sábado, 29 de diciembre de 2012

Cincuenta 50 sombras de Grey: Capítulo 8


Christian recorre su estudio de un lado a otro pasándose las manos por el pelo. Las 
dos manos… lo que quiere decir que está doblemente enfadado. Su férreo control 
habitual parece haberse resquebrajado.
—No entiendo por qué no me lo has dicho —me riñe.
—No ha salido el tema. No tengo por costumbre ir contando por ahí mi vida 
sexual. Además… apenas nos conocemos.
Me contemplo las manos.  ¿Por qué me siento culpable?  ¿Por qué está tan 
rabioso? Lo miro.
—Bueno, ahora sabes mucho más de mí —me dice bruscamente. Y aprieta los 
labios—. Sabía que no tenías mucha experiencia, pero… ¡virgen! —Lo dice como si 
fuera un insulto—. Mierda, Ana, acabo de mostrarte… —se queja—. Que Dios me 
perdone. ¿Te han besado alguna vez, sin contarme a mí?
—Pues claro —le contesto intentando parecer ofendida.
Vale… quizá un par de veces.
—¿Y no has perdido la cabeza por ningún chico guapo? De verdad que no lo 
entiendo. Tienes veintiún años, casi veintidós. Eres guapa.
Vuelve a pasarse la mano por el pelo.
Guapa. Me ruborizo de alegría. Christian Grey me considera guapa. Entrelazo 
los dedos y los miro fijamente intentando disimular mi estúpida sonrisa. Quizá es 
miope. Mi adormecida subconsciente asoma la cabeza.  ¿Dónde estaba cuando la 
necesitaba?
—¿Y de verdad estás hablando de lo que quiero hacer cuando no tienes 
experiencia? —Junta las cejas—.  ¿Por qué has eludido el sexo? Cuéntamelo, por 
favor.
Me encojo de hombros.
—Nadie me ha… en fin…Nadie me ha hecho sentir así, solo tú. Y resulta que tú eres una especie  de 
monstruo.
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —le susurro.
—No estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo. Había dado por 
sentado… —Suspira, me mira detenidamente y mueve la cabeza—.  ¿Quieres 
marcharte? —me pregunta en tono dulce.
—No, a menos que tú quieras que me marche —murmuro.
No, por favor… No quiero marcharme.
—Claro que no. Me gusta tenerte aquí —me dice frunciendo el ceño, y echa un 
vistazo al reloj—. Es tarde.  —Y vuelve a levantar los ojos hacia mí—. Estás 
mordiéndote el labio —me dice con voz ronca y mirándome pensativo.
—Perdona.
—No te disculpes. Es solo que yo también quiero morderlo… fuerte.
Me quedo boquiabierta… ¿Cómo puede decirme esas cosas y pretender que no 
me afecten?
—Ven —murmura.
—¿Qué?
—Vamos a arreglar la situación ahora mismo.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué situación?
—Tu situación, Ana. Voy a hacerte el amor, ahora.
—Oh.
Siento que el suelo se mueve. Soy una situación. Contengo la respiración.
—Si quieres, claro. No quiero tentar a la suerte.
—Creía que no hacías el amor. Creía que tú solo follabas duro.
Trago saliva. De pronto se me ha secado la boca.
Me lanza una sonrisa perversa que me recorre el cuerpo hasta llegar a…
—Puedo hacer una excepción, o quizá combinar las dos cosas. Ya veremos. De 
verdad quiero hacerte el amor. Ven a la cama conmigo, por favor. Quiero que 
nuestro acuerdo funcione, pero tienes que hacerte una idea de dónde estás 
metiéndote. Podemos empezar tu entrenamiento esta noche… con lo básico. No 
quiere decir que venga con flores y corazones. Es un medio para llegar a un fin, 
pero quiero ese fin y espero que tú lo quieras también  —me dice con mirada intensa.
Me ruborizo… Madre mía… Mis deseos se hacen realidad.
—Pero no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas —le digo con voz 
entrecortada e insegura.
—Olvídate de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te 
deseo. Te he deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me 
deseas. No estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites 
infranqueables si no me desearas. Ana, por favor, quédate conmigo esta noche.
