sábado, 29 de diciembre de 2012

Cincuenta 50 sombras de Grey: Capítulo 20


Christian cruza como un ciclón la puerta de madera de la casita del embarcadero y 
se detiene a pulsar unos interruptores. Los fluorescentes hacen un clic y zumban 
secuencialmente, y una luz blanca y cruda inunda el inmenso edificio de madera. 
Desde mi posición cabeza abajo, veo una impresionante lancha motora en el 
muelle, flotando suavemente sobre el agua oscura, pero apenas me da tiempo a 
fijarme antes de que me lleve por unas escaleras de madera hasta un cuarto en el 
piso de arriba.
Se detiene en el umbral, pulsa otro interruptor  —halógenos esta vez, más 
suaves, con regulador de intensidad—, y estamos en una buhardilla de techos 
inclinados. Está decorada en el estilo náutico de Nueva Inglaterra: azul marino y 
tonos crema, con pinceladas de rojo. El mobiliario es escaso; solo veo un par de 
sofás.
Christian me pone de pie sobre el suelo de madera. No me da tiempo a 
examinar mi entorno: no puedo dejar de mirarlo a  él. Me tiene hipnotizada. Lo 
observo como uno observaría a un depredador raro y peligroso, a la espera de que 
ataque. Respira con dificultad, aunque, claro, me ha llevado a cuestas por todo el 
césped y ha subido un tramo de escaleras. En sus ojos grises arde la rabia, el deseo 
y una lujuria pura, sin adulterar.
Madre mía. Podría arder por combustión espontánea solo con su mirada.
—No me pegues, por favor —le susurro suplicante.
Frunce el ceño y abre mucho los ojos. Parpadea un par de veces.
—No quiero que me azotes, aquí no, ahora no. Por favor, no lo hagas.
Lo dejo boquiabierto y, echándole valor, alargo la mano tímidamente y le 
acaricio la mejilla, siguiendo el borde de la patilla hasta la barba de tres días del 
mentón. Es una mezcla curiosa entre suave e hirsuta. Cerrando despacio los ojos, 
apoya la cara en mi mano y se le entrecorta la respiración. Levanto la otra mano y 
le acaricio el pelo. Me encanta su pelo. Su leve gemido apenas es audible y, cuando 
abre los ojos, me mira receloso, como si no entendiera lo que estoy haciendo.Me acerco más y, pegada a él, tiro con suavidad de su pelo, acerco su boca a la 
mía y lo beso, introduciendo la lengua entre sus labios hasta entrar en su boca. 
Gruñe, y me abraza, me aprieta contra su cuerpo. Me hunde las manos en el pelo y 
me devuelve el beso, fuerte y posesivo. Su lengua y la mía se enredan, se 
consumen la una a la otra. Sabe de maravilla.
De pronto se aparta. Los dos respiramos con dificultad y nuestros jadeos se 
suman. Bajo las manos a sus brazos y él me mira furioso.
—¿Qué me estás haciendo? —susurra confundido.
—Besarte.
—Me has dicho que no.
—¿Qué? ¿No a qué?
—En el comedor, cuando has juntado las piernas.
Ah… así que es eso.
—Estábamos cenando con tus padres.
Lo miro fijamente, atónita.
—Nadie me ha dicho nunca que no. Y eso… me excita.
Abre mucho los ojos de asombro y lujuria. Una mezcla embriagadora. Trago 
saliva instintivamente. Me baja la mano al trasero. Me atrae con fuerza hacia sí, 
contra su erección.
Madre mía.
—¿Estás furioso y excitado porque te he dicho que no? —digo alucinada.
—Estoy furioso porque no me habías contado lo de Georgia. Estoy furioso 
porque saliste de copas con ese tío que intentó seducirte cuando estabas borracha y 
te dejó con un completo desconocido cuando te pusiste enferma.  ¿Qué clase de 
amigo es ese? Y estoy furioso y excitado porque has juntado las piernas cuando he 
querido tocarte.
Le brillan los ojos peligrosamente mientras me sube despacio el bajo del vestido.
—Te deseo, y te deseo ahora. Y si no me vas a dejar que te azote, aunque te lo 
mereces, te voy a follar en el sofá ahora mismo, rápido, para darme placer a mí, no 
a ti.
El vestido apenas me tapa ya el trasero desnudo. De pronto, me coge el sexo con 
la mano y me mete  un dedo muy despacio. Con la otra mano, me sujeta 
firmemente por la cintura. Contengo un gemido.—Esto es mío —me susurra con rotundidad—. Todo mío. ¿Entendido?
Introduce y saca el dedo mientras me mira, evaluando mi reacción, con los ojos 
encendidos.
—Sí, tuyo  —digo, mientras el deseo, ardiente y pesado, recorre mi torrente 
sanguíneo, trastocándolo todo: mis terminaciones nerviosas, mi respiración, mi 
corazón, que palpita como si quisiera salírseme del pecho, y la sangre, que me 
zumba en los oídos.
De pronto se mueve haciendo varias cosas a la vez: saca los dedos dejándome a 
medias, se baja la cremallera del pantalón, me empuja al sofá y se tumba encima de 
mí.
