sábado, 29 de diciembre de 2012

Cincuenta 50 sombras de Grey: Capítulo 25


Mi madre me abraza fuerte. 
—Haz caso a tu corazón, cariño, y por favor, procura no darle demasiadas 
vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha 
vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor.
Sus sentidas palabras susurradas al oído me confortan. Me besa el pelo.
—Ay, mamá.
Me cuelgo de su cuello y, de repente, los ojos se me llenan de lágrimas.
—Cariño, ya sabes lo que dicen: hay que besar a muchos sapos para encontrar al 
príncipe azul.
Le dedico una sonrisa torcida, agridulce.
—Me parece que he besado a un príncipe, mamá. Espero que no se convierta en 
sapo.
Me regala las más tierna, maternal e incondicionalmente amorosa de sus 
sonrisas,y mientras nos abrazamos de nuevo me maravillo de lo muchísimo que 
quiero a esta mujer.
—Ana, están llamando a tu vuelo —me dice Bob nervioso.
—¿Vendrás a verme, mamá?
—Por supuesto, cariño… pronto. Te quiero.
—Yo también.
Cuando me suelta, tiene los ojos enrojecidos de las lágrimas contenidas. Odio 
tener que dejarla. Abrazo a Bob, doy media vuelta y me encamino a la puerta de 
embarque; hoy no tengo tiempo para la sala VIP. Me propongo no mirar atrás, 
pero lo hago… y veo a Bob abrazando a mamá, que llora desconsolada con las 
lágrimas corriéndole por las mejillas. Ya no puedo contener más las mías. Agacho 
la cabeza y cruzo la puerta de embarque, sin levantar la vista del blanco y 
resplandeciente suelo, borroso a través de mis ojos empañados.Una vez a bordo, rodeada del lujo de primera clase, me acurruco en el asiento e 
intento recomponerme. Siempre me resulta doloroso separarme de mi madre; es 
atolondrada, desorganizada, pero de pronto perspicaz, y me quiere. Con un amor 
incondicional, el que todo niño merece de sus padres. El rumbo que toman mis 
pensamientos me hace fruncir el ceño, saco la BlackBerry y la miro consternada.
¿Qué sabe Christian del amor? Parece que no recibió el amor incondicional al 
que tenía derecho durante su infancia. Se me encoge el corazón y, como un céfiro 
suave, me vienen a la cabeza las palabras de mi madre: «Sí, Ana. Dios, ¿qué más 
necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?». Cree que Christian me quiere, pero, 
claro, ella es mi madre, ¿cómo no va a pensarlo? Para ella, me merezco lo mejor. 
Frunzo el ceño. Es verdad, y, en un instante de asombrosa lucidez, lo veo. Es muy 
sencillo: yo quiero su amor. Necesito que Christian Grey me quiera. Por eso recelo 
tanto de nuestra relación, porque, a un nivel profundo y esencial, reconozco en mi 
interior un deseo incontrolable y profundamente arraigado de ser amada y 
protegida.
Y, debido a sus cincuenta sombras, me contengo. El sado es una distracción del 
verdadero problema. El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero todo eso no 
vale nada sin su amor, y lo más desesperante es que no sé si es capaz de amar. Ni 
siquiera se quiere a sí mismo. Recuerdo el desprecio que sentía por sí mismo, y que 
el amor de ella era la única manifestación de afecto que encontraba  «aceptable». 
Castigado —azotado, golpeado, lo que fuera que conllevara su relación—, no se 
considera digno de amor.  ¿Por qué se siente así?  ¿Cómo puede sentirse así? Sus 
palabras resuenan en mi cabeza: «Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta 
cuando tú no eres perfecto».
Cierro los ojos, imagino su dolor, y no alcanzo a comprenderlo. Me estremezco 
al pensar que quizá he hablado demasiado. ¿Qué le habré confesado a Christian en 
sueños? ¿Qué secretos le habré revelado?
Miro fijamente la BlackBerry con la vaga esperanza de que me ofrezca 
respuestas. Como era de esperar, no se muestra muy comunicativa. Aún no hemos 
iniciado el despegue, así que decido mandarle un correo a mi Cincuenta Sombras.
De: Anastasia SteeleFecha: 3 de junio de 2011 12:53 ESTPara: Christian 
GreyAsunto: Rumbo a casa
Querido señor Grey:Ya estoy de nuevo cómodamente instalada en primera, lo cual 
te agradezco. Cuento los minutos que me quedan para verte esta noche y quizá
torturarte para sonsacarte la verdad sobre mis revelaciones nocturnas.
Tu Ana xDe: Christian GreyFecha: 3 de junio de 2011 09:58Para: Anastasia SteeleAsunto:
Rumbo a casa
Anastasia, estoy deseando verte.
Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings Inc.
Su respuesta me hace fruncir el ceño. Suena cortante y formal, no está escrita en su 
habitual estilo conciso pero ingenioso.
De: Anastasia SteeleFecha: 3 de junio de 2011 13:01 ESTPara: Christian 
GreyAsunto: Rumbo a casa
Queridísimo señor Grey:Confío en que todo vaya bien con respecto al «problema». 
El tono de tu correo resulta preocupante.
Ana x
De: Christian GreyFecha: 3 de junio de 2011 10:04Para: Anastasia SteeleAsunto:
Rumbo a casa
Anastasia:El problema podría ir mejor.  ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no 
deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y 
contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los 
castigos iba en serio.
Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings Inc.
Mierda. Muy bien. Dios… ¿Qué le pasa?  ¿Será «el problema»? Igual Taylor ha 
desertado, o Christian ha perdido unos cuantos millones en la Bolsa… a saber.