Me tiende la mano con ojos brillantes, ardientes… excitados, y la cojo. Tira de mí
hasta rodearme entre sus brazos. El movimiento me pilla por sorpresa y de pronto 
siento todo su cuerpo pegado al mío. Me recorre la nuca con los dedos, enrolla mi 
coleta entorno a la muñeca y tira suavemente para obligarme a levantar la cara. 
Está mirándome.
—Eres una chica muy valiente —me susurra—. Me tienes fascinado.
Sus palabras son como un artilugio incendiario. Me arde la sangre. Se inclina, 
me besa suavemente y me chupa el labio inferior.
—Quiero morder este labio —murmura sin despegarse de mi boca.
Y tira de él con los dientes cuidadosamente. Gimo y sonríe.
—Por favor, Ana, déjame hacerte el amor.
—Sí —susurro.
Para eso estoy aquí. Veo su sonrisa triunfante cuando me suelta, me coge de la 
mano y me conduce a través de la casa.
Su dormitorio es grande. Desde los ventanales se ven los iluminados rascacielos 
de Seattle. Las paredes son blancas, y los accesorios, azul claro. La enorme cama es 
ultramoderna, de madera maciza de color gris, con cuatro postes pero sin dosel. En 
la pared de la cabecera hay un impresionante paisaje marino.
Estoy temblando como una hoja. Ya está. Por fin, después de tanto tiempo, voy a 
hacerlo, y nada menos que con Christian Grey. Respiro entrecortadamente y no 
puedo apartar los ojos de  él. Se quita el reloj y lo deja encima de una cómoda a 
juego con la cama. Luego se quita la americana y la deja en una silla. Lleva la 
camisa blanca de lino y unos vaqueros. Es guapo hasta perder el sentido. Su pelo 
cobrizo está alborotado y le cuelga la camisa… Sus ojos grises son audaces y 
brillantes. Se quita las Converse y se inclina para quitarse también los calcetines. 
Los pies de Christian Grey… Uau… ¿Qué tendrán los pies descalzos? Se gira y me 
mira con expresión dulce.—Supongo que no tomas la píldora.
¿Qué? Mierda.
—Me temo que no.
Abre el primer cajón y saca una caja de condones. Me mira fijamente.
—Tienes que estar preparada —murmura—. ¿Quieres que cierre las persianas?
—No me importa —susurro—. Creía que no permitías a nadie dormir en tu 
cama.
—¿Quién ha dicho que vamos a dormir? —murmura.
—Oh.
Madre mía.
Se acerca a mí despacio. Está muy seguro de sí mismo, muy sexy, y le brillan los 
ojos. El corazón se me dispara y la sangre me bombea por todo el cuerpo. El deseo, 
un deseo caliente e intenso, me invade el vientre. Se detiene frente a mí y me mira 
a los ojos. Oh, es tan sexy…
—Vamos a quitarte la chaqueta, si te parece —me dice en voz baja.
Agarra las solapas y muy suavemente me desliza la chaqueta por los hombros y 
la deja en la silla.
—¿Tienes idea de lo mucho que te deseo, Ana Steele? —me susurra.
Se me corta la respiración. No puedo apartar mis ojos de los suyos. Alza una 
mano y me pasa suavemente los dedos por la mejilla hasta el mentón.
—¿Tienes idea de lo que voy a hacerte? —añade acariciándome la barbilla.
Los músculos de mi parte más profunda y oscura se tensan con infinito placer. 
El dolor es tan dulce y tan agudo que quiero cerrar los ojos, pero los suyos, que me 
miran ardientes, me hipnotizan. Se inclina y me besa. Sus labios exigentes, firmes y 
lentos se acoplan a los míos. Empieza a desabrocharme la blusa besándome 
ligeramente la mandíbula, la barbilla y las comisuras de la boca. Me la quita muy 
despacio y la deja caer al suelo. Se aparta un poco y me observa. Por suerte, llevo el 
sujetador azul cielo de encaje, que me queda estupendo.
—Ana… —me dice—. Tienes una piel preciosa, blanca y perfecta. Quiero 
besártela centímetro a centímetro.
Me ruborizo. Madre mía… ¿Por qué me dijo que no podía hacer el amor? Haré
lo que me pida. Me agarra de la coleta, la deshace y jadea cuando la melena me cae 
en cascada sobre los hombros.—Me gustan las morenas —murmura.