—Las manos sobre la cabeza —me ordena apretando los dientes, mientras se 
arrodilla, me separa más las piernas e introduce la mano en el bolsillo interior de la 
chaqueta.
Saca un condón, me mira con deseo, se quita la americana a tirones y la deja caer 
al suelo. Se pone el condón en la imponente erección.
Me llevo las manos a la cabeza y sé que lo hace para que no lo toque. Estoy 
excitadísima. Noto que mis caderas lo buscan ya; quiero que esté dentro de mí, así, 
duro y fuerte. Oh, solo de pensarlo…
—No tenemos mucho tiempo. Esto va a ser rápido, y es para mí, no para ti. 
¿Entendido? Como te corras, te doy unos azotes —dice apretando los dientes.
Madre mía… ¿y cómo paro?
De un solo empujón, me penetra hasta el fondo. Gruño alto, un sonido gutural, 
y saboreo la plenitud de su posesión. Pone las manos encima de las mías, sobre mi 
cabeza; con los codos me mantiene sujetos los brazos, y con las piernas me 
inmoviliza por completo. Estoy atrapada. Lo tengo por todas partes, 
envolviéndome, casi asfixiándome. Pero también es una delicia: este es mi poder, 
esto es lo que le puedo hacer, y me produce una sensación hedonista, triunfante. Se 
mueve rápido, con furia, dentro de mí; siento su respiración acelerada en el oído y 
mi cuerpo entero responde, fundiéndose alrededor de su miembro. No me tengo 
que correr. No. Pero recibo cada uno de sus embates, en perfecto contrapunto. 
Bruscamente y de repente, con una embestida final, para y se corre, soltando el aire 
entre los dientes. Se relaja un instante, de forma que siento el peso delicioso de 
todo su cuerpo sobre mí. No estoy dispuesta a dejarlo marchar; mi cuerpo busca 
alivio, pero él pesa demasiado y en ese momento no puedo empujar mis caderas 
contra  él. De repente se retira, dejándome dolorida y queriendo más. Me mira 
furioso.—No te masturbes. Quiero que te sientas frustrada. Así es como me siento yo 
cuando no me cuentas las cosas, cuando me niegas lo que es mío.
Se le encienden de nuevo los ojos, enfadado otra vez.
Asiento con la cabeza, jadeando. Se levanta, se quita el condón, le hace un nudo 
en el extremo y se lo guarda en el bolsillo de los pantalones. Lo miro, con la 
respiración aún alterada, e involuntariamente aprieto las piernas, tratando de 
encontrar algo de alivio. Christian se sube la bragueta, se peina un poco con la 
mano y se agacha para coger su americana. Luego se vuelve a mirarme, con una 
expresión más tierna.
—Más vale que volvamos a la casa.
Me incorporo, algo inestable, aturdida.
—Toma, ponte esto.
Del bolsillo interior de la americana saca mis bragas. Las cojo sin sonreír; en el 
fondo sé que me he llevado un polvo de castigo, pero he conseguido una pequeña 
victoria en el asunto de las bragas. La diosa que llevo dentro asiente, de acuerdo 
conmigo, y en su rostro se dibuja una sonrisa de satisfacción. No has tenido que 
pedírselas.
—¡Christian! —grita Mia desde el piso de abajo.
Christian se vuelve y me mira con una ceja arqueada.
—Justo a tiempo. Dios, qué pesadita es cuando quiere.
Lo miro ceñuda, devuelvo deprisa las braguitas a su legítimo lugar y me levanto 
con toda la dignidad de la que soy capaz en mi estado. A toda prisa, intento
arreglarme el pelo revuelto.
—Estamos aquí arriba, Mia —le grita él—. Bueno, señorita Steele, ya me siento 
mejor, pero sigo queriendo darle unos azotes —me dice en voz baja.
—No creo que lo merezca, señor Grey, sobre todo después de tolerar su 
injustificado ataque.
—¿Injustificado? Me has besado.
Se esfuerza por parecer ofendido.
Frunzo los labios.
—Ha sido un ataque en defensa propia.
—Defensa ¿de qué?
—De ti y de ese cosquilleo en la palma de tu mano.Ladea la cabeza y me sonríe mientras Mia sube ruidosamente las escaleras.
—Pero ¿ha sido tolerable? —me pregunta en voz baja.
Me ruborizo.
—Apenas —susurro, pero no puedo contener la sonrisa de satisfacción.
—Ah, aquí estáis —dice Mia sonriéndonos.
—Le estaba enseñando a Anastasia todo esto.
Christian me tiende la mano; su mirada es intensa.
Acepto su mano y él aprieta suavemente la mía.
—Kate y Elliot están a punto de marcharse. ¿Habéis visto a esos dos? No paran 
de sobarse. —Mia se finge asqueada, mira a Christian y luego a mí—. ¿Qué habéis 
estado haciendo aquí?
Vaya, qué directa. Me pongo como un tomate.
—Le estaba enseñando a Anastasia mis trofeos de remo —contesta Christian sin 
pensárselo un segundo, con cara de póquer total—. Vamos a despedirnos de Kate y 
Elliot.
¿Trofeos de remo? Tira suavemente de mí hasta situarme delante de  él y, 
cuando Mia se vuelve para salir, me da un azote en el trasero. Ahogo un grito, 
sorprendida.