De: Anastasia SteeleFecha: 3 de junio de 2011 13:06 ESTPara: Christian 
GreyAsunto: Reacción desmesurada
Querido señor Cascarrabias:Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos 
retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me 
rodean está asegurado. Puedes guardarte esa mano suelta de momento.
Señorita Steele
De: Christian GreyFecha: 3 de junio de 2011 10:08Para: Anastasia SteeleAsunto:
Disculpas; mano suelta guardada
Os echo de menos a ti y a tu lengua viperina, señorita Steele.Quiero que lleguéis a 
casa sanas y salvas.
Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings Inc.De: Anastasia SteeleFecha: 3 de junio de 2011 13:10 ESTPara: Christian 
GreyAsunto: Disculpas aceptadas
Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos 
con tu sordera.Hasta luego.
Ana x
Apago la BlackBerry, incapaz de librarme de la angustia. A Christian le pasa algo. 
Puede que  «el problema» se le haya escapado de las manos. Me recuesto en el 
asiento, mirando el compartimento portaequipajes donde he guardado mis bolsas. 
Esta mañana, con la ayuda de mi madre, le he comprado a Christian un pequeño 
obsequio para agradecerle los viajes en primera y el vuelo sin motor. Sonrío al 
recordar la experiencia del planeador… una auténtica gozada. Aún no sé si le daré
la tontería que le he comprado. Igual le parece infantil; o, si está de un humor raro, 
igual no. Por una parte estoy deseando volver, pero por otra temo lo que me 
espera al final del viaje. Mientras repaso mentalmente las distintas posibilidades 
acerca de cuál puede ser «el problema», caigo en la cuenta de que, una vez más, el 
único sitio libre es el que está a mi lado. Meneo la cabeza al pensar que quizá
Christian haya pagado por la plaza contigua para que no hable con nadie. Descarto 
la idea por absurda: seguro que no puede haber nadie tan controlador, tan celoso. 
Cuando el avión entra en pista, cierro los ojos.
Ocho horas después, salgo a la terminal de llegadas del Sea-Tac y me encuentro a 
Taylor esperándome, sosteniendo en alto un letrero que reza SEÑORITA A. 
STEELE. ¡Qué fuerte! Pero me alegro de verlo.
—¡Hola, Taylor!
—Señorita Steele —me saluda con formalidad, pero detecto un destello risueño 
en sus intensos ojos marrones.
Va tan impecable como siempre: elegante traje gris marengo, camisa blanca y 
corbata también gris.
—Ya te conozco, Taylor, no necesitabas el cartel. Además, te agradecería que me 
llamaras Ana.
—Ana. ¿Me permite que le lleve el equipaje?
—No, ya lo llevo yo. Gracias.
Aprieta los labios visiblemente.
—Pero si te quedas más tranquilo llevándolo tú… —farfullo.
—Gracias. —Me coge la mochila y el trolley recién comprado para la ropa que 
me ha regalado mi madre—. Por aquí, señora.Suspiro. Es tan educado… Recuerdo, aunque querría borrarlo de mi memoria, 
que este hombre me ha comprado ropa interior. De hecho —y eso me inquieta—, 
es el único hombre que me ha comprado ropa interior. Ni siquiera Ray ha tenido 
que pasar nunca por ese apuro. Nos dirigimos en silencio al Audi SUV negro que 
espera fuera, en el aparcamiento del aeropuerto, y me abre la puerta. Mientras 
subo, me pregunto si ha sido buena idea haberme puesto una falda tan corta para 
mi regreso a Seattle. En Georgia me parecía elegante y apropiada; aquí me siento 
como desnuda. En cuanto Taylor mete mi equipaje en el maletero, salimos para el 
Escala.
Avanzamos despacio, atrapados en el tráfico de hora punta. Taylor no aparta la 
vista de la carretera. Describirlo como taciturno sería quedarse muy corto.
No soporto más el silencio.
—¿Qué tal Christian, Taylor?
—El señor Grey está preocupado, señorita Steele.
Huy, debe de referirse al «problema». He dado con una mina de oro.
—¿Preocupado?
—Sí, señora.
Miro ceñuda a Taylor y él me devuelve la mirada por el retrovisor; nuestros ojos 
se encuentran. No  me va a contar más. Maldita sea, es tan hermético como el 
propio controlador obsesivo.
—¿Se encuentra bien?
—Eso creo, señora.
—¿Te sientes más cómodo llamándome señorita Steele?
—Sí, señora.
—Ah, bien.
Eso pone fin por completo a nuestra conversación, así que seguimos en silencio. 
Empiezo a pensar que el reciente desliz de Taylor, cuando me dijo que Christian 
había estado de un humor de perros, fue una anomalía. A lo mejor se avergüenza 
de ello, le preocupa haber sido desleal. El silencio me resulta asfixiante.
—¿Podrías poner música, por favor?
—Desde luego, señora. ¿Qué le apetece oír?
—Algo relajante.
Veo dibujarse una sonrisa en los labios de Taylor cuando nuestras miradas vuelven a cruzarse brevemente en el retrovisor.
—Sí, señora.
Pulsa unos botones en el volante y los suaves acordes del Canon de Pachelbel 
inundan el espacio que nos separa. Oh, sí… esto es lo que me estaba haciendo falta.
—Gracias.
Me recuesto en el asiento mientras nos adentramos en Seattle, a un ritmo lento 
pero constante, por la interestatal 5.
Veinticinco minutos después, me deja delante de la impresionante fachada del 
Escala.
—Adelante, señora —dice, sujetándome la puerta—. Ahora le subo el equipaje.
Su expresión es tierna, cálida, afectuosa incluso, como la de tu tío favorito.
Uf… Tío Taylor, vaya idea.
—Gracias por venir a recogerme.
—Un placer, señorita Steele.
Sonríe, y yo entro en el edificio. El portero me saluda con la cabeza y con la 
mano.
