante el último año, o más, mientras 
yo me permitía esta locura.
A C.C.L., solo puedo darte las gracias.
A las originarias  bunker babes: gracias por vuestra amistad y vuestro apoyo 
constante.
A S.R., gracias por todos tus  útiles consejos desde el principio y por ser el 
primero.
A Sue Malone, gracias por ordenarme la vida.
A Amanda y a todos los de TWCS, gracias por apostar por mí.





Me miro en el espejo y frunzio el ceño, frustrada. Qué asco de pelo. No hay manera 
con  él. Y maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma y me ha 
metido en este lío. Tendría que estar estudiando para los exámenes finales, que son 
la semana que viene, pero aquí estoy, intentando hacer algo con mi pelo. No debo 
meterme en la cama con el pelo mojado. No debo meterme en la cama con el pelo 
mojado. Recito varias veces este mantra mientras intento una vez más controlarlo 
con el cepillo. Me desespero, pongo los ojos en blanco, después observo a la chica 
pálida, de pelo castaño y ojos azules exageradamente grandes que me mira, y me 
rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde en una coleta y confiar en 
estar medio presentable.
Kate es mi compañera de piso, y ha tenido que pillar un resfriado precisamente 
hoy. Por eso no puede ir a la entrevista que había concertado para la revista de la 
facultad con un megaempresario del que yo nunca había oído hablar. Así que va a 
tocarme a mí. Tengo que estudiar para los exámenes finales, tengo que terminar un 
trabajo y se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que voy a 
hacer esta tarde es conducir más de doscientos kilómetros hasta el centro de Seattle 
para reunirme con el enigmático presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. 
Como empresario excepcional y principal mecenas de nuestra universidad, su 
tiempo es extraordinariamente valioso  —mucho más que el mío—, pero ha 
concedido una entrevista a Kate. Un bombazo, según ella. Malditas sean sus 
actividades extraacadémicas.
Kate está acurrucada en el sofá del salón.
—Ana, lo siento. Tardé nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que 
me cambien el día, tendré que esperar otros seis meses, y para entonces las dos 
estaremos graduadas. Soy la responsable de la revista, así que no puedo echarlo 
todo a perder. Por favor… —me suplica Kate con voz ronca por el resfriado.
¿Cómo lo hace? Incluso enferma está guapísima, realmente atractiva, con su 
pelo rubio rojizo perfectamente peinado y sus brillantes ojos verdes, aunque ahora 
los tiene rojos y llorosos. Paso por alto la inoportuna punzada de lástima que me 
inspira.—Claro que iré, Kate. Vuelve a la cama.  ¿Quieres una aspirina o un 
paracetamol?
—Un paracetamol, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo 
tienes que apretar aquí. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
—No sé nada de él —murmuro intentando en vano reprimir el pánico, que es 
cada vez mayor.
—Te harás una idea por las preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que 
llegues tarde.
—Vale, me voy. Vuelve a la cama. Te he preparado una sopa para que te la 
calientes después.
La miro con cariño. Solo haría algo así por ti, Kate.
—Sí, lo haré. Suerte. Y gracias, Ana. Me has salvado la vida, para variar.
Cojo el bolso, le lanzo una sonrisa y me dirijo al coche. No puedo creerme que 
me haya dejado convencer, pero Kate es capaz de convencer a cualquiera de lo que 
sea. Será una excelente periodista. Sabe expresarse y discutir, es fuerte, convincente 
y guapa. Y es mi mejor amiga.
Apenas hay tráfico cuando salgo de Vancouver, Washington, en dirección a la 
interestatal 5. Es temprano y no tengo que estar en Seattle hasta las dos del 
mediodía. Por suerte, Kate me ha dejado su Mercedes CLK. No tengo nada claro 
que pudiera llegar a tiempo con Wanda, mi viejo Volkswagen Escarabajo. 
Conducir el Mercedes es muy agradable. Piso con fuerza el acelerador, y los 
kilómetros pasan volando.
Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Grey, un enorme 
edificio de veinte plantas, una fantasía arquitectónica, todo él de vidrio y acero, y 
con las palabras GREY HOUSE en un discreto tono metálico en las puertas 
acristaladas de la entrada. Son las dos menos cuarto cuando llego. Entro en el 
inmenso —y francamente intimidante— vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca, 
muy aliviada por no haber llegado tarde.