—Lo volveré a hacer, Anastasia, y pronto —me amenaza al oído.
Luego me abraza, con mi espalda pegada a su pecho, y me besa el pelo.
De vuelta en la casa, Kate y Elliot se están despidiendo de Grace y el señor Grey. 
Kate me da un fuerte abrazo.
—Tengo que hablar contigo de lo antipática que eres con Christian —le susurro 
furiosa al oído, y ella me abraza otra vez.
—Le viene bien un poco de hostilidad; así se ve cómo es en realidad. Ten 
cuidado, Ana… es demasiado controlador —me susurra—. Te veo luego.
YO SÉ CÓMO ES EN REALIDAD,  ¡TÚ NO!, le grito mentalmente. Soy 
consciente de que lo hace con buena intención, pero a veces se pasa de la raya, y 
esta vez se ha pasado mucho. La miro ceñuda y ella me saca la lengua, haciéndome 
sonreír sin querer. La Kate traviesa es una novedad; será influencia de Elliot. Los 
despedimos desde la puerta, y Christian se vuelve hacia mí.
—Nosotros también deberíamos irnos… Tienes las entrevistas mañana.Mia me abraza cariñosamente cuando nos despedimos.
—¡Pensábamos que nunca encontraría una chica! —comenta con entusiasmo.
Yo me sonrojo y Christian vuelve a poner los ojos en blanco. Frunzo los labios. 
¿Por qué él sí puede y yo no? Quiero ponerle los ojos en blanco yo también, pero 
no me atrevo, y menos después de la amenaza en la casita del embarcadero.
—Cuídate, Ana, querida —me dice amablemente Grace.
Christian, avergonzado o frustrado por la efusiva atención que recibo del resto 
de los Grey, me coge de la mano y me acerca a su lado.
—No me la espantéis ni me la miméis demasiado —protesta.
—Christian, déjate de bromas  —lo reprende Grace con indulgencia y una 
mirada llena de amor por él.
No sé por qué, pero me parece que no bromea. Observo subrepticiamente su 
interacción. Es obvio que Grace lo adora, que siente por él el amor incondicional de 
una madre. Él se inclina y la besa con cierta rigidez.
—Mamá —dice, y percibo un matiz extraño en su voz… ¿veneración, quizá?
—Señor Grey… adiós y gracias por todo.
Le tiendo la mano, pero ¡también me abraza!
—Por favor, llámame Carrick. Confío en que volvamos a verte muy pronto,
Ana.
Terminada la despedida, Christian me lleva hasta el coche, donde nos espera 
Taylor.  ¿Habrá estado esperando ahí todo el tiempo? Taylor me abre la puerta y 
entro en la parte trasera del Audi.
Noto que los hombros se me relajan un poco. Dios, qué día. Estoy agotada, física 
y emocionalmente. Tras una breve conversación con Taylor, Christian se sube al 
coche a mi lado. Se vuelve para mirarme.
—Bueno, parece que también le has caído bien a mi familia —murmura.
¿También? La deprimente idea de por qué me ha invitado me vuelve de forma 
espontánea e inoportuna a la cabeza. Taylor arranca el coche y se aleja del círculo 
de luz del camino de entrada para adentrarse en la oscuridad de la carretera. Me 
giro hacia Christian y lo encuentro mirándome fijamente.
—¿Qué? —pregunta en voz baja.
Titubeo un instante. No… Se lo voy a decir. Siempre se queja de que no le 
cuento las cosas.—Me parece que te has visto obligado a traerme a conocer a tus padres —le 
susurro con voz trémula—. Si Elliot no se lo hubiera propuesto a Kate, tú jamás me 
lo habrías pedido a mí.
No le veo la cara en la oscuridad, pero ladea la cabeza, sobresaltado.
—Anastasia, me encanta que hayas conocido a mis padres.  ¿Por qué eres tan 
insegura? No deja de asombrarme. Eres una mujer joven, fuerte, independiente, 
pero tienes muy mala opinión de ti misma. Si no hubiera querido que los 
conocieras, no estarías aquí. ¿Así es como te has sentido todo el rato que has estado 
allí?
¡Vaya! Quería que fuera, y eso es toda una revelación. No parece incomodarlo 
responderme, como sucedería si me ocultara la verdad. Parece complacido de 
verdad de que haya ido. Una sensación de bienestar se propaga lentamente por 
mis venas. Mueve la cabeza y me coge la mano. Yo miro nerviosa a Taylor.
—No te preocupes por Taylor. Contéstame.
Me encojo de hombros.
—Pues sí. Pensaba eso. Y otra cosa, yo solo he comentado lo de Georgia porque 
Kate estaba hablando de Barbados. Aún no me he decidido.
—¿Quieres ir a ver a tu madre?
—Sí.
Me mira con una expresión extraña, como si librara una especie de lucha 
interior.
—¿Puedo ir contigo? —pregunta al fin.
¿Qué?
—Eh… no creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
—Confiaba en poder alejarme un poco de toda esta… intensidad para poder 
reflexionar.
Se me queda mirando.
—¿Soy demasiado intenso?
Me echo a reír.
—¡Eso es quedarse corto!
A la luz de las farolas que vamos pasando, veo que tuerce la boca.—¿Se está riendo de mí, señorita Steele?