Mientras subo a la planta treinta, siento el cosquilleo de un millar de mariposas 
extendiendo sus alas y revoloteando erráticamente por mi estómago.  ¿Por qué
estoy tan nerviosa? Sé que es porque no tengo ni idea de qué humor va a estar 
Christian cuando llegue. La diosa que llevo dentro confía en que tenga ganas de 
una cosa en concreto; mi subconsciente, como yo, está hecha un manojo de nervios.
Se abren las puertas del ascensor y me encuentro en el vestíbulo. Se me hace tan 
raro que no me reciba Taylor. Está aparcando el coche, claro. En el salón, veo a 
Christian hablando en voz baja por la BlackBerry mientras contempla el perfil de 
Seattle por el ventanal. Lleva un traje gris con la americana desabrochada y se está
pasando la mano por el pelo. Está inquieto, tenso incluso.  ¿Qué pasa? Inquieto o 
no, sigue siendo un placer mirarlo. ¿Cómo puede resultar tan… irresistible?
—Ni rastro… Vale… Sí.
Se vuelve y me ve, y su actitud cambia por completo. Pasa de la tensión al alivio 
y luego a otra cosa: una mirada que llama directamente a la diosa que llevo dentro, 
una mirada de sensual carnalidad, de ardientes ojos grises.
Se me seca la boca y renace el deseo en mí… uf.—Mantenme informado —espeta y cuelga mientras avanza con paso decidido 
hacia mí.
Espero paralizada a que cubra la distancia que nos separa, devorándome con la 
mirada. Madre mía, algo ocurre… la tensión de su mandíbula, la angustia de sus 
ojos. Se quita la americana, la corbata y, por el camino, las cuelga del sofá. Luego 
me envuelve con sus brazos y me estrecha contra su cuerpo, con fuerza, rápido, 
agarrándome de la coleta para levantarme la cabeza, y me besa como si le fuera la 
vida en ello. ¿Qué diablos pasa? Me quita con violencia la goma del pelo, pero me 
da igual. Su forma de besarme me resulta primaria, desesperada. Por lo que sea, en 
este momento me necesita, y yo jamás me he sentido tan deseada. Resulta oscuro, 
sensual, alarmante, todo a la vez. Le devuelvo el beso con idéntico fervor, 
hundiendo los dedos en su pelo, retorciéndoselo. Nuestras lenguas se entrelazan, 
la pasión y el ardor estallan entre los dos. Sabe divino, ardiente, sexy, y su aroma 
—todo gel de baño y Christian— me excita muchísimo. Aparta su boca de la mía y 
se me queda mirando, presa de una emoción inefable.
—¿Qué pasa? —le digo.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.
No tengo claro si me lo pide o me lo ordena.
—Sí —susurro y, cogiéndome de la mano, me saca del salón y me lleva a su 
dormitorio, al baño.
Una vez allí, me suelta y abre el grifo de la ducha superespaciosa. Se vuelve 
despacio y me mira, excitado.
—Me gusta tu falda. Es muy corta —dice con voz grave—. Tienes unas piernas 
preciosas.
Se quita los zapatos y se agacha para quitarse también los calcetines, sin apartar 
la vista de mí. Su mirada voraz me deja muda. Uau, que te desee tanto este dios 
griego… Lo imito y me quito las bailarinas negras. De pronto, me coge y me 
empuja contra la pared. Me besa, la cara, el cuello, los labios… me agarra del pelo. 
Siento los azulejos fríos y suaves en la espalda cuando se arrima tanto a mí que me 
deja emparedada entre su calor y la fría porcelana. Tímidamente, me aferro a sus 
brazos y él gruñe cuando aprieto con fuerza.
—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —dice, y me planta las manos en los 
muslos y me sube la falda—. ¿Aún estás con la regla?
—No —contesto ruborizándome.
—Bien.Desliza los dedos por las bragas blancas de algodón y, de pronto, se pone en 
cuclillas para arrancármelas de un tirón. Tengo la falda totalmente subida y 
arrugada, de forma que estoy desnuda de cintura para abajo, jadeando, excitada. 
Me agarra por las caderas, empujándome de nuevo contra la pared, y me besa en el 
punto donde se encuentran mis piernas. Cogiéndome por la  parte superior de 
ambos muslos, me separa las piernas. Gruño con fuerza al notar que su lengua me 
acaricia el clítoris. Dios… Echo la cabeza hacia atrás sin querer y gimo, 
agarrándome a su pelo.
Su lengua es despiadada, fuerte y persistente, empapándome, dando vueltas y 
vueltas sin parar. Es delicioso y la sensación es tan intensa que casi resulta 
dolorosa. Me empiezo a acelerar; entonces, para.  ¿Qué?  ¡No! Jadeo con la 
respiración entrecortada, y lo miro impaciente. Me coge la cara con ambas manos, 
me sujeta con firmeza y me besa con violencia, metiéndome la lengua en la boca 
para que saboree mi propia excitación. Luego se baja la cremallera y libera su 
erección, me agarra los muslos por detrás y me levanta.
—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —me ordena, apremiante, tenso.
Hago lo que me dice y me cuelgo de su cuello, y él, con un movimiento rápido y 
resuelto, me penetra hasta el fondo. ¡Ah! Gime, yo gruño. Me agarra por el trasero, 
clavándome los dedos en la suave carne, y empieza a moverse, despacio al 
principio, con un ritmo fijo, pero, en cuanto pierde el control, se acelera, cada vez 
más. ¡Ahhh! Echo la cabeza hacia atrás y me concentro en esa sensación invasora, 
castigadora, celestial, que me empuja y me empuja hacia delante, cada vez más alto 
y, cuando ya no puedo más, estallo alrededor de su miembro, entrando en la 
espiral de un orgasmo intenso y devorador. Él se deja llevar con un hondo gemido 
y hunde la cabeza en mi cuello igual que hunde su miembro en mí, gruñendo 
escandalosamente mientras se deja ir.