Mete las dos manos entre mis cabellos y me sujeta la cabeza. Su beso es exigente, 
su lengua y sus labios, persuasivos. Gimo y mi lengua indecisa se encuentra con la 
suya. Me rodea con sus brazos, me acerca su cuerpo y me aprieta muy fuerte. Una 
mano sigue en mi pelo, y la otra me recorre la columna hasta la cintura y sigue 
avanzando, sigue la curva de mi trasero y me empuja suavemente contra sus 
caderas. Siento su erección, que empuja lánguidamente contra mi cuerpo.
Vuelvo a gemir sin apartar los labios de su boca. Apenas puedo resistir las 
desenfrenadas sensaciones —¿o son hormonas?— que me devastan el cuerpo. Lo 
deseo con locura. Lo cojo por los brazos y siento sus bíceps. Es sorprendentemente 
fuerte… musculoso. Con gesto indeciso, subo las manos hasta su cara y su pelo 
alborotado, que es muy suave. Tiro suavemente de  él, y Christian gime. Me 
conduce despacio hacia la cama, hasta que la siento detrás de las rodillas. Creo que 
va a empujarme, pero no lo hace. Me suelta y de pronto se arrodilla. Me sujeta las 
caderas con las dos manos y desliza la lengua por mi ombligo, avanza hasta la 
cadera mordisqueándome y después me recorre la barriga en dirección a la otra 
cadera.
—Ah —gimo.
No esperaba verlo de rodillas frente a mí y sentir su lengua recorriendo mi 
cuerpo. Es excitante. Apoyo las manos en su pelo y tiro suavemente intentando 
calmar mi acelerada respiración. Levanta la cara y sus ardientes ojos grises me 
miran a través de  las pestañas, increíblemente largas. Sube las manos, me 
desabrocha el botón de los vaqueros y me baja lentamente la cremallera. Sin 
apartar sus ojos de los míos, introduce muy despacio las manos en mi pantalón, las 
pega a mi cuerpo, las desliza hasta el trasero y avanza hasta los muslos arrastrando 
con ellas los vaqueros. No puedo dejar de mirarlo. Se detiene y, sin apartar los ojos 
de mí ni un segundo, se lame los labios. Se inclina hacia delante y pasa la nariz por 
el vértice en el que se unen mis muslos. Lo siento junto a mi sexo.
—Hueles muy bien —murmura.
Cierra los ojos, con expresión de puro placer, y siento como una sacudida. 
Extiende un brazo, tira del edredón, me empuja suavemente y caigo sobre la cama.
Todavía de rodillas, me coge un pie, me desabrocha la Converse y me la quita, 
junto con el calcetín. Me apoyo en los codos y me incorporo para ver lo que hace. 
Jadeo, muerta de deseo. Me agarra el pie por el talón y me recorre el empeine con 
la uña del pulgar. Es casi doloroso, pero siento que el recorrido se proyecta sobre 
mi ingle. Gimo. Sin apartar los ojos de mí, vuelve a recorrerme el empeine, esta vez 
con la lengua, y después con los dientes. Mierda. ¿Cómo puedo sentirlo entre las piernas? Caigo sobre la cama gimiendo. Oigo su risa ahogada.
—Ana, no te imaginas lo que podría hacer contigo —me susurra.
Me quita la otra zapatilla y el calcetín, y después se levanta y me quita los 
vaqueros. Estoy tumbada en su cama, en bragas y sujetador, y  él me mira 
detenidamente.
—Eres muy hermosa, Anastasia Steele. Me muero por estar dentro de ti.
¡Vaya manera de hablar! Es todo un seductor. Me corta la respiración.
—Muéstrame cómo te das placer.
¿Qué? Frunzo el ceño.
—No seas tímida, Ana. Muéstramelo —me susurra.
Muevo la cabeza.
—No entiendo lo que quieres decir —le contesto con voz ronca, tan empapada 
de deseo que apenas la reconozco.
—¿Cómo te corres sola? Quiero verlo.
Muevo la cabeza.
—No me corro sola —murmuro.
Alza las cejas, atónito por un momento, sus ojos se vuelven impenetrables y 
niega con la cabeza como si no pudiera creérselo.
—Bueno, veremos qué podemos hacer —me dice en voz baja, desafiante, en un 
tono de amenaza exquisitamente sensual.