—No me atrevería, señor Grey —le respondo con fingida seriedad.
—Me parece que sí y creo que sí te ríes de mí, a menudo.
—Es que eres muy divertido.
—¿Divertido?
—Oh, sí.
—¿Divertido por peculiar o por gracioso?
—Uf… mucho de una cosa y algo de la otra.
—¿Qué parte de cada una?
—Te dejo que lo adivines tú.
—No estoy seguro de poder averiguar nada contigo, Anastasia —dice socarrón, 
y luego prosigue en voz baja—: ¿Sobre qué tienes que reflexionar en Georgia?
—Sobre lo nuestro —susurro.
Me mira fijamente, impasible.
—Dijiste que lo intentarías —murmura.
—Lo sé.
—¿Tienes dudas?
—Puede.
Se revuelve en el asiento, como si estuviera incómodo.
—¿Por qué?
Madre mía. ¿Cómo se ha vuelto tan seria esta conversación de repente? Se me ha 
echado encima como un examen para el que no estoy preparada.  ¿Qué le digo? 
Porque creo que te quiero y tú solo me ves como un juguete. Porque no puedo 
tocarte, porque me aterra demostrarte algo de afecto por si te enfadas, me riñes o, 
peor aún, me pegas… ¿Qué le digo?
Miro un instante por la ventanilla. El coche vuelve a cruzar el puente. Los dos 
estamos envueltos en una oscuridad que enmascara nuestros pensamientos y 
nuestros sentimientos, pero para eso no nos hace falta que sea de noche.
—¿Por qué, Anastasia? —me insiste.
Me encojo de hombros, atrapada. No quiero perderlo. A pesar de sus exigencias, 
de su necesidad de control, de sus aterradores vicios. Nunca me había sentido tan 
viva como ahora. Me emociona estar sentada a su lado. Es tan imprevisible, sexy, listo, divertido… Pero sus cambios de humor… ah, y además quiere hacerme daño. 
Dice que tendrá en cuenta mis reservas, pero sigue dándome miedo. Cierro los 
ojos.  ¿Qué le digo? En el fondo, querría más, más afecto, más del Christian 
travieso, más… amor.
Me aprieta la mano.
—Háblame, Anastasia. No quiero perderte. Esta última semana…
Estamos llegando al final del puente y la carretera vuelve a estar bañada en la 
luz de neón de las farolas, de forma que su rostro se ve intermitentemente en 
sombras e iluminado. Y la metáfora resulta tan acertada. Este hombre, al que una 
vez creí un héroe romántico, un caballero de resplandeciente armadura, o el 
caballero oscuro, como dijo él mismo, no es un héroe, sino un hombre con graves 
problemas emocionales, y me está arrastrando a su  lado oscuro.  ¿No podría yo 
llevarlo hasta la luz?
—Sigo queriendo más —le susurro.
—Lo sé —dice—. Lo intentaré.
Lo miro extrañada y él me suelta la mano y me coge la barbilla, soltándome el 
labio que me estaba mordiendo.
—Por ti, Anastasia, lo intentaré.
Irradia sinceridad.
Y no hace falta que me diga más. Me desabrocho el cinturón de seguridad, me 
acerco a  él y me subo a su regazo, cogiéndolo completamente por sorpresa. 
Enrosco los brazos alrededor de su cuello y lo beso con intensidad, con vehemencia 
y en un nanosegundo él me responde.
—Quédate conmigo esta noche  —me dice—. Si te vas, no te veré en toda la 
semana. Por favor.
—Sí —accedo—. Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.
Lo decido sin pensar.
Me mira fijamente.
—Firma después de Georgia. Piénsatelo. Piénsatelo mucho, nena.
—Lo haré.
Y seguimos así sentados dos o tres kilómetros.
—Deberías ponerte el cinturón de seguridad —susurra reprobadoramente con la 
boca hundida en mi cabello, pero no hace ningún ademán de retirarme de su regazo.
Me acurruco contra su cuerpo, con los ojos cerrados, con la nariz en su cuello, 
embebiéndome de esa fragancia sexy a gel de baño almizclado y a Christian, 
apoyando la cabeza en su hombro. Dejo volar mi imaginación y fantaseo con que 
me quiere. Ah… y parece tan real, casi tangible, que una parte pequeñísima de mi 
desagradable subconsciente se comporta de forma completamente inusual y se 
atreve a albergar esperanzas. Procuro no tocarle el pecho, pero me refugio en sus 
brazos mientras me abraza con fuerza.
Y demasiado pronto, me veo arrancada de mi quimera.
—Ya estamos en casa —murmura Christian, y la frase resulta tentadora, cargada 
de potencial.
En casa, con Christian. Salvo que su casa es una galería de arte, no un hogar.
Taylor nos abre la puerta y yo le doy las gracias tímidamente, consciente de que 
ha podido oír nuestra conversación, pero su amable sonrisa tranquiliza sin revelar 
nada. Una vez fuera del coche, Christian me escudriña. Oh, no,  ¿qué he hecho 
ahora?
—¿Por qué no llevas chaqueta?
Se quita la suya, ceñudo, y me la echa por los hombros.
Siento un gran alivio.
—La tengo en mi coche nuevo —contesto adormilada y bostezando.