Desde el otro lado de un sólido mostrador de piedra me sonríe amablemente 
una chica rubia, atractiva y muy arreglada. Lleva la americana gris oscura y la 
falda blanca más elegantes que he visto jamás. Está impecable.
—Vengo a ver al señor Grey. Anastasia Steele, de parte de Katherine Kavanagh.
—Discúlpeme un momento, señorita Steel —me dice alzando las cejas.
Espero tímidamente frente a ella. Empiezo a pensar que debería haberme puesto una americana de vestir de Kate en lugar de mi chaqueta azul marino. He hecho 
un esfuerzo y me he puesto la única falda que tengo, mis cómodas botas marrones 
hasta la rodilla y un jersey azul. Para mí ya es ir elegante. Me paso por detrás de la 
oreja un mechón de pelo que se me ha soltado de la coleta fingiendo no sentirme 
intimidada.
—Sí, tiene cita con la señorita Kavanagh. Firme aquí, por favor, señorita Steel. El 
último ascensor de la derecha, planta 20.
Me sonríe amablemente, sin duda divertida, mientras firmo.
Me tiende un pase de seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE. No 
puedo evitar sonreír. Es obvio que solo estoy de visita. Desentono completamente. 
No pasa nada, suspiro para mis adentros. Le doy las gracias y me dirijo hacia los 
ascensores, más allá de los dos vigilantes, ambos mucho más elegantes que yo con 
su traje negro de corte perfecto.
El ascensor me traslada a la planta 20 a una velocidad de vértigo. Las puertas se 
abren y salgo a otro gran vestíbulo, también de vidrio, acero y piedra blanca. Me 
acerco a otro mostrador de piedra y me saluda otra chica rubia vestida 
impecablemente de blanco y negro.
—Señorita Steele, ¿puede esperar aquí, por favor? —me pregunta señalándome 
una zona de asientos de piel de color blanco.
Detrás de los asientos de piel hay una gran sala de reuniones con las paredes de 
vidrio, una mesa de madera oscura, también grande, y al menos veinte sillas a 
juego. Más allá, un ventanal desde el suelo hasta el techo que ofrece una vista de 
Seattle hacia el Sound. La vista es  tan impactante que me quedo 
momentáneamente paralizada. Uau.
Me siento, saco las preguntas del bolso y les echo un vistazo maldiciendo por 
dentro a Kate por no haberme pasado una breve biografía. No sé nada del hombre 
al que voy a entrevistar. Podría tener tanto noventa años como treinta. La 
inseguridad me mortifica y, como estoy nerviosa, no paro de moverme. Nunca me 
he sentido cómoda en las entrevistas cara a cara. Prefiero el anonimato de una 
charla en grupo, en la que puedo sentarme al fondo de la sala y pasar inadvertida. 
Para ser sincera, lo que me gusta es estar sola, acurrucada en una silla de la 
biblioteca del campus universitario leyendo una buena novela inglesa, y no 
removiéndome en el sillón de un enorme edificio de vidrio y piedra.
Suspiro. Contrólate, Steele. A juzgar por el edificio, demasiado aséptico y 
moderno, supongo que Grey tendrá unos cuarenta años. Un tipo que se mantiene 
en forma, bronceado y rubio, a juego con el resto del personal.De una gran puerta a la derecha sale otra rubia elegante, impecablemente 
vestida. ¿De dónde sale tanta rubia inmaculada? Parece que las fabriquen en serie. 
Respiro hondo y me levanto.
—¿Señorita Steele? —me pregunta la última rubia.
—Sí —le contesto con voz ronca y carraspeo—. Sí —repito, esta vez en un tono 
algo más seguro.
—El señor Grey la recibirá enseguida. ¿Quiere dejarme la chaqueta?
—Sí, gracias —le contesto intentando con torpeza quitarme la chaqueta.
—¿Le han ofrecido algo de beber?
—Pues… no.
Vaya, ¿estaré metiendo en problemas a la rubia número uno?
La rubia número dos frunce el ceño y lanza una mirada a la chica del mostrador.
—¿Quiere un té, café, agua? —me pregunta volviéndose de nuevo hacia mí.
—Un vaso de agua, gracias —le contesto en un murmullo.
—Olivia, tráele a la señorita Steele un vaso de agua, por favor —dice en tono 
serio.
Olivia sale corriendo de inmediato y desaparece detrás de una puerta al otro 
lado del vestíbulo.