Se desabrocha los botones de los vaqueros y se los quita despacio sin apartar los 
ojos de los míos. Se inclina sobre mí, me agarra de los tobillos, me separa 
rápidamente las piernas y avanza por la cama entre ellas. Se queda suspendido 
encima de mí. Me retuerzo de deseo.
—No te muevas —murmura.
Se inclina, me besa la parte interior de un muslo y va subiendo, sin dejar de 
besarme, hasta mis bragas de encaje.
Ay… No puedo quedarme quieta.  ¿Cómo no voy a moverme? Me retuerzo 
debajo de él.
—Vamos a tener que trabajar para que aprendas a quedarte quieta, nena.
Sigue besándome la barriga y me introduce la lengua en el ombligo. Sus labios 
ascienden hacia el torso. Me arde la piel. Estoy sofocada. Por un momento siento mucho calor, luego frío, y araño la sábana sobre la que estoy tumbada. Christian se 
tumba a mi lado y me recorre con la mano desde la cadera hasta el pecho, pasando 
por la cintura. Me observa con expresión impenetrable y me rodea suavemente los 
pechos con las manos.
—Encajan perfectamente en mi mano, Anastasia —murmura.
Mete el dedo índice por la copa de mi sujetador, la baja muy despacio y deja mi 
pecho al aire, empujado hacia arriba por la varilla y la tela. Desplaza el dedo a mi 
otro seno y repite el proceso. Los pechos se me hinchan y los pezones se me 
endurecen bajo su insistente mirada. El sujetador mantiene alzados mis senos.
—Muy bonitos —suspira admirado.
Y los pezones se me endurecen todavía más.
Me chupa suavemente un pezón, desliza una mano al otro pecho, y con el 
pulgar rodea muy despacio el otro pezón y tira de él. Gimo y siento que una dulce 
sensación me desciende hasta la ingle. Estoy muy húmeda. Oh, por favor, suplico 
para mis adentros agarrando con fuerza la sábana. Cierra los labios alrededor de 
mi otro pezón, y cuando lo lame, casi siento una convulsión.
—Vamos a ver si conseguimos que te corras así —me susurra.
Y sigue con su lenta y sensual incursión. Mis pezones sienten sus hábiles dedos 
y sus labios, que encienden mis terminaciones nerviosas hasta el punto de que 
todo mi cuerpo gime en una dulce agonía, pero él no se detiene.
—Oh… por favor —le suplico.
Tiro la cabeza hacia atrás, con la boca abierta, y gimo. Siento las piernas 
entumecidas. Maldita sea, ¿qué está pasándome?
—Déjate ir, nena —murmura.
Me aprieta un pezón con los dientes, con el pulgar y el índice tira fuerte del otro, 
y me dejo caer en sus manos. Mi cuerpo se agita y estalla en mil pedazos. Me besa 
profundamente, metiéndome la lengua en la boca para absorber mis gritos.
¡Dios mío! Ha sido fantástico. Ahora ya sé a qué viene tanto asombro ante mi 
reacción. Me mira con una sonrisa satisfecha, aunque estoy segura de que no es 
más que gratitud y admiración por mí.
—Eres muy receptiva —me dice—. Tendrás que aprender a controlarlo, y será
muy divertido enseñarte.
Vuelve a besarme.
Mi respiración es todavía irregular mientras me recupero del orgasmo. Desliza una mano hasta mi cintura, mis caderas, y la posa en mis partes  íntimas… Ay. 
Introduce un dedo por el encaje y lentamente empieza a trazar círculos alrededor 
de mi sexo. Cierra los ojos por un instante y contiene la respiración.
—Estás muy húmeda. No sabes cuánto te deseo.
Introduce un dedo dentro de mí, y yo grito mientras lo saca y vuelve a meterlo. 
Me frota el clítoris con la palma de la mano, y grito de nuevo. Sigue 
introduciéndome el dedo, cada vez con más fuerza. Gimo.
De repente se sienta, me quita las bragas y las tira al suelo. Se quita también él 
los calzoncillos y libera su erección. ¡Madre mía! Alarga el brazo hasta la mesita de 
noche, coge un paquetito plateado y se mueve entre mis piernas para que las abra. 