Me sonríe maliciosamente.
—¿Cansada, señorita Steele?
—Sí, señor Grey. —Me siento turbada ante su provocador escrutinio. Aun así, 
creo que debo darle una explicación—. Hoy me han convencido de que hiciera 
cosas que jamás había creído posibles.
—Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer 
alguna cosa más —promete mientras me coge de la mano y me lleva dentro del 
edificio.
Madre mía… ¿Otra vez?
En el ascensor, lo miro. Había dado por supuesto que quería que durmiera con 
él y ahora recuerdo que él no duerme con nadie, aunque lo haya hecho conmigo 
unas cuantas veces. Frunzo el ceño y, de pronto, su mirada se oscurece. Levanta la 
mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me mordía.
—Algún día te follaré en este ascensor, Anastasia, pero ahora estás cansada, asíque creo que nos conformaremos con la cama.
Inclinándose, me muerde el labio inferior con los dientes y tira suavemente. Me 
derrito contra su cuerpo y dejo de respirar a la vez que las entrañas se me 
revuelven de deseo. Le correspondo, clavándole los dientes en el labio superior, 
provocándole, y él gruñe. Cuando se abren las puertas del ascensor, me lleva de la 
mano hacia el vestíbulo y cruzamos la puerta de doble hoja hasta el pasillo.
—¿Necesitas una copa o algo?
—No.
—Bien. Vámonos a la cama.
Arqueo las cejas.
—¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?
Ladea la cabeza.
—Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante —dice.
—¿Desde cuándo?
—Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?
La diosa que llevo dentro asoma la cabeza por el borde de la barricada.
—Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.
La diosa que llevo dentro me hace pucheros, sin lograr en absoluto ocultar su 
desilusión.
—¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un 
sabores.
Me sonríe lascivo.
—Ya lo he observado —replico con sequedad.
Menea la cabeza.
—Venga ya, señorita Steele, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se 
acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.
—Es usted todo un romántico, señor Grey.
—Y usted tiene una lengua viperina, señorita Steele. Voy a tener que someterla 
de alguna forma. Ven.
Me lleva por el pasillo hasta su dormitorio y abre la puerta de una patada.
—Manos arriba —me ordena.Obedezco y, con un solo movimiento pasmosamente rápido, me quita el vestido 
como un mago, agarrándolo por el bajo y sacándomelo suavemente por la cabeza.
—¡Tachán! —dice travieso.
Río y aplaudo educadamente. Él hace una elegante reverencia, riendo también. 
¿Cómo voy a resistirme a él cuando es así? Deja mi vestido en la silla solitaria que 
hay junto a la cómoda.
—¿Cuál es el siguiente truco? —inquiero provocadora.
—Ay, mi querida señorita Steele. Métete en la cama —gruñe—, que enseguida 
lo vas a ver.
—¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? —pregunto coqueta.
Abre mucho los ojos, asombrado, y veo en ellos un destello de excitación.
—Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme —dice burlón—. 
Me parece que el trato ya está hecho.
—Pero soy buena negociadora.
—Y yo.  —Me mira, pero, al hacerlo, su expresión cambia; la confusión se 
apodera de  él y la atmósfera de la habitación varía bruscamente, tensándose—. 
¿No quieres follar? —pregunta.
—No —digo.
—Ah.
Frunce el ceño.
Vale, allá va… respira hondo.
—Quiero que me hagas el amor.
Se queda inmóvil y me mira alucinado. Su expresión se oscurece. Mierda, esto 
no pinta bien. ¡Dale un minuto!, me espeta mi subconsciente.
—Ana, yo…
Se pasa las manos por el pelo. Las dos. Está verdaderamente desconcertado.
—Pensé que ya lo habíamos hecho —dice al fin.
—Quiero tocarte.
Se aparta un paso de mí, involuntariamente; por un instante parece asustado, 
luego se refrena.
—Por favor —le susurro.
Se recupera.—Ah, no, señorita Steele, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La
respuesta es no.
—¿No?
—No.
Vaya, contra eso no puedo discutir… ¿o sí?
—Mira, estás cansada, y yo también. Vámonos a la cama y ya está —dice, 
observándome con detenimiento.
—¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?
—Sí. Ya lo sabes.
—Dime por qué, por favor.
—Ay, Anastasia, por favor. Déjalo ya —masculla exasperado.
—Es importante para mí.
Vuelve a pasarse ambas manos por el pelo y maldice por lo bajo. Da media 
vuelta y se acerca a la cómoda, saca una camiseta y me la tira. La cojo, pensativa.
—Póntela y métete en la cama —me espeta molesto.
Frunzo el ceño, pero decido complacerlo. Volviéndome de espaldas, me quito 
rápidamente el sujetador y me pongo la camiseta lo más rápido que puedo para 
cubrir mi desnudez. Me dejo las bragas puestas… he ido sin ellas casi toda la 
noche.
—Necesito ir al baño —digo con un hilo de voz.
Frunce el ceño, aturdido.
—¿Ahora me pides permiso?
—Eh… no.
—Anastasia, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro 
acuerdo, no necesitas permiso para usarlo.
No puede ocultar su enfado. Se quita la camiseta y yo me meto corriendo en el 
baño.
Me miro en el espejo gigante, asombrada de seguir teniendo el mismo aspecto. 
Después de todo lo que he hecho hoy, ahí está la misma chica corriente de siempre 
mirándome pasmada.  ¿Qué esperabas, que te salieran cuernos y una colita 
puntiaguda?, me espeta mi subconsciente.  ¿Y qué narices haces? Las caricias son 
uno de sus límites infranqueables. Demasiado pronto, imbécil. Para poder correr 
tiene que andar primero. Mi subconsciente está furiosa, su ira es como la de Medusa: el pelo ondeante, las manos aferrándose la cara como en  El grito de 
Edvard Munch. La ignoro, pero se niega a volver a su caja. Estás haciendo que se 
enfade; piensa en todo lo que ha dicho, hasta dónde ha cedido. Miro ceñuda mi 
reflejo. Necesito poder ser cariñosa con él, entonces quizá él me corresponda.
Niego con la cabeza, resignada, y cojo el cepillo de dientes de Christian. Mi 
subconsciente tiene razón, claro. Lo estoy agobiando.  Él no está preparado y yo 
tampoco. Hacemos equilibrios sobre el delicado balancín de nuestro extraño 
acuerdo, cada uno en un extremo, vacilando, y el balancín se inclina y se mece 
entre los dos. Ambos necesitamos  acercarnos más al centro. Solo espero que 
ninguno de los dos se caiga al intentarlo. Todo esto va muy rápido. Quizá necesite 
un poco de distancia. Georgia cada vez me atrae más. Cuando estoy empezando a 
lavarme los dientes, llama a la puerta.
—Pasa —espurreo con la boca llena de pasta.
Christian aparece en el umbral de la puerta con ese pantalón de pijama que se le 
desliza por las caderas y que hace que todas las células de mi organismo se pongan 
en estado de alerta. Lleva el torso descubierto y me embebo como si estuviera 
muerta de sed y él fuera agua clara de un arroyo de montaña. Me mira impasible, 
luego sonríe satisfecho y se sitúa a mi lado. Nuestros ojos se encuentran en el 
espejo, gris y azul. Termino con su cepillo de dientes, lo enjuago y se lo doy, sin 
dejar de mirarlo. Sin mediar palabra, coge el cepillo y se lo mete en la boca. Le 
sonrío yo también y, de repente, me mira con un brillo risueño en los ojos.
—Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes  —me dice en un dulce tono 
jocoso.
—Gracias, señor —sonrío con ternura y salgo al dormitorio.
A los pocos minutos viene él.
—Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche —masculla 
malhumorado.
—Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme.
Se mete en la cama y se sienta con las piernas cruzadas.
—Anastasia, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro 
en la vida; no hace falta que te llene la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?
—Porque quiero conocerte mejor.
—Ya me conoces bastante bien.
—¿Cómo puedes decir eso?Me pongo de rodillas, mirándolo.
Me pone los ojos en blanco, frustrado.
—Estás poniendo los ojos en blanco. La  última vez que yo hice eso terminé
tumbada en tus rodillas.
—Huy, no me importaría volver a hacerlo.
Eso me da una idea.
—Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.
—¿Qué?
—Lo que has oído.
—¿Me estás haciendo una oferta? —me pregunta pasmado e incrédulo.
Asiento con la cabeza. Sí… esa es la forma
—Negociando.
—Esto no va así, Anastasia.
—Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.
Ríe y percibo un destello del Christian despreocupado. Hacía un rato que no lo 
veía. Se pone serio otra vez.
—Siempre tan ávida de información. —Me mira pensativo. Al poco, se baja con 
elegancia de la cama—. No te vayas —dice, y sale del dormitorio.
La inquietud me atraviesa como una lanza, y me abrazo a mi propio cuerpo. 
¿Qué hace? ¿Tendrá algún plan malvado? Mierda. Supón que vuelve con una vara 
o algún otro instrumento de perversión? Madre mía,  ¿qué voy a hacer entonces? 
Cuando vuelve, lleva algo pequeño en las manos. No veo lo que es, pero me muero 
de curiosidad.
—¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana? —pregunta en voz baja.
—A las dos.
Lentamente se dibuja en su rostro una sonrisa perversa.
—Bien.
Y ante mis ojos,  cambia sutilmente. Se vuelve duro, intratable… sensual. Es el 
Christian dominante.
—Sal de la cama. Ponte aquí de pie. —Señala a un lado de la cama y yo me bajo 
y me coloco en un abrir y cerrar de ojos. Me mira fijamente, y en sus ojos brilla una 
promesa—. ¿Confías en mí? —me pregunta en voz baja.Asiento con la cabeza. Me tiende la mano y en la palma lleva dos bolas de plata 
redondas y brillantes unidas por un grueso hilo negro.
—Son nuevas —dice con énfasis.
Lo miro inquisitiva.
—Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino 
para darte placer y dármelo yo.
Se interrumpe y sopesa la reacción de mis ojos muy abiertos.
¡Metérmelas! Ahogo un jadeo y se tensan todos los músculos de mi vientre. La 
diosa que llevo dentro está haciendo la danza de los siete velos.
—Luego follaremos y, si aún sigues despierta, te contaré algunas cosas sobre 
mis años de formación. ¿De acuerdo?
¡Me está pidiendo permiso! Con la respiración acelerada, asiento. Soy incapaz 
de hablar.
—Buena chica. Abre la boca.
¿La boca?
—Más.
Con mucho cuidado, me mete las bolas en la boca.
—Necesitan lubricación. Chúpalas —me ordena con voz dulce.
Las bolas están frías, son lisas y pesan muchísimo, y tienen un sabor metálico. 
Mi boca seca se llena de saliva cuando explora los objetos extraños. Los ojos de 
Christian no se apartan de los míos. Dios mío, me estoy excitando. Me estremezco.
—No te muevas, Anastasia —me advierte—. Para.
Me las saca de la boca. Se acerca a la cama, retira el edredón y se sienta al borde.
—Ven aquí.
Me sitúo delante de él.
—Date la vuelta, inclínate hacia delante y agárrate los tobillos.
Lo miro extrañada y su expresión se oscurece.
—No titubees —me regaña con fingida serenidad y se mete las bolas en la boca.
Joder, esto es más sexy que la pasta de dientes. Sigo sus  órdenes 
inmediatamente. Uf, ¿me llegaré a los tobillos? Descubro que sí, con facilidad. La 
camiseta se me escurre por la espalda, dejando al descubierto mi trasero. Menos 
mal que me he dejado las bragas puestas, aunque supongo que no me van a durar mucho.
Me posa la mano con reverencia en el trasero y me lo acaricia suavemente. Entre 
mis piernas solo atisbo a ver las suyas, nada más. Cierro los ojos con fuerza cuando 
me aparta con delicadeza las bragas y me pasea un dedo despacio por el sexo. Mi 
cuerpo se prepara con una mezcla embriagadora de gran impaciencia y excitación. 
Me mete un dedo y lo mueve en círculos con deliciosa lentitud. Oh, qué gusto. 
Gimo.
Se me entrecorta la respiración y lo oigo gemir mientras repite el movimiento. 
Retira el dedo y muy despacio inserta los objetos, primero una bola, luego la otra. 
Madre mía. Están a la temperatura del cuerpo, calentadas por nuestras bocas. Es 
una curiosa sensación: una vez que están dentro, no me las siento, aunque sé que 
están ahí.
Me recoloca las bragas, se inclina hacia delante y sus labios depositan un beso 
tierno en mi trasero.
—Ponte derecha —me ordena y, temblorosa, me enderezo.
¡Huy! Ahora sí que las siento… o algo. Me agarra por las caderas para sujetarme 
mientras recupero el equilibrio.
—¿Estás bien? —me pregunta muy serio.
—Sí.
—Vuélvete.
Me giro hacia él.
Las bolas tiran hacia abajo y, sin querer, mi vientre se contrae alrededor de ellas. 
La sensación me sobresalta, pero no en el mal sentido de la palabra.
—¿Qué tal? —pregunta.
—Raro.
—¿Raro bueno o raro malo?
—Raro bueno —confieso ruborizándome.
—Bien. —Asoma a sus ojos un vestigio de humor—. Quiero un vaso de agua. Ve 
a traerme uno, por favor.
Oh.
—Y cuando vuelvas, te tumbaré en mis rodillas. Piensa en eso, Anastasia.
¿Agua? Quiere agua ahora? ¿Para qué?
Cuando salgo del dormitorio, me queda clarísimo por qué quiere que me pasee; al hacerlo, las bolas me pesan dentro, me masajean internamente. Es una sensación 
muy rara y no del todo desagradable. De hecho, se me acelera la respiración 
cuando me estiro para coger un vaso del armario de la cocina, y ahogo un jadeo. 
Madre mía. Igual tendría que dejarme esto puesto. Hacen que me sienta deseada.
Cuando vuelvo, me observa detenidamente.
—Gracias —dice, y me coge el vaso de agua.
Despacio, da un sorbo y deja el vaso en la mesita de noche. En ella hay un 
condón, listo y esperando, como yo. Entonces sé que está haciendo esto para 
generar expectación. El corazón se me ha acelerado un poco. Centra su mirada de 
ojos grises en mí.
—Ven. Ponte a mi lado. Como la otra vez.
Me acerco a  él, la sangre me zumba por todo el cuerpo, y esta vez… estoy 
caliente. Excitada.
—Pídemelo —me dice en voz baja.
Frunzo el ceño. ¿Que le pida el qué?
—Pídemelo —repite, algo más duro.
¿El qué? ¿Un poco de agua? ¿Qué quiere?
—Pídemelo, Anastasia. No te lo voy a repetir más.
Hay una amenaza velada en sus palabras, y entonces caigo. Quiere que le pida 
que me dé unos azotes.
Madre mía. Me mira expectante, con la mirada cada vez más fría. Mierda.
—Azótame, por favor… señor —susurro.
Cierra los ojos un instante, saboreando mis palabras. Alarga el brazo, me agarra 
la mano izquierda y, tirando de mí, me arrastra a sus rodillas. Me dejo caer sobre 
su regazo, y me sujeta. Se me sube el corazón a la boca cuando empieza a 
acariciarme el trasero. Me tiene ladeada otra vez, de forma que mi torso descansa 
en la cama, a su lado. Esta vez no me echa la pierna por encima, sino que me 
aparta el pelo de la cara y me lo recoge detrás de la oreja. Acto seguido, me agarra 
el pelo a la altura de la nuca para sujetarme bien. Tira suavemente y echo la cabeza 
hacia atrás.