—Le ruego que me disculpe, señorita Steele. Olivia es nuestra nueva empleada 
en prácticas. Por favor, siéntese. El señor Grey la atenderá en cinco minutos.
Olivia vuelve con un vaso de agua muy fría.
—Aquí tiene, señorita Steele.
—Gracias.
La rubia número dos se dirige al enorme mostrador. Sus tacones resuenan en el 
suelo de piedra. Se sienta y ambas siguen trabajando.
Quizá el señor Grey insista en que todos sus empleados sean rubios. Estoy 
distraída, preguntándome si eso es legal, cuando la puerta del despacho se abre y 
sale un afroamericano alto y atractivo, con el pelo rizado y vestido con elegancia. 
Está claro que no podría haber elegido peor mi ropa.
Se vuelve hacia la puerta.
—Grey, ¿jugamos al golf esta semana?
No oigo la respuesta. El afroamericano me ve y sonríe. Se le arrugan las comisuras de los ojos. Olivia se ha levantado de un salto para ir a llamar al 
ascensor. Parece que destaca en eso de pegar saltos de la silla. Está más nerviosa 
que yo.
—Buenas tardes, señoritas —dice el afroamericano metiéndose en el ascensor.
—El señor Grey la recibirá ahora, señorita Steele. Puede pasar —me dice la rubia 
número dos.
Me levanto tambaleándome un poco e intentando contener los nervios. Cojo mi 
bolso, dejo el vaso de agua y me dirijo a la puerta entornada.
—No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.
Empujo la puerta, tropiezo con mi propio pie y caigo de bruces en el despacho.
Mierda, mierda. Qué patosa… Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el 
suelo en la entrada del despacho del señor Grey, y unas manos amables me rodean 
para ayudarme a levantarme. Estoy muerta de vergüenza, ¡qué torpe! Tengo que 
armarme de valor para alzar la vista. Madre mía, qué joven es.
—Señorita Kavanagh  —me dice tendiéndome una mano de largos dedos en 
cuanto me he incorporado—. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Muy  joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto, con un elegantísimo traje gris, 
camisa blanca y corbata negra, con un pelo rebelde de color cobrizo y brillantes 
ojos grises que me observan atentamente. Necesito un momento para poder 
articular palabra.
—Bueno, la verdad…
Me callo. Si este tipo tiene más de treinta años, yo soy bombera. Le doy la mano, 
aturdida, y nos saludamos. Cuando nuestros dedos se tocan, siento un extraño y 
excitante escalofrío por todo el cuerpo. Retiro la mano a toda prisa, incómoda. 
Debe de ser electricidad estática. Parpadeo rápidamente, al ritmo de los latidos de 
mi corazón.
—La señorita Kavanagh está indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero 
que no le importe, señor Grey.
—¿Y usted es…?
Su voz es cálida y parece divertido, pero su expresión impasible no me permite 
asegurarlo. Parece ligeramente interesado, pero sobre todo muy educado.
—Anastasia Steele. Estudio literatura inglesa con Kate… digo… Katherine…
bueno… la señorita Kavanagh, en la Estatal de Washington.
—Ya veo —se limita a responderme.Creo ver el esbozo de una sonrisa en su expresión, pero no estoy segura.
—¿Quiere sentarse?  —me pregunta señalándome un sofá blanco de piel en 
forma de L.
Su despacho es exageradamente grande para una sola persona. Delante de los 
ventanales panorámicos hay una mesa de madera oscura en la que podrían comer 
cómodamente seis personas. Hace juego con la mesita junto al sofá. Todo lo demás 
es blanco —el techo, el suelo y las paredes—, excepto la pared de la puerta, en la 
que treinta y seis cuadros pequeños forman una especie de mosaico cuadrado. Son 
preciosos, una serie de objetos prosaicos e insignificantes, pintados con tanto 
detalle que parecen fotografías. Pero, colgados juntos en la pared, resultan 
impresionantes.
—Un artista de aquí. Trouton —me dice el señor Grey cuando se da cuenta de lo 
que estoy observando.
—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario 
—murmuro distraída, tanto por él como por los cuadros.
Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.
—No podría estar más de acuerdo, señorita Steele —me contesta en voz baja.
Y por alguna inexplicable razón me ruborizo.
Aparte de los cuadros, el resto del despacho es frío, limpio y aséptico. Me 
pregunto si refleja la personalidad del Adonis que está sentado con elegancia 
frente a mí en una silla blanca de piel. Bajo la cabeza, alterada por la dirección que 
están tomando mis pensamientos, y saco del bolso las preguntas de Kate. Luego 
preparo la grabadora con tanta torpeza que se me cae dos veces en la mesita. El 
señor Grey no abre la boca. Aguarda pacientemente —eso espero—, y yo me siento 
cada vez más avergonzada y me pongo más roja. Cuando reúno el valor para 
mirarlo, está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor 
de la barbilla y con el largo dedo  índice cruzándole los labios. Creo que intenta 
ahogar una sonrisa.
—Pe… Perdón —balbuceo—. No suelo utilizarla.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Steele —me contesta.
—¿Le importa que grabe sus respuestas?
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la 
grabadora?
Me ruborizo.  ¿Está bromeando? Eso espero. Parpadeo, no sé qué decir, y creo 
que se apiada de mí, porque acepta.—No, no me importa.
—¿Le explicó Kate… digo… la señorita Kavanagh para dónde era la entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo 
entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.
Vaya. Acabo de enterarme. Y por un momento me preocupa que alguien no 
mucho mayor que yo —vale, quizá seis o siete años, y vale, un megatriunfador, 
pero aun así— me entregue el título. Frunzo el ceño e intento centrar mi caprichosa 
atención en lo que tengo que hacer.
—Bien —digo tragando saliva—. Tengo algunas preguntas, señor Grey.
Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Sí, creo que debería preguntarme algo —me contesta inexpresivo.
Está burlándose de mí. Al darme cuenta de ello, me arden las mejillas. Me 
incorporo un poco y estiro la espalda para parecer más alta e intimidante. Pulso el 
botón de la grabadora intentando parecer profesional.
—Es usted muy joven para haber amasado este imperio.  ¿A qué se debe su 
éxito?
Le miro y él esboza una sonrisa burlona, pero parece ligeramente decepcionado.
—Los negocios tienen que ver  con las personas, señorita Steele, y yo soy muy 
bueno analizándolas. Sé cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo 
que las inspira y cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago 
bien. —Se calla un instante y me clava su mirada gris—. Creo que para tener éxito 
en cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer 
cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo 
decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato para 
reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas adecuadas. La 
base es siempre contar con las personas adecuadas.
—Quizá solo ha tenido suerte.
Este comentario no está en la lista de Kate, pero es que es tan arrogante… Por un 
momento la sorpresa asoma a sus ojos.
—No creo en la suerte ni en la casualidad, señorita Steele. Cuanto más trabajo, 
más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas 
adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo 
que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se 
desarrollen.—Parece usted un maniático del control.
Las palabras han salido de mi boca antes de que pudiera detenerlas.
—Bueno, lo controlo todo, señorita Steele —me contesta sin el menor rastro de 
sentido del humor en su sonrisa.
Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Se me dispara el corazón y vuelvo a 
ruborizarme.
¿Por qué tiene este desconcertante efecto sobre mí?  ¿Quizá porque es 
irresistiblemente atractivo?  ¿Por cómo me mira fijamente?  ¿Por cómo se pasa el 
dedo índice por el labio inferior? Ojalá dejara de hacerlo.
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más  íntimo, que has nacido para 
ejercer el control te concede un inmenso poder —sigue diciéndome en voz baja.
—¿Le parece a usted que su poder es inmenso?
Maniático del control, añado para mis adentros.
—Tengo más de cuarenta mil empleados, señorita Steele. Eso me otorga cierto 
sentido de la responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me 
interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil 
personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco más de un mes.
Me quedo boquiabierta. Su falta de humildad me deja estupefacta.
—¿No tiene que responder ante una junta directiva? —le pregunto asqueada.
—Soy el dueño de mi empresa. No tengo que responder ante ninguna junta 
directiva.
Me mira alzando una ceja y me ruborizo. Claro, lo habría sabido si me hubiera 
informado un poco. Pero, maldita sea, qué arrogante… Cambio de táctica.
—¿Y cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Steele. —Esboza una sonrisa casi 
imperceptible—. Muy diversas.
Por alguna razón, su mirada firme me confunde y me enciende. Pero en sus ojos 
se distingue un brillo perverso.
—Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme?
Sonríe mostrando sus dientes, blancos y perfectos. Contengo la respiración. Es 
realmente guapo. Debería estar prohibido ser tan guapo.
—Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas.  —Cambia de posición en su silla—. Soy muy rico, señorita 
Steele, así que tengo aficiones caras y fascinantes.
Echo un rápido vistazo a las preguntas de Kate con la intención de no seguir con 
ese tema.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto? —le pregunto.
¿Por qué hace que me sienta tan incómoda?
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su 
mecanismo, cómo  se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos.  ¿Qué
puedo decirle?
—Parece que el que habla es su corazón, no la lógica y los hechos.
Frunce los labios y me observa de arriba abajo.
—Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón.
—¿Por qué dirían algo así?
—Porque me conocen bien. —Me contesta con una sonrisa irónica.
—¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?
Y nada más preguntárselo lamento haberlo hecho. No está en la lista de Kate.
—Soy una persona muy reservada, señorita Steele.  Hago todo lo posible por 
proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas.
—¿Por qué aceptó esta?
—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no 
podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis 
relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.
Sé lo tenaz que puede llegar a ser Kate. Por eso estoy sentada aquí, incómoda y 
muerta de vergüenza ante la mirada penetrante de este hombre, cuando debería 
estar estudiando para mis exámenes.
—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Steele, y hay demasiada gente en el mundo que 
no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico.  ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del 
mundo?
Se encoge de hombros, como dándome largas.
—Es un buen negocio —murmura.Pero creo que no está siendo sincero. No tiene sentido. ¿Alimentar a los pobres 
del mundo? No veo por ningún lado qué beneficios económicos puede 
proporcionar. Lo único que veo es que se trata de una idea noble. Echo un vistazo a 
la siguiente pregunta, confundida por su actitud.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de 
Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede 
adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy 
peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.
—Entonces quiere poseer cosas…
Es usted un obseso del control.
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
—Parece usted el paradigma del consumidor.
—Lo soy.
Sonríe, pero la sonrisa no ilumina su mirada. De nuevo no cuadra con una 
persona que quiere alimentar al mundo, así que no puedo evitar pensar que 
estamos hablando de otra cosa, pero no tengo ni la menor idea de qué. Trago 
saliva. En el despacho hace cada vez más calor, o quizá sea cosa mía. Solo quiero 
acabar de una vez la entrevista. Seguro que Kate tiene ya bastante material. Echo 
un vistazo a la siguiente pregunta.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera 
de ser?
Vaya, una pregunta personal. Lo miro con la esperanza de que no se ofenda. 
Frunce el ceño.
—No puedo saberlo.
Me pica la curiosidad.
—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?
—Todo el mundo lo sabe, señorita Steele —me contesta muy serio.
Mierda. Sí, claro. Si hubiera sabido que iba a hacer esta entrevista, me habría 
informado un poco. Cambio de tema rápidamente.
—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta —me replica en tono seco.
—Perdón.No puedo quedarme quieta. Ha conseguido que me sienta como una niña 
perdida. Vuelvo a intentarlo.
—¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. 
Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.
—¿Es usted gay, señor Grey?
Respira hondo. Estoy avergonzada, abochornada. Mierda.  ¿Por qué no he 
echado un vistazo  a la pregunta antes de leerla?  ¿Cómo voy a decirle que estoy 
limitándome a leer las preguntas? Malditas sean Kate y su curiosidad.
—No, Anastasia, no soy gay.
Alza las cejas y me mira con ojos fríos. No parece contento.
—Le pido disculpas. Está… bueno… está aquí escrito.
Ha sido la primera vez que me ha llamado por mi nombre. El corazón se me ha 
disparado y vuelven a arderme las mejillas. Nerviosa, me coloco el mechón de pelo 
detrás de la oreja.
Inclina un poco la cabeza.
—¿Las preguntas no son suyas?
Quiero que se me trague la tierra.
—Bueno… no. Kate… la señorita Kavanagh… me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la revista de la facultad?
Oh, no. No tengo nada que ver con la revista. Es una actividad extraacadémica 
de ella, no mía. Me arden las mejillas.
—No. Es mi compañera de piso.
Se frota la barbilla con parsimonia y sus ojos grises me observan atentamente.
—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista?  —me pregunta en tono 
inquietantemente tranquilo.
A ver,  ¿quién se supone que entrevista a quién? Su mirada me quema por 
dentro y no puedo evitar decirle la verdad.
—Me lo ha pedido ella. No se encuentra bien —le contesto en voz baja, como 
disculpándome.
—Esto explica muchas cosas.
Llaman a la puerta y entra la rubia número dos.—Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de 
dos minutos.
—No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.
Andrea se queda boquiabierta, sin saber qué contestar. Parece perdida. El señor
Grey vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone 
colorada. Menos mal, no soy la única.
—Muy bien, señor Grey —murmura, y sale del despacho.
Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.
—¿Por dónde íbamos, señorita Steele?
Vaya, ya estamos otra vez con lo de «señorita Steele».
—No quisiera interrumpir sus obligaciones.
—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.
Sus ojos grises brillan de curiosidad. Mierda, mierda. ¿Qué pretende? Apoya los 
codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos 
frente a la boca. Su boca me… me desconcentra. Trago saliva.
—No hay mucho que saber —le digo volviéndome a ruborizar.
—¿Qué planes tiene después de graduarse?
Me encojo de hombros. Su interés me desconcierta. Venirme a Seattle con Kate, 
encontrar trabajo… La verdad es que no he pensado mucho más allá de los 
exámenes.
—No he hecho planes, señor Grey. Tengo que aprobar los exámenes finales.
Y ahora tendría que estar estudiando, no sentada en su inmenso, aséptico y 
precioso despacho, sintiéndome incómoda frente a su penetrante mirada.
—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas  —me dice en tono 
tranquilo.
Alzo las cejas sorprendida. ¿Está ofreciéndome trabajo?
—Lo tendré en cuenta —murmuro confundida—. Aunque no creo que encajara 
aquí.
Oh, no. Ya estoy otra vez pensando en voz alta.
—¿Por qué lo dice?
Ladea un poco la cabeza, intrigado, y una ligera sonrisa se insinúa en sus labios.
—Es obvio, ¿no?Soy torpe, desaliñada y no soy rubia.
—Para mí no.
Su mirada es intensa y su atisbo de sonrisa ha desaparecido. De pronto siento 
que unos extraños músculos me oprimen el estómago. Aparto los ojos de su 
mirada escrutadora y me contemplo los nudillos, aunque no los veo.  ¿Qué está
pasando? Tengo que marcharme ahora mismo. Me inclino hacia delante para coger 
la grabadora.
—¿Le gustaría que le enseñara el edificio? —me pregunta.
—Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en coche a Vancouver?
Parece sorprendido, incluso nervioso. Mira por la ventana. Ha empezado a 
llover.
—Bueno, conduzca con cuidado —me dice en tono serio, autoritario.
¿Por qué iba a importarle?
—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —añade.
—Sí —le contesto metiéndome la grabadora en el bolso.
Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando.
—Gracias por la entrevista, señor Grey.
—Ha sido un placer —me contesta, tan educado como siempre.
Me levanto, se levanta también él y me tiende la mano.
—Hasta la próxima, señorita Steele.
Y suena como un desafío, o como una amenaza. No estoy segura de cuál de las 
dos cosas. Frunzo el ceño. ¿Cuándo volveremos a vernos? Le estrecho la mano de 
nuevo, perpleja de que esa extraña corriente siga circulando entre nosotros. Deben 
de ser nervios.
—Señor Grey.
Me despido de  él con un movimiento de cabeza.  Él se dirige a la puerta con 
gracia y agilidad, y la abre de par en par.
—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Steele.
Me sonríe. Está claro que se refiere a mi poco elegante entrada en su despacho. 
Me ruborizo.
—Muy amable, señor Grey —le digo bruscamente.Su sonrisa se acentúa. Me alegro de haberle divertido.  Salgo al vestíbulo 
echando chispas y me sorprende que me siga. Andrea y Olivia levantan la mirada, 
tan sorprendidas como yo.
—¿Ha traído abrigo? —me pregunta Grey.
—Chaqueta.
Olivia se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Grey le quita de las 
manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga, y lo 
hago sintiéndome totalmente ridícula. Por un momento Grey me apoya las manos 
en los hombros, y doy un respingo al sentir su contacto. Si se da cuenta de mi 
reacción, no se le nota. Su largo dedo  índice pulsa el botón del ascensor y 
esperamos, yo con torpeza, y él sereno y frío. Se abren las puertas y entro a toda 
prisa, desesperada por escapar. Tengo que salir de aquí. Cuando me vuelvo, está
inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared. 
Realmente es muy guapo. Guapísimo. Me desconcierta.
—Anastasia —me dice a modo de despedida.
—Christian —le contesto.
Y afortunadamente las puertas se cierran.



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