Se arrodilla y desliza un condón por su largo miembro. Oh, no… ¿Cómo va a 
entrar?
—No te preocupes —me susurra mirándome a los ojos—. Tú también te dilatas.
Se inclina apoyando las manos a ambos lados de mi cabeza, de modo que queda 
suspendido por encima de mí. Me mira a los ojos con la mandíbula apretada y los 
ojos ardientes. En este momento me doy cuenta de que todavía lleva puesta la 
camisa.
—¿De verdad quieres hacerlo? —me pregunta en voz baja.
—Por favor —le suplico.
—Levanta las rodillas —me ordena en tono suave.
Obedezco de inmediato.
—Ahora voy a follarla, señorita Steele —murmura colocando la punta de su 
miembro erecto delante de mi sexo—. Duro —susurra.
Y me penetra bruscamente.
—¡Aaay! —grito.
Al desgarrar mi virginidad, siento una extraña sensación en lo más profundo de 
mí, como un pellizco. Se queda inmóvil y me observa con ojos en los que brilla el 
triunfo.
Tiene la boca ligeramente abierta y le cuesta respirar. Gime.
—Estás muy cerrada. ¿Estás bien?
Asiento con los ojos en blanco y agarrándome a sus brazos. Me siento llena por 
dentro. Sigue inmóvil para que me aclimate a la invasiva y abrumadora sensación 
de tenerlo dentro de mí.—Voy a moverme, nena —me susurra un momento después en tono firme.
Oh.
Retrocede con exquisita lentitud. Cierra los ojos, gime y vuelve a penetrarme. 
Grito por segunda vez, y se detiene.
—¿Más? —me susurra con voz salvaje.
—Sí —le contesto.
Vuelve a penetrarme y a detenerse.
Gimo. Mi cuerpo lo acepta… Oh, quiero que siga.
—¿Otra vez? —me pregunta.
—Sí —le contesto en tono de súplica.
Y se mueve, pero esta vez no se detiene. Se apoya en los codos, de modo que 
siento su peso sobre mí, aprisionándome. Al principio se mueve despacio, entra y 
sale de mi cuerpo. Y a medida que voy acostumbrándome a la extraña sensación, 
empiezo a mover las caderas hacia las suyas. Acelera. Gimo y me embiste con 
fuerza, cada vez más deprisa, sin piedad, a un ritmo implacable, y yo mantengo el 
ritmo de sus embestidas. Me agarra la cabeza con las manos, me besa bruscamente 
y vuelve a tirar de mi labio inferior con los dientes. Se retira un poco y siento que 
algo crece en lo más profundo de mí, como antes. Voy poniéndome tensa a medida 
que me penetra una y otra vez. Me tiembla el cuerpo, me arqueo. Estoy bañada en 
sudor. No sabía que sería así… No sabía que la sensación podía ser tan agradable. 
Mis pensamientos se dispersan… No hay más que sensaciones… Solo  él… Solo 
yo… Ay, por favor… Mi cuerpo se pone rígido.
—Córrete para mí, Ana —susurra sin aliento.
Y me dejo ir en cuanto lo dice, llego al clímax y estallo en mil pedazos bajo su 
cuerpo. Y mientras se corre también él, grita mi nombre, da una última embestida 
se queda inmóvil, como si se vaciara dentro de mí.
Todavía jadeo, intento ralentizar la respiración y los latidos del corazón, y mis 
pensamientos se sumen en el caos. Uau… ha sido algo increíble. Abro los ojos. 
Christian ha apoyado su frente en la mía. Tiene los ojos cerrados y su respiración 
es irregular. Parpadea, abre los ojos y me lanza una mirada turbia, aunque dulce. 
Sigue dentro de mí. Se inclina, me besa suavemente en la frente y, muy despacio, 
empieza a salir de mi cuerpo.
—Oooh.
Es una sensación extraña, que me hace estremecer.—¿Te he hecho daño? —me pregunta Christian mientras se tumba a mi lado 
apoyándose en un codo.
Me pasa un mechón de pelo por detrás de la oreja. Y no puedo evitar esbozar 
una amplia sonrisa.
—¿Estás de verdad preguntándome si me has hecho daño?
—No me vengas con ironías —me dice con una sonrisa burlona—. En serio, 
¿estás bien?
Sus ojos son intensos, perspicaces, incluso exigentes.