Apenas puede respirar, pero me besa con ternura, sin moverse, sin salir de mí, y 
yo lo miro extrañada, sin llegar a verlo. Cuando al fin consigo enfocarlo, se retira 
despacio y me sujeta con fuerza para que pueda poner los pies en el suelo. El baño 
está lleno de vapor y hace mucho calor. Me sobra la ropa.
—Parece que te alegra verme —murmuro con una sonrisa tímida.
Tuerce la boca, risueño.
—Sí, señorita Steele, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te 
lleve a la ducha.
Se desabrocha los tres botones siguientes de la camisa, se quita los gemelos, se 
saca la camisa por la cabeza y la tira al suelo. Luego se quita los pantalones del 
traje y los boxers de algodón y los aparta con el pie. Empieza a desabrocharme los botones de la blusa blanca mientras lo observo; ansío poder tocarle el pecho, pero 
me contengo.
—¿Qué tal tu viaje? —me pregunta a media voz.
Parece mucho más tranquilo ahora que ha desaparecido su inquietud, que se ha 
disuelto en nuestra unión sexual.
—Bien, gracias —murmuro, aún sin aliento—. Gracias otra vez por los billetes 
de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar.  —Le sonrío 
tímidamente—. Tengo algo que contarte —añado nerviosa.
—¿En serio?
Me mira mientras me desabrocha el último botón, me desliza la blusa por los 
brazos y la tira con el resto de la ropa.
—Tengo trabajo.
Se queda inmóvil, luego me sonríe con ternura.
—Enhorabuena, señorita Steele. ¿Me vas a decir ahora dónde? —me provoca.
—¿No lo sabes?
Niega con la cabeza, ceñudo.
—¿Por qué iba a saberlo?
—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…
Me callo al ver que le cambia la cara.
—Anastasia, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que 
me lo pidieras, claro.
Parece ofendido.
—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?
—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de 
ellas.
—SIP.
—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho.  —Se inclina y me besa la frente—. 
Chica lista. ¿Cuándo empiezas?
—El lunes.
—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.
Me desconcierta la naturalidad con que me manda, pero hago lo que me dice, y 
él me desabrocha el sujetador y me baja la cremallera de la falda. Me la baja y aprovecha para agarrarme el trasero y besarme el hombro. Se inclina sobre mí y me 
huele el pelo, inspirando hondo. Me aprieta las nalgas.
—Me embriagas, señorita Steele, y me calmas. Una mezcla interesante.
Me besa el pelo. Luego me coge de la mano y me mete en la ducha.
—Au —chillo.
El agua está prácticamente hirviendo. Christian me sonríe mientras el agua le 
cae por encima.
—No es más que un poco de agua caliente.
Y, en el fondo, tiene razón. Sienta de maravilla quitarse de encima el sudor de la 
calurosa Georgia y el del intercambio sexual que acabamos de tener.
—Date la vuelta —me ordena, y yo obedezco y me pongo de cara a la pared—. 
Quiero lavarte —murmura.
Coge el gel y se echa un chorrito en la mano.
—Tengo algo más que contarte —susurro mientras me enjabona los hombros.
—¿Ah, sí? —dice.
Respiro hondo y me armo de valor.
—La exposición fotográfica de mi amigo José se inaugura el jueves en Portland.
Se detiene, sus manos se quedan suspendidas sobre mis pechos. He dado 
especial énfasis a la palabra «amigo».
—Sí, ¿y qué pasa? —pregunta muy serio.
—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?
Después de lo que me parece una eternidad, poco a poco empieza a lavarme 
otra vez.
—¿A qué hora?
—La inauguración es a las siete y media.
Me besa la oreja.
—Vale.
En mi interior, mi subconsciente se relaja, se desploma y cae pesadamente en el 
viejo y maltrecho sillón.
—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?—Anastasia, se te acaba de relajar el cuerpo entero —me dice con sequedad.
—Bueno, parece que eres… un pelín celoso.
—Lo soy, sí —dice amenazante—. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por 
preguntar. Iremos en el Charlie Tango.
Ah, en el helicóptero, claro… Seré tonta… Otro vuelo… ¡guay! Sonrío.
—¿Te puedo lavar yo a ti? —le pregunto.
—Me parece que no —murmura, y me besa suavemente el cuello para mitigar el 
dolor de la negativa.
Hago pucheros a la pared mientras él me acaricia la espalda con jabón.
—¿Me dejarás tocarte algún día? —inquiero audazmente.
Vuelve a detenerse, la mano clavada en mi trasero.
—Apoya las manos en la pared, Anastasia. Voy a penetrarte otra vez  —me 
susurra al oído agarrándome de las caderas, y sé que la discusión ha terminado.
Más tarde, estamos sentados en la cocina, en albornoz, después de habernos 
comido la deliciosa pasta alle vongole de la señora Jones.
—¿Más vino? —pregunta Christian con un destello de sus ojos grises.
—Un poquito, por favor.
El Sancerre es vigorizante y delicioso. Christian me sirve y luego se sirve él.
—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle? —pregunto tímidamente.
Frunce el ceño.
—Descontrolado  —señala con amargura—. Pero tú no te preocupes por eso, 
Anastasia. Tengo planes para ti esta noche.
—¿Ah, sí?
—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos.
Se levanta y me mira.
—Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de 
ropa para ti. No admito discusión al respecto.
Frunce los ojos, retándome a que diga algo. Al ver que no lo hago, se va con 
paso airado a su despacho.
¡Yo! ¿Discutir? ¿Contigo, Cincuenta Sombras? Por el bien de mi trasero, no. Me 
quedo sentada en el taburete, momentáneamente estupefacta, tratando de digerir esta última información. Me ha comprado ropa. Pongo los ojos en blanco de forma 
exagerada, sabiendo bien que no puede verme. Coche, móvil, ordenador, ropa… lo 
próximo: un maldito piso, y entonces ya seré una querida en toda regla.
¡Jo! Mi subconsciente está en modo criticón. La ignoro y subo a mi cuarto. 
Porque sigo teniendo mi cuarto.  ¿Por qué? Pensé que había accedido a dejarme 
dormir con él. Supongo que no está acostumbrado a compartir su espacio personal, 
claro que yo tampoco. Me consuela la idea de tener al menos un sitio donde 
esconderme de él.
Al examinar la puerta de mi habitación, descubro que tiene cerradura pero no 
llave. Me digo que quizá la señora Jones tenga una copia. Le preguntaré. Abro la 
puerta del vestidor y vuelvo a cerrarla rápidamente. Maldita sea… se ha gastado 
un dineral. Me recuerda al de Kate, con toda esa ropa perfectamente alineada y 
colgada de las barras. En el fondo, sé que todo me va a quedar bien, pero no tengo 
tiempo para eso ahora: esta noche tengo que ir a arrodillarme al cuarto rojo del…
dolor… o del placer, espero.
Estoy en bragas, arrodillada junto a la puerta. Tengo el corazón en la boca. Madre 
mía, pensaba que con lo del baño habría tenido bastante. Este hombre es insaciable, 
o quizá todos los hombres lo sean. No lo sé, no tengo con quién compararlo. Cierro 
los ojos y procuro calmarme, conectar con la sumisa que hay en mi interior. Anda 
por ahí, en alguna parte, escondida detrás de la diosa que llevo dentro.
La expectación me burbujea por las venas como un refresco efervescente. ¿Qué
me irá a hacer? Respiro hondo, despacio, pero no puedo negarlo: estoy nerviosa, 
excitada, húmeda ya. Esto es tan… Quiero pensar que está mal, pero de algún 
modo sé que no es así. Para Christian está bien. Es lo que él quiere y, después de 
estos últimos días… después de todo lo que ha hecho, tengo que echarle valor y 
aceptar lo que decida que necesita, sea lo que sea.
Recuerdo su mirada cuando he llegado hoy, su expresión anhelante, la forma 
resuelta en que se ha dirigido hacia mí, como si yo fuera un oasis en el desierto. 
Haría casi cualquier cosa por volver a ver esa expresión. Aprieto  los muslos de 
placer al pensarlo, y eso me recuerda que debo separar las piernas. Lo hago. 
¿Cuánto me hará esperar? La espera me está matando, me mata de deseo turbio y 
provocador. Echo un vistazo al cuarto apenas iluminado: la cruz, la mesa, el sofá, 
el banco… la cama. Se ve inmensa, y está cubierta con sábanas rojas de satén. ¿Qué
artilugio usará hoy?
Se abre la puerta y Christian entra como una exhalación, ignorándome por 
completo. Agacho la cabeza enseguida, me miro las manos y separo con cuidado las piernas. Christian deja algo sobre la enorme cómoda que hay junto a la puerta y 
se acerca despacio a la cama. Me permito mirarlo un instante y casi se me para el 
corazón. Va descalzo, con el torso descubierto y esos vaqueros gastados con el 
botón superior desabrochado. Dios, está tan bueno… Mi subconsciente se abanica 
con desesperación y la diosa que llevo dentro se balancea y convulsiona con un 
primitivo ritmo carnal. La veo muy dispuesta. Me humedezco los labios 
instintivamente. La sangre me corre deprisa por todo el cuerpo, densa y cargada de 
lascivia. ¿Qué me va a hacer?
Da media vuelta y se dirige tranquilamente hasta la cómoda. Abre uno de los 
cajones y empieza a sacar cosas y a colocarlas encima. Me pica la curiosidad, me 
mata, pero resisto la imperiosa necesidad de echar un vistazo. Cuando termina lo 
que está haciendo, se coloca delante de mí. Le veo los pies descalzos y quiero 
besarle hasta el último centímetro, pasarle la lengua por el empeine, chuparle cada 
uno de los dedos.
—Estás preciosa —dice.
Mantengo la cabeza agachada, consciente de que me mira fijamente y de que 
estoy prácticamente desnuda. Noto que el rubor se me extiende despacio por la 
cara. Se inclina y me coge la barbilla, obligándome a mirarlo.
—Eres una mujer hermosa, Anastasia. Y eres toda mía —murmura—. Levántate 
—me ordena en voz baja, rebosante de prometedora sensualidad.
Temblando, me pongo de pie.
—Mírame —dice, y alzo la vista a sus ojos ardientes.
Es su mirada de amo: fría, dura y sexy, con sombras del pecado inimaginable en 
una sola mirada provocadora. Se me seca la boca y sé enseguida que voy a hacer lo 
que me pida. Una sonrisa casi cruel se dibuja en sus labios.
—No hemos firmado el contrato, Anastasia, pero ya hemos hablado de los 
límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?
Madre mía… ¿qué habrá planeado para que vaya a necesitar las palabras de 
seguridad?
—¿Cuáles son? —me pregunta de manera autoritaria.
Frunzo un poco el ceño al oír la pregunta y su gesto se endurece visiblemente.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia? —dice muy despacio.
—Amarillo —musito.
—¿Y? —insiste, apretando los labios.—Rojo —digo.
—No lo olvides.
Y no puedo evitarlo… arqueo una ceja y estoy a punto de recordarle mi nota 
media, pero el repentino destello de sus gélidos ojos grises me detiene en seco.
—Cuidado con esa boquita, señorita Steele, si no quieres que te folle de rodillas. 
¿Entendido?
Trago saliva instintivamente. Vale. Parpadeo muy rápido, arrepentida. En 
realidad, me intimida más su tono de voz que la amenaza en sí.
—¿Y bien?
—Sí, señor —mascullo atropelladamente.
—Buena chica. —Hace una pausa y me mira—. No es que vayas a necesitar las 
palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a 
ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?
Pues no. ¿Intenso? Uau.
—Vas a necesitar el tacto, Anastasia. No vas a poder verme ni oírme, pero 
podrás sentirme.
Frunzo el ceño. ¿No voy a oírle? ¿Y cómo voy a saber lo que quiere? Se vuelve. 
Encima de la cómoda hay una lustrosa caja plana de color negro mate. Cuando 
pasa la mano por delante, la caja se divide en dos, se abren dos puertas y queda a 
la vista un reproductor de cedés con un montón de botones. Christian pulsa varios 
de forma secuencial. No pasa nada, pero  él parece satisfecho. Yo estoy 
desconcertada. Cuando se vuelve de nuevo a mirarme, le veo esa sonrisita suya de 
«Tengo un secreto».
—Te voy a atar a la cama, Anastasia, pero primero te voy a vendar los ojos y no 
vas a poder oírme. —Me enseña el iPod que lleva en la mano—. Lo único que vas a 
oír es la música que te voy a poner.
Vale. Un interludio musical. No es precisamente lo que esperaba.  ¿Alguna vez 
hace lo que yo espero? Dios, espero que no sea rap.
—Ven.
Me coge de la mano y me lleva a la antiquísima cama de cuatro postes. Hay 
grilletes en los cuatro extremos: unas cadenas metálicas finas con muñequeras de 
cuero brillan sobre el satén rojo.
Uf, se me va a salir el corazón del pecho. Me derrito de dentro afuera; el deseo 
me recorre el cuerpo entero. ¿Se puede estar más excitada?—Ponte aquí de pie.
Estoy mirando hacia la cama. Se inclina hacia delante y me susurra al oído:
—Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y 
completamente a mi merced.
Madre mía.
Se aleja un momento y lo oigo coger algo cerca de la puerta. Tengo todos los 
sentidos hiperalerta; se me agudiza el oído. Ha cogido algo del colgador de los 
látigos y las palas que hay junto a la puerta. Madre mía. ¿Qué me va a hacer?
Lo noto a mi espalda. Me coge el pelo, me hace una coleta y empieza a 
trenzármelo.
—Aunque me gustan tus trencitas, Anastasia, estoy impaciente por tenerte, así
que tendrá que valer con una —dice con voz grave, suave.
Me roza la espalda de vez en cuando con sus dedos hábiles mientras me hace la 
trenza, y cada caricia accidental es como una dulce descarga eléctrica en mi piel. 
Me sujeta el extremo con una goma, luego tira suavemente de la trenza de forma 
que me veo obligada a pegarme a su cuerpo. Tira de nuevo, esta vez hacia un lado, 
y yo ladeo la cabeza y le doy acceso a mi cuello. Se inclina y me lo llena de 
pequeños besos, recorriéndolo desde la base de la oreja hasta el hombro con los 
dientes y la lengua. Tararea en voz baja mientras lo hace y el sonido me resuena 
por dentro. Justo ahí… ahí abajo, en mis entrañas. Gimo suavemente sin poder 
evitarlo.
—Calla —dice respirando contra mi piel.
Levanta las manos delante de mí; sus brazos acarician los míos. En la mano 
derecha lleva un látigo de tiras. Recuerdo el nombre de mi primera visita a este 
cuarto.
—Tócalo —susurra, y me suena como el mismísimo diablo.
Mi cuerpo se incendia en respuesta. Tímidamente, alargo el brazo y rozo los 
largos flecos. Tiene muchas frondas largas, todas de suave ante con pequeñas 
cuentas en los extremos.
—Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la 
superficie de la piel y te la sensibilice.
Ay, dice que no me va a doler.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia?
—Eh… «amarillo» y «rojo», señor —susurro.—Buena chica.
Deja el látigo sobre la cama y me pone las manos en la cintura.
—No las vas a necesitar —me susurra.
Entonces me agarra las bragas y me las baja del todo. Me las saco torpemente 
por los pies, apoyándome en el recargado poste.
—Estate quieta —me ordena, luego me besa el trasero y me da dos pellizquitos; 
me tenso—. Túmbate. Boca arriba —añade, dándome una palmada fuerte en el 
trasero que me hace respingar.
Me apresuro a subirme al colchón duro y rígido y me tumbo, mirando a 
Christian. Noto en la piel el satén suave y frío de la sábana. Lo veo impasible, salvo 
por la mirada: en sus ojos brilla una emoción contenida.
—Las manos por encima de la cabeza —me ordena, y le obedezco.
Dios… mi cuerpo está sediento de él. Ya lo deseo.
Se vuelve y, por el rabillo del ojo, lo veo dirigirse de nuevo a la cómoda y volver 
con el iPod y lo que parece un antifaz para dormir, similar al que usé en mi vuelo a 
Atlanta. Al pensarlo, me dan ganas de sonreír, pero no consigo que los labios me 
respondan. La impaciencia me consume. Sé que mi rostro está completamente 
inmóvil y que lo miro con los ojos como platos.
Se sienta al borde de la cama y me enseña el iPod. Lleva conectados unos 
auriculares y tiene una extraña antena. Qué raro… Ceñuda, intento averiguar para 
qué es.
—Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod  —dice, 
dando unos golpecitos en la pequeña antena y respondiendo así a mi pregunta no 
formulada—. Yo voy a oír lo mismo  que tú, y tengo un mando a distancia para 
controlarlo.