—Quiero verte la cara mientras te doy los azotes, Anastasia  —murmura sin 
dejar de frotarme suavemente el trasero.
Desliza la mano entre mis nalgas y me aprieta el sexo, y la sensación global es…
Gimo. Oh, la sensación es exquisita.—Esta vez es para darnos placer, Anastasia, a ti y a mí —susurra.
Levanta la mano y la baja con una sonora palmada en la confluencia de los 
muslos, el trasero y el sexo. Las bolas se impulsan hacia delante, dentro de mí, y 
me pierdo en un mar de sensaciones: el dolor del trasero, la plenitud de las bolas 
en mi interior y el hecho de que me esté sujetando. Mi cara se contrae mientras mis 
sentidos tratan de digerir todas estas sensaciones nuevas. Registro en alguna parte 
de mi cerebro que no me ha atizado tan fuerte como la otra vez. Me acaricia el 
trasero otra vez, paseando la mano abierta por mi piel, por encima de la ropa 
interior.
¿Por qué no me ha quitado las bragas? Entonces su mano desaparece y vuelve a 
azotarme. Gimo al propagarse la sensación. Inicia un patrón de golpes: izquierda, 
derecha y luego abajo. Los de abajo son los mejores. Todo se mueve hacia delante 
en mi interior, y entre palmadas, me acaricia, me manosea, de forma que es como 
si me masajeara por dentro y por fuera. Es una sensación erótica muy estimulante 
y, por alguna razón, porque soy yo la que ha impuesto las condiciones, no me 
preocupa el dolor. No es doloroso en sí… bueno, sí, pero no es insoportable. 
Resulta bastante manejable y, sí, placentero… incluso. Gruño. Sí, con esto sí que 
puedo.
Hace una pausa para bajarme despacio las bragas. Me retuerzo en sus piernas, 
no porque quiera escapar de los golpes sino porque quiero más… liberación, algo. 
Sus caricias en mi piel sensibilizada se convierten en un cosquilleo de lo más 
sensual. Resulta abrumador, y empieza de nuevo. Unas cuantas palmadas suaves y 
luego cada vez más fuertes, izquierda, derecha y abajo. Oh, esos de abajo. Gimo.
—Buena chica, Anastasia —gruñe, y se altera su respiración.
Me azota un par de veces más, luego tira del pequeño cordel que sujeta las bolas 
y me las saca de un tirón. Casi alcanzo el clímax; la sensación que me produce no 
es de este mundo. Con movimientos rápidos, me da la vuelta suavemente. Oigo, 
más que ver, cómo rompe el envoltorio del condón y, de pronto, lo tengo tumbado 
a mi lado. Me coge las manos, me las sube por encima de la cabeza y se desliza 
sobre mí, dentro de mí, despacio, ocupando el lugar que han dejado vacío las 
bolas. Gimo con fuerza.
—Oh, nena  —me susurra mientras retrocede y avanza a un ritmo lento  y 
sensual, saboreándome, sintiéndome.
Es la manera más suave en que me lo ha hecho nunca, y no tardo nada en caer 
por el precipicio, presa de una espiral de delicioso, violento y agotador orgasmo. 
Cuando me contraigo a su alrededor, disparo su propio clímax, y se desliza dentro 
de mí, sosegándose, pronunciando mi nombre entre jadeos, fruto de un asombro prodigioso y desesperado.
—¡Ana!
Guarda silencio, jadeando encima de mí, con las manos aún trenzadas en las 
mías por encima de mi cabeza. Por fin se vuelve y me mira.
—Me ha gustado —susurra, y me besa tiernamente.
No se entretiene con más besos dulces, sino que se levanta, me tapa con el 
edredón y se mete en el baño. Cuando vuelve, trae un frasco de loción blanca. Se 
sienta en la cama a mi lado.
—Date la vuelta —me ordena y, a regañadientes, me pongo boca abajo.
La verdad, no sé para qué tanto lío. Tengo mucho sueño.
—Tienes el culo de un color espléndido  —dice en tono aprobador, y me 
extiende la loción refrescante por el trasero sonrosado.
—Déjalo ya, Grey —digo bostezando.
—Señorita Steele, es usted única estropeando un momento.
—Teníamos un trato.
—¿Cómo te sientes?
—Estafada.
Suspira, se tiende en la cama a mi lado y me estrecha en sus brazos. Con 
cuidado de no rozarme el trasero escocido, vuelve a hacerme la cucharita. Me besa 
muy suavemente detrás de la oreja.
—La mujer que me trajo al mundo era una puta adicta al crack, Anastasia. 
Duérmete.
Dios mío… ¿y eso qué significa?
—¿Era?
—Murió.
—¿Hace mucho?
Suspira.
—Murió cuando yo tenía cuatro años. No la recuerdo. Carrick me ha dado 
algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.
—Buenas noches, Christian.
—Buenas noches, Ana.Y me duermo, aturdida y agotada, y sueño con un niño de cuatro años y ojos 
grises en un lugar oscuro, terrible y triste.


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