Me tiendo a su lado sintiendo los miembros desmadejados, con los huesos como 
de goma, pero estoy relajada, muy relajada. Le sonrío. No puedo dejar de sonreír. 
Ahora entiendo a qué viene tanto alboroto. Dos orgasmos… todo tu ser 
completamente descontrolado, como cuando una lavadora centrifuga. Uau. No 
tenía ni idea de lo que mi cuerpo era capaz, de que podía tensarse tanto y liberarse 
de forma tan violenta, tan gratificante. El placer ha sido indescriptible.
—Estás mordiéndote el labio, y no me has contestado.
Frunce el ceño. Le sonrío con gesto travieso. Está imponente con su pelo 
alborotado, sus ardientes ojos grises entrecerrados y su expresión seria e 
impenetrable.
—Me gustaría volver a hacerlo —susurro.
Por un momento creo ver una fugaz expresión de alivio en su cara. Luego 
cambia rápidamente de expresión y me mira con ojos velados.
—¿Ahora mismo, señorita Steele? —musita en tono frío. Se inclina sobre mí y 
me besa suavemente en la comisura de la boca—. ¿No eres un poquito exigente? 
Date la vuelta.
Parpadeo varias veces, pero al final me doy la vuelta. Me desabrocha el 
sujetador y me desliza la mano desde la espalda hasta el trasero.
—Tienes una piel realmente preciosa —murmura.
Mete una pierna entre las mías y se queda medio tumbado sobre mi espalda. 
Siento la presión de los botones de su camisa mientras me retira el pelo de la cara y 
me besa en el hombro.
—¿Por qué no te has quitado la camisa? —le pregunto.
Se queda inmóvil. Acto seguido se quita la camisa y vuelve a tumbarse encima 
de mí. Siento su cálida piel sobre la mía. Mmm… Es una maravilla. Tiene el pecho 
cubierto de una ligera capa de pelo, que me hace cosquillas en la espalda.—Así que quieres que vuelva a follarte… —me susurra al oído.
Y empieza a besarme muy suavemente alrededor de la oreja y en el cuello. Me 
levanta las rodillas y se me corta la respiración… ¿Qué está haciendo ahora? Se 
mete entre mis piernas, se pega a mi espalda y me pasa la mano por el muslo hasta 
el trasero. Me acaricia despacio las nalgas y después desliza los dedos entre mis 
piernas.
—Voy a follarte desde atrás, Anastasia —murmura.
Con la otra mano me agarra del pelo a la altura de la nuca y tira ligeramente 
para colocarme. No puedo mover la cabeza. Estoy inmovilizada debajo de  él, 
indefensa.
—Eres mía —susurra—. Solo mía. No lo olvides.
Su voz es embriagadora, y sus palabras, seductoras. Noto cómo crece su 
erección contra mi muslo.
Desliza los dedos y me acaricia suavemente el clítoris, trazando círculos muy 
despacio. Siento su respiración en la cara mientras me pellizca lentamente la 
mandíbula.
—Hueles de maravilla.
Me acaricia detrás de la oreja con la nariz. Frota las manos contra mi cuerpo una 
y otra vez. En un instinto reflejo, empiezo a trazar círculos con las caderas, al 
compás de su mano, y un placer enloquecedor me recorre las venas como si fuera 
adrenalina.
—No te muevas —me ordena en voz baja, aunque imperiosa.
Y lentamente me introduce el pulgar y lo gira acariciando las paredes de mi 
vagina. El efecto es alucinante. Toda mi energía se concentra en esa pequeña parte 
de mi cuerpo. Gimo.
—¿Te gusta? —me pregunta en voz baja pasándome los dientes por la oreja.
Y empieza a mover el pulgar lentamente, dentro, fuera, dentro, fuera… con los 
dedos todavía trazando círculos.
Cierro los ojos e intento controlar mi respiración, intento absorber las 
desordenadas y caóticas sensaciones que sus dedos desatan en mí mientras el 
fuego me recorre el cuerpo. Vuelvo a gemir.
—Estás muy húmeda y eres muy rápida. Muy receptiva. Oh, Anastasia, me 
gusta, me gusta mucho —susurra.