Me dedica su habitual sonrisa de  «Yo sé algo que tú no» y me enseña un 
pequeño dispositivo plano que parece una calculadora modernísima. Se inclina 
sobre mí, me mete con cuidado los auriculares de botón en los oídos y deja el iPod 
sobre la cama por encima de mi cabeza.
—Levanta la cabeza —me ordena, y lo hago inmediatamente.
Despacio, me pone el antifaz, pasándome el elástico por la nuca. Ya no veo. El 
elástico del antifaz me sujeta los auriculares. Lo oigo levantarse de la cama, pero el 
sonido es apagado. Me ensordece mi propia respiración, entrecortada y errática, 
reflejo de mi nerviosismo. Christian me coge el brazo izquierdo, me lo estira con 
cuidado hasta la esquina izquierda de la cama y me abrocha la muñequera de cuero. Cuando termina, me acaricia el brazo entero con sus largos dedos. ¡Oh! La 
caricia me produce una deliciosa sensación entre el escalofrío y las cosquillas. Lo 
oigo rodear la cama despacio hasta el otro lado, donde me coge el brazo derecho 
para atármelo. De nuevo pasea sus dedos largos por él. Madre mía, estoy a punto 
de estallar. ¿Por qué resulta esto tan erótico?
Se desplaza a los pies de la cama y me coge ambos tobillos.
—Levanta la cabeza otra vez —me ordena.
Obedezco, y me arrastra de forma que los brazos me quedan completamente 
extendidos y casi tirantes por las muñequeras. Dios… no puedo mover los brazos. 
Un escalofrío de inquietud mezclado con una tentadora excitación me recorre el 
cuerpo entero y me pone aún más húmeda. Gruño. Separándome las piernas, me 
ata primero el tobillo derecho y luego el izquierdo, de modo que quedo bien sujeta, 
abierta de brazos y piernas, y completamente a su merced. Me desconcierta no 
poder verlo. Escucho con atención… ¿qué hace? No oigo nada, solo mi respiración 
y los fuertes latidos de mi corazón, que bombea la sangre con furia contra mis 
tímpanos.
De pronto, el suave silbido del iPod cobra vida. Desde dentro de mi cabeza, una 
sola voz angelical canta sin acompañamiento una nota larga y dulce, a la que se 
une de inmediato otra voz y luego más —madre mía, un coro celestial—, cantando 
a capela un himnario antiquísimo.  ¿Cómo se llama esto? Jamás he oído nada 
semejante. Algo casi insoportablemente suave se pasea por mi cuello, deslizándose 
despacio por la clavícula, por los pechos, acariciándome, irguiéndome los 
pezones… es suavísimo, inesperado. ¡Algo de piel! ¿Un guante de pelo?
Christian pasea la mano, sin prisa y deliberadamente, por mi vientre, trazando 
círculos alrededor de mi ombligo, luego de cadera a cadera, y yo trato de adivinar 
adónde irá después, pero la música metida en mi cabeza me transporta. Sigue la 
línea de mi vello púbico, pasa entre mis piernas, por mis muslos; baja por uno, 
sube por el otro, y casi me hace cosquillas, pero no del todo. Se unen más voces al 
coro celestial, cada una con fragmentos distintos, fundiéndose gozosa y 
dulcemente en una melodía mucho más armoniosa que nada que yo haya oído 
antes. Pillo una palabra —«deus»— y me doy cuenta de que cantan en latín. El 
guante de pelo sigue bajándome por los brazos, acariciándome la cintura, 
subiéndome de nuevo por los pechos. Su roce me endurece los pezones y jadeo, 
preguntándome adónde irá su mano después. De pronto, el guante de pelo 
desaparece y noto que las frondas del látigo de tiras fluyen por mi piel, siguiendo 
el mismo camino que el guante, y me resulta muy difícil concentrarme con la 
música que suena en mi cabeza: es como un centenar de voces cantando, tejiendo 
un tapiz etéreo de oro y plata, exquisito y sedoso, que se mezcla con el tacto del suave ante en mi piel, recorriéndome… Madre mía. Súbitamente, desaparece. 
Luego, de golpe, un latigazo seco en el vientre.
—¡Aaaggghhh! —grito.
Me coge por sorpresa. No me duele exactamente; más bien me produce un 
fuerte hormigueo por todo el cuerpo. Y entonces me vuelve a azotar. Más fuerte.
—¡Aaahhh!
Quiero moverme, retorcerme, escapar, o disfrutar de cada golpe, no lo sé…
resulta tan irresistible… No puedo tirar de los brazos, tengo las piernas atrapadas, 
estoy bien sujeta. Vuelve a atizarme, esta vez en los pechos. Grito. Es una dulce 
agonía, soportable… placentera; no, no de forma inmediata, pero, con cada nuevo 
golpe, mi piel canta en perfecto contrapunto con la música que me suena en la 
cabeza, y me veo arrastrada a una parte oscurísima de mi psique que se rinde a 
esta sensación tan erótica. Sí… ya lo capto. Me azota en la cadera, luego asciende 
con golpes rápidos por el vello púbico, sigue por los muslos, por la cara interna, 
sube de nuevo, por las caderas. Continúa mientras la música alcanza un clímax y 
entonces, de repente, para de sonar. Y  él también se detiene. Luego comienza el 
canto otra vez, in crescendo, y él me rocía de golpes y yo gruño y me retuerzo. De 
nuevo para, y no se oye nada, salvo mi respiración entrecortada y mis jadeos 
descontrolados. Eh… ¿qué pasa?  ¿Qué va a hacer ahora? La excitación es casi 
insoportable. He entrado en una zona muy oscura, muy carnal.
Noto que la cama se mueve y que  él se coloca por encima de mí, y el himno 
vuelve a empezar. Lo tiene en modo repetición. Esta vez son su nariz y sus labios 
los que me acarician… se pasean por mi cuello y mi clavícula, besándome, 
chupándome… descienden por mis pechos… ¡Ah! Tira de un pezón y luego del 
otro, paseándome la lengua alrededor de uno mientras me pellizca 
despiadadamente el otro con los dedos… Gimo, muy fuerte, creo, aunque no me 
oigo. Estoy perdida, perdida en  él… perdida en esas voces astrales y seráficas…
perdida en todas estas sensaciones de las que no puedo escapar… completamente 
a merced de sus manos expertas.
Desciende hasta el vientre, trazando círculos con la lengua alrededor del 
ombligo, siguiendo el camino del látigo y del guante. Gimo. Me besa, me chupa, 
me mordisquea… sigue bajando… y de pronto tengo su lengua ahí, en la 
conjunción de los muslos. Echo la cabeza hacia atrás y grito, a punto de estallar, al 
borde del orgasmo… Y entonces para.
¡No! La cama se mueve y Christian se arrodilla entre mis piernas. Se inclina 
hacia un poste y, de pronto, el grillete del tobillo desaparece. Subo la pierna hasta 
el centro de la cama, la apoyo contra él. Se inclina hacia el otro lado y me libera la otra pierna. Me frota ambas piernas, estrujándolas, masajeándolas, reavivándolas. 
Luego me agarra por las caderas y me levanta de forma que ya no tengo la espalda 
pegada a la cama; estoy arqueada y apoyada solo en los hombros. ¿Qué? Se coloca 
de rodillas entre mis piernas… y con una rápida y certera embestida me penetra…
oh, Dios… y vuelvo a gritar. Se inician las convulsiones de mi orgasmo inminente, 
y entonces para. Cesan las convulsiones… oh, no… va a seguir torturándome.
—¡Por favor! —gimoteo.
Me agarra con más fuerza… ¿para advertirme? No sé. Me clava los dedos en el 
trasero mientras yo jadeo, así que decido estarme quieta. Muy lentamente, empieza 
a moverse otra vez: sale, entra… angustiosamente despacio.  ¡Madre mía… por 
favor! Grito por dentro y, según aumenta el número de voces de la pieza coral, va 
incrementando él su ritmo, de forma infinitesimal, controladísimo, completamente 
al son de la música. Ya no aguanto más.
—Por favor —le suplico, y con un solo movimiento rápido vuelve a dejarme en 
la cama y se cierne sobre mí, con las manos a los lados de mi pecho, aguantando su 
propio peso, y empuja.
Cuando la música llega a su clímax, me precipito… en caída libre… al orgasmo 
más intenso y angustioso que he tenido jamás, y Christian me sigue, embistiendo 
fuerte tres veces más… hasta que finalmente se queda inmóvil y se derrumba sobre 
mí.
Cuando recobro la conciencia y vuelvo de dondequiera que haya estado, 
Christian sale de mí. La música ha cesado y noto cómo él se estira sobre mi cuerpo 
para soltarme la muñequera derecha. Gruño al sentir al fin la mano libre. 
Enseguida me suelta la otra, retira con cuidado el antifaz de mis ojos y me quita los 
auriculares de los oídos. Parpadeo a la luz tenue del cuarto y alzo la vista hacia su 
intensa mirada de ojos grises.
—Hola —murmura.
—Hola —le respondo tímidamente. 
En sus labios se dibuja una sonrisa. Se inclina y me besa suavemente.
—Lo has hecho muy bien —susurra—. Date la vuelta.
Madre mía… ¿qué me va a hacer ahora? Su mirada se enternece.
—Solo te voy a dar un masaje en los hombros.
—Ah, vale.
Me vuelvo, agarrotada, boca abajo. Estoy exhausta. Christian se sienta a 
horcajadas sobre mi cintura y empieza a masajearme los hombros. Gimo fuerte; tiene unos dedos fuertes y experimentados. Se inclina y me besa la cabeza.
—¿Qué música era esa? —logro balbucear.
—Es el motete a cuarenta voces de Thomas Tallis, titulado Spem in alium.
—Ha sido… impresionante.
—Siempre he querido follar al ritmo de esa pieza.
—¿No me digas que también ha sido la primera vez?
—En efecto, señorita Steele.
Vuelvo a gemir mientras sus dedos obran su magia en mis hombros.
—Bueno, también es la primera vez que yo follo con esa música —murmuro 
soñolienta.
—Mmm… tú y yo nos estamos estrenando juntos en muchas cosas —dice con 
total naturalidad.
—¿Qué te he dicho en sueños, Chris… eh… señor?
Interrumpe un momento el masaje.
—Me has dicho  un montón de cosas, Anastasia. Me has hablado de jaulas y 
fresas, me has dicho que querías más y que me echabas de menos.
Ah, gracias a Dios.
—¿Y ya está? —pregunto con evidente alivio.
Christian concluye su espléndido masaje y se tumba a mi lado, hincando el codo 
en la cama para levantar la cabeza. Me mira ceñudo.
—¿Qué pensabas que habías dicho?
Oh, mierda.
—Que me parecías feo y arrogante, y que eras un desastre en la cama.
Frunce aún más la frente.
—Vale, está claro que todo eso es cierto, pero  ahora me tienes intrigado de 
verdad. ¿Qué es lo que me ocultas, señorita Steele?
Parpadeo con aire inocente.
—No te oculto nada.
—Anastasia, mientes fatal.
—Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo.—Pues por ahí vamos mal. —Esboza una sonrisa—. No sé contar chistes.
—¡Señor Grey! ¿Una cosa que no sabes hacer? —digo sonriendo, y él me sonríe 
también.
—Los cuento fatal.
Adopta un aire tan digno que me echo a reír.
—Yo también los cuento fatal.
—Me encanta oírte reír —murmura, se inclina y me besa—.  ¿Me ocultas algo, 
Anastasia? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.


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