Quiero mover las piernas, pero no puedo. Me tiene aprisionada y mantiene un ritmo constante, lento y tortuoso. Es absolutamente maravilloso. Gimo de nuevo y 
de pronto se mueve.
—Abre la boca —me pide.
Y me introduce en la boca el pulgar. Pestañeo frenéticamente.
—Mira cómo sabes —me susurra al oído—. Chúpame, nena.
Me presiona la lengua con el pulgar, cierro la boca alrededor de su dedo y 
chupo salvajemente. Siento el sabor salado de su pulgar y la acidez ligeramente 
metálica de la sangre. Madre mía. Esto no está bien, pero es terriblemente erótico.
—Quiero follarte la boca, Anastasia, y pronto lo haré —me dice con voz ronca, 
salvaje, y respiración entrecortada.
¡Follarme la boca! Gimo y le muerdo. Pega un grito ahogado y me tira del pelo 
con más fuerza, me hace daño, así que le suelto el dedo.
—Mi niña traviesa —susurra.
Alarga la mano hacia la mesita de noche y coge un paquetito plateado.
—Quieta, no te muevas —me ordena soltándome el pelo.
Rasga el paquetito plateado mientras yo jadeo y siento el calor recorriendo mis 
venas. La espera es excitante. Se inclina, su peso vuelve a caer sobre mí y me 
agarra del pelo para inmovilizarme la cabeza. No puedo moverme. Me tiene 
seductoramente atrapada y está listo para volver a penetrarme.
—Esta vez vamos a ir muy despacio, Anastasia —me dice.
Y me penetra despacio, muy despacio, hasta el fondo. Su miembro se extiende y 
me invade por dentro implacablemente. Gimo con fuerza. Esta vez lo siento más 
profundo, exquisito. Vuelvo a gemir, y a un ritmo muy lento traza círculos con las 
caderas y retrocede, se detiene un momento y vuelve a penetrarme. Repite el 
movimiento una y otra vez. Me vuelve loca. Sus provocadoras embestidas, 
deliberadamente lentas, y la intermitente sensación de plenitud son irresistibles.
—Se está tan bien dentro de ti —gime.
Y mis entrañas empiezan a temblar. Retrocede y espera.
—No, nena, todavía no —murmura.
Cuando dejo de temblar, comienza de nuevo el maravilloso proceso.
—Por favor —le suplico.
Creo que no voy a aguantar mucho más. Mi cuerpo tenso se desespera por 
liberarse.—Te quiero dolorida, nena —murmura.
Y sigue con su dulce y pausado suplicio, adelante y atrás.
—Quiero que, cada vez que te muevas mañana, recuerdes que he estado dentro 
de ti. Solo yo. Eres mía.
Gimo.
—Christian, por favor —susurro.
—¿Qué quieres, Anastasia? Dímelo.
Vuelvo a gemir. Se retira y vuelve a penetrarme lentamente, de nuevo trazando 
círculos con las caderas.
—Dímelo —murmura.
—A ti, por favor.
Aumenta el ritmo progresivamente y su respiración se vuelve irregular. 
Empiezo a temblar por dentro, y Christian acelera la acometida.
—Eres… tan… dulce —murmura al ritmo de sus embestidas—. Te… deseo…
tanto…
Gimo.
—Eres… mía… Córrete para mí, nena —ruge.
Sus palabras son mi perdición, me lanzan por el precipicio. Siento que mi 
cuerpo se convulsiona y me corro gritando una balbuceante versión de su nombre 
contra el colchón. Christian embiste hasta el fondo dos veces más y se queda 
paralizado, se deja ir y se derrama dentro de mí. Se desploma sobre mi cuerpo, con 
la cara hundida en mi pelo.
—Joder, Ana —jadea.
Se retira inmediatamente y cae rodando en su lado de la cama. Subo las rodillas 
hasta el pecho, totalmente agotada, y al momento me sumerjo en un profundo 
sueño.
Cuando me despierto, todavía no ha amanecido. No tengo ni idea de cuánto 
tiempo he dormido. Estiro las piernas debajo del edredón y me siento dolorida, 
exquisitamente dolorida. No veo a Christian por ningún sitio. Me siento en la cama 
y contemplo la ciudad frente a mí. Hay menos luces encendidas en los rascacielos y 
el amanecer se insinúa ya hacia el este. Oigo música, notas cadenciosas de piano. 
Un dulce y triste lamento. Bach, creo, pero no estoy segura.Echo el edredón a un lado y me dirijo sin hacer ruido al pasillo que lleva al gran 
salón. Christian está sentado al piano, totalmente absorto en la melodía que está
tocando. Su expresión es triste y desamparada, como la música. Toca 
maravillosamente bien. Me apoyo en la pared y lo escucho embelesada. Es un 
músico extraordinario. Está desnudo, con el cuerpo bañado en la cálida luz de una 
lámpara solitaria junto al piano. Como el resto del salón está oscuro, parece aislado 
en su pequeño foco de luz, intocable… solo en una burbuja.
Avanzo en silencio hacia él, atraída por la sublime y melancólica música. Estoy 
fascinada. Observo sus largos y hábiles dedos recorriendo y presionando 
suavemente las teclas, y pienso que esos mismos dedos han recorrido y acariciado 
con destreza mi cuerpo. Me ruborizo al pensarlo, sofoco un grito y aprieto los 
muslos. Christian levanta sus insondables ojos grises con expresión indescifrable.
—Perdona —susurro—. No quería molestarte.
Frunce ligeramente el ceño.
—Está claro que soy yo el que tendría que pedirte perdón —murmura.
Deja de tocar y apoya las manos en las piernas.
De pronto me doy cuenta de que lleva puestos unos pantalones de pijama. Se 
pasa los dedos por el pelo y se levanta. Los pantalones le caen de esa manera tan 
sexy… Madre mía. Se me seca la boca cuando rodea tranquilamente el piano y se 
acerca a mí. Es ancho de hombros y estrecho de caderas, y al andar se le tensan los 
abdominales. Es impresionante…
—Deberías estar en la cama —me riñe.
—Un tema muy hermoso. ¿Bach?
—La transcripción es de Bach, pero originariamente es un concierto para oboe 
de Alessandro Marcello.
—Precioso, aunque muy triste, una melodía muy melancólica.
Esboza una media sonrisa.
—A la cama —me ordena—. Por la mañana estarás agotada.
—Me he despertado y no estabas.
—Me cuesta dormir. No estoy acostumbrado a dormir con nadie —murmura.
No logro discernir cuál es su estado de  ánimo. Parece algo decaído, pero es 
difícil asegurarlo en la oscuridad. Quizá se deba al tono del tema que estaba 
tocando. Me rodea con un brazo y me lleva cariñosamente a la habitación.
—¿Cuándo empezaste a tocar? Tocas muy bien.—A los seis años.
Christian a los seis años… Imagino a un precioso niño de pelo cobrizo y ojos 
grises, y se me cae la baba… Un niño de cabello alborotado al que le gusta la 
música increíblemente triste.
—¿Cómo te sientes? —me pregunta ya de vuelta en la habitación.
Enciende una lamparita.
—Estoy bien.
Los dos miramos la cama al mismo tiempo. Las sábanas están manchadas de 
sangre, como una prueba de mi virginidad perdida. Me ruborizo, incómoda, y me 
echo el edredón por encima.
—Bueno, la señora Jones tendrá algo en lo que pensar —refunfuña Christian 
frente a mí.
Me coloca la mano debajo de la barbilla, me levanta la cara y me mira fijamente. 
Me observa con ojos intensos. Me doy cuenta de que es la primera vez que le veo el 
pecho desnudo. Alargo la mano de forma instintiva. Quiero pasarle los dedos por 
el oscuro pelo del pecho, pero de inmediato da un paso atrás.
—Métete en la cama —me dice bruscamente. Y luego suaviza un poco el tono—: 
Me acostaré contigo.
Retiro la mano y frunzo levemente el ceño. Creo que no le he tocado el torso ni 
una sola vez. Abre un cajón, saca una camiseta y se la pone rápidamente.
—A la cama —vuelve a ordenarme.
Salto a la cama intentando no pensar en la sangre. Se tumba también  él y me 
rodea con los brazos por detrás, de manera que no le veo la cara. Me besa el pelo 
con suavidad e inhala profundamente.
—Duérmete, dulce Anastasia —murmura.
Cierro los  ojos, pero no puedo evitar sentir cierta melancolía, no sé si por la 
música o por su conducta. Christian Grey tiene un lado triste.


1 comentario: