Miro nerviosa por todo el bar, pero no lo veo.
—Ana, ¿qué pasa? Parece que has visto un fantasma.
—Es Christian; está aquí.
—¿Qué? ¿En serio?
Mira también por todo el bar.
No le he hablado a mi madre de la tendencia al acoso de Christian.
Lo veo. El corazón me da un brinco y empieza a agitarse violentamente en mi
pecho cuando se acerca a nosotras. Ha venido… por mí. La diosa que llevo dentro
se levanta como una loca de su chaise longue. Christian se desliza entre la
multitud; los halógenos empotrados reflejan en su pelo destellos de cobre bruñido
y rojo. En sus luminosos ojos grises veo brillar… ¿rabia? ¿Tensión? Aprieta la boca,
la mandíbula tensa. Oh, mierda… no. Ahora mismo estoy tan furiosa con él, y
encima está aquí. ¿Cómo me voy a enfadar con él delante de mi madre?
Llega a nuestra mesa, mirándome con recelo. Viste, como de costumbre, camisa
de lino blanco y vaqueros.
—Hola —chillo, incapaz de ocultar mi asombro por verlo aquí en carne y hueso.
—Hola —responde, e inclinándose me besa en la mejilla, pillándome por
sorpresa.
—Christian, esta es mi madre, Carla.
Mis arraigados modales toman el mando.
Se gira para saludar a mi madre.
—Encantado de conocerla, señora Adams.
¿Cómo sabe el apellido de mi madre? Le dedica esa sonrisa de infarto, cosecha
Christian Grey, destinada a la rendición total sin rehenes. Mi madre no tiene
escapatoria. La mandíbula se le descuelga hasta la mesa. Por Dios, controla un
poco, mamá. Ella acepta la mano que le tiende y se la estrecha. No le contesta. Vaya, lo de quedarse mudo de asombro es genético; no tenía ni idea.
—Christian —consigue decir por fin, sin aliento.
Él le dedica una sonrisa de complicidad, sus ojos grises centelleantes. Los miro
con el gesto fruncido.
—¿Qué haces aquí?
La pregunta suena más frágil de lo que pretendía, y su sonrisa desaparece, y su
expresión se vuelve cautelosa. Estoy emocionada de verlo, pero completamente
descolocada, y la rabia por lo de la señora Robinson aún me hierve en las venas.
No sé si quiero ponerme a gritarle o arrojarme a sus brazos (aunque no creo que le
gustara ninguna de las dos opciones), y quiero saber cuánto tiempo lleva
vigilándonos. Además, estoy algo nerviosa por el e-mail que acabo de enviarle.
—He venido a verte, claro. —Me mira impasible. Huy, ¿qué estará pensando?—.
Me alojo en este hotel.
—¿Te alojas aquí?
Sueno como una universitaria de segundo año colocada de anfetas, demasiado
estridente hasta para mis oídos.
—Bueno, ayer me dijiste que ojalá estuviera aquí. —Hace una pausa para
evaluar mi reacción—. Nos proponemos complacer, señorita Steele —dice en voz
baja sin rastro alguno de humor.
Mierda, ¿está furioso? ¿Será por los comentarios sobre la señora Robinson? ¿O
tal vez porque estoy a punto de tomarme el cuarto Cosmo? Mi madre nos mira
nerviosa.
—¿Por qué no te tomas una copa con nosotras, Christian?
Le hace una seña al camarero, que se planta a nuestro lado en un nanosegundo.
—Tomaré un gin-tonic —dice Christian—. Hendricks si tienen, o Bombay
Sapphire. Pepino con el Hendricks, lima con el Bombay.
Madre mía… Solo Christian podría pedir una copa como si fuera un plato
elaborado.
—Y otros dos Cosmos, por favor —añado, mirando nerviosa a Christian.
He salido de copas con mi madre; no se puede enfadar por eso.
—Acércate una silla, Christian.
—Gracias, señora Adams.
Christian coge una silla y se sienta con elegancia a mi lado.—¿Así que casualmente te alojas en el hotel donde estamos tomando unas
copas? —digo, esforzándome por sonar desenfadada.
—O casualmente estáis tomando unas copas en el hotel donde yo me alojo —me
contesta él—. Acabo de cenar, he venido aquí y te he visto. Andaba distraído
pensando en tu último correo, levanto la vista y ahí estabas. Menuda coincidencia,
¿verdad?
Ladea la cabeza y detecto un amago de sonrisa. Gracias a Dios… puede que al
final hasta salvemos la noche.
—Mi madre y yo hemos ido de compras esta mañana y a la playa por la tarde.
Luego hemos decidido salir de copas esta noche —murmuro, porque tengo la
sensación de que le debo una explicación.
—¿Ese top es nuevo? —Señala mi blusón de seda verde recién estrenado—. Te
sienta bien ese color. Y te ha dado un poco el sol. Estás preciosa.
Me ruborizo. El cumplido me deja sin habla.
—Bueno, pensaba hacerte una visita mañana, pero mira por dónde…
Alarga el brazo y me coge la mano, me la aprieta con suavidad, me acaricia los
nudillos con el pulgar… y siento de nuevo el tirón. Esa descarga eléctrica que corre
bajo mi piel bajo la suave presión de su pulgar se dispara a mi torrente sanguíneo y
me recorre el cuerpo entero, calentándolo todo a su paso. Hacía más de dos días
que no lo veía. Madre mía… cómo lo deseo. Se me entrecorta la respiración. Lo
miro pestañeando, sonrío tímidamente, y veo dibujarse una sonrisa en sus labios.
—Quería darte una sorpresa. Pero, como siempre, me la has dado tú a mí,
Anastasia, cuando te he visto aquí.
Miro de reojo a mi madre, que tiene los ojos clavados en Christian… ¡sí,
clavados! Vale ya, mamá. Ni que fuera una criatura exótica nunca vista. A ver, ya
sé que hasta ahora no había tenido novio y que a Christian solo lo llamo así por
llamarlo de alguna manera, pero ¿tan increíble es que yo haya podido atraer a un
hombre? ¿A este hombre? Pues sí, francamente… tú míralo bien, me suelta mi
subconsciente. ¡Oh, cállate! ¿Quién te ha dado vela en este entierro? Miro ceñuda a
mi madre, pero ella no parece darse por enterada.
—No quiero robarte tiempo con tu madre. Me tomaré una copa y me retiraré.
Tengo trabajo pendiente —declara muy serio.
—Christian, me alegro mucho de conocerte —interviene mi madre, recuperando
al fin el habla—. Ana me ha hablado muy bien de ti.
Él le sonríe.—¿En serio?
Christian arquea una ceja, con una expresión risueña en el rostro, y yo vuelvo a
ruborizarme.
Llega el camarero con nuestras copas.
—Hendricks, señor —declara con una floritura triunfante.
—Gracias —murmura Christian en reconocimiento.
Sorbo nerviosa mi nuevo Cosmo.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Georgia, Christian? —pregunta mamá.
—Hasta el viernes, señora Adams.
—¿Cenarás con nosotros mañana? Y, por favor, llámame Carla.
—Me encantaría, Carla.
—Estupendo. Si me disculpáis un momento, tengo que ir al lavabo.
Pero si acabas de ir, mamá. La miro desesperada cuando se levanta y se marcha,
dejándonos solos.
—Así que te has enfadado conmigo por cenar con una vieja amiga.
Christian vuelve su mirada ardiente y recelosa hacia mí y, llevándose mi mano a
los labios, me besa suavemente los nudillos uno por uno.
Dios… ¿tiene que hacer esto ahora?
—Sí —mascullo mientras la sangre me recorre ardiente el cuerpo entero.
—Nuestra relación sexual terminó hace tiempo, Anastasia —me susurra—. Yo
solo te deseo a ti. ¿Aún no te has dado cuenta?
Lo miro extrañada.
—Para mí es una pederasta, Christian.
Contengo el aliento a la espera de su reacción.
Christian palidece.
—Eso es muy crítico por tu parte. No fue así —susurra conmocionado,
soltándome la mano.
¿Crítico?
—Ah, ¿cómo fue entonces? —pregunto.
Los Cosmos me envalentonan.Me mira ceñudo, desconcertado. Prosigo:
—Se aprovechó de un chico vulnerable de quince años. Si hubieras sido una
chiquilla de quince años y la señora Robinson un señor Robinson que la hubiera
arrastrado al sadomasoquismo, ¿te parecería bien? ¿Si hubiera sido Mia, por
ejemplo?
Da un respingo y me mira ceñudo.
—Ana, no fue así.
Le lanzo una mirada feroz.
—Vale, yo no lo sentí así —prosigue en voz baja—. Ella fue una fuerza positiva.
Lo que necesitaba.
—No lo entiendo.
Ahora me toca a mí mostrarme desconcertada.
—Anastasia, tu madre no tardará en volver. No me apetece hablar de esto ahora.
Más adelante, quizá. Si no quieres que esté aquí, tengo un avión esperándome en
Hilton Head. Me puedo ir.
Se ha enfadado conmigo… no.
—No, no te vayas. Por favor. Me encanta que hayas venido. Solo quiero que
entiendas que me enfurece que, en cuanto me voy, quedes con ella para cenar.
Piensa en cómo te pones tú cuando me acerco a José. José es un buen amigo. Nunca
he tenido una relación sexual con él. Mientras que tú y ella…
Me interrumpo, no queriendo concederle más espacio a ese pensamiento.
—¿Estás celosa?
Me mira atónito, y sus ojos se ablandan un poco, se enternecen.
—Sí, y furiosa por lo que te hizo.
—Anastasia, ella me ayudó. Y eso es todo lo que voy a decir al respecto. En
cuanto a tus celos, ponte en mi lugar. No he tenido que justificar mis actos delante
de nadie en los últimos siete años. De nadie en absoluto. Hago lo que me place,
Anastasia. Me gusta mi independencia. No he ido a ver a la señora Robinson para
fastidiarte. He ido porque, de vez en cuando, salimos a cenar. Es amiga y socia.
¿Socia? Dios mío. Esto es nuevo.
Me mira y analiza mi expresión.
—Sí, somos socios. Ya no hay sexo entre nosotros. Desde hace años.
—¿Por qué terminó vuestra relación?Frunce la boca y le brillan los ojos.
—Su marido se enteró.
¡Madre mía!
—¿Te importa que hablemos de esto en otro momento, en un sitio más discreto?
—gruñe.
—Dudo que consigas convencerme de que no es una especie de pedófila.
—Yo no la veo así. Nunca lo he hecho. ¡Y basta ya! —espeta.
—¿La querías?
—¿Cómo vais?
Mi madre reaparece sin que ninguno de los dos nos hayamos percatado.
Me planto una falsa sonrisa en los labios mientras Christian y yo nos
enderezamos precipitadamente en el asiento, como si estuviéramos haciendo algo
malo. Mi madre me mira.
—Bien, mamá.
Christian sorbe su copa, observándome detenidamente con expresión cautelosa.
¿Qué estará pensando? ¿La quiso? Me parece que, como diga que sí, me voy a
enfadar, y mucho.
—Bueno, señoras, os dejo disfrutar de vuestra velada.
No, no, no me puede dejar así, con la duda.
—Por favor, que carguen estas copas en mi cuenta, habitación 612. Te llamo por
la mañana, Anastasia. Hasta mañana, Carla.
—Oh, me encanta que alguien te llame por tu nombre completo, hija.
—Un nombre precioso para una chica preciosa —murmura Christian,
estrechando la mano que mi madre le tiende, y ella sonríe con afectación.
Ay, mamá… ¿tú también, traidora? Me levanto y lo miro, implorándole que
responda a mi pregunta, y él me da un casto beso en la mejilla.
—Hasta luego, nena —me susurra al oído.
Y se va.
Maldito capullo controlador. La rabia retorna con plena fuerza. Me dejo caer en
la silla y me vuelvo hacia mi madre.
—Vaya, me has dejado anonadada, Ana. Menudo partidazo. Eso sí, no sé qué os
traéis entre manos. Me parece que tenéis que hablar. Uf, la tensión subyacente… es insoportable.
Se abanica exageradamente.
—¡MAMÁ!
—Ve a hablar con él.
—No puedo. He venido aquí a verte a ti.
—Ana, has venido aquí porque estás hecha un lío con ese chico. Es evidente que
estáis locos el uno por el otro. Tienes que hablar con él. Ha volado cinco mil
kilómetros para verte, por el amor de Dios. Y ya sabes lo horroroso que es volar.
Me ruborizo. No le he dicho que tiene un avión privado.
—¿Qué? —me suelta.
—Tiene su propio avión —mascullo, avergonzada—, y son menos de cinco mil
kilómetros, mamá.
¿Por qué me avergüenzo? Mi madre arquea ambas cejas.
—Uau —exclama—. Ana, os pasa algo. Llevo intentando averiguar lo que es
desde que llegaste. Pero el único modo de solucionar el problema, sea cual sea, es
hablarlo con él. Piensa todo lo que quieras, pero hasta que no hables con él no vas a
conseguir nada.
La miro ceñuda.
—Ana, cielo, siempre le has dado muchas vueltas a todo. Fíate de tu instinto.
¿Qué te dice, cariño?
Me miro los dedos.
—Creo que estoy enamorada de él —murmuro.
—Lo sé, cariño. Y él de ti.
—¡No!
—Sí, Ana. Dios… ¿qué más necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?
La miro aturdida y se me llenan los ojos de lágrimas.
—No llores, cielo.
—Yo no creo que me quiera.
—Independientemente de lo rico que sea, uno no lo deja todo, se sube en su
avión privado y cruza el país para tomar el té de la tarde. ¡Ve con él! Este sitio es
muy bonito, muy romántico. Además, es territorio neutral.
Me revuelvo incómoda bajo su mirada. Quiero y no quiero ir.—Cariño, no te preocupes por tener que volver conmigo. Quiero que seas feliz,
y ahora mismo creo que la clave de tu felicidad está arriba, en la habitación 612. Si
quieres venir a casa luego, la llave está debajo de la yuca del porche principal. Si te
quedas… bueno, ya eres mayorcita. Pero toma precauciones.
Me pongo roja como un tomate. Por Dios, mamá.
—Vamos a terminarnos los Cosmos primero.
—Esa es mi chica.
Y sonríe.
Llamo tímidamente a la puerta de la habitación 612 y espero. Christian abre la
puerta. Está hablando por el móvil. Me mira extrañado, completamente
sorprendido, sostiene la puerta abierta y me invita a entrar en su habitación.
—¿Están listas todas las indemnizaciones? ¿Y el coste? —Silba entre dientes—.
Uf, nos ha salido caro el error. ¿Y Lucas?
Echo un vistazo a la habitación. Es una suite, como la del Heathman. La
decoración de esta es ultramoderna, muy actual. Todo púrpuras y dorados mate
con motivos en bronce en las paredes. Christian se acerca a un mueble de madera
noble, tira y abre una puerta tras la que se oculta el minibar. Me hace una señal
para que me sirva, luego entra en el dormitorio. Supongo que para que no pueda
oír la conversación. Me encojo de hombros. No dejó de hablar cuando entré en su
estudio el otro día. Oigo correr el agua; está llenando la bañera. Me sirvo un zumo
de naranja. Vuelve al salón.
—Que Andrea me mande las gráficas. Barney me dijo que había resuelto el
problema. —Christian ríe—. No, el viernes. Estoy interesado en un terreno de por
aquí. Sí, que me llame Bill. No, mañana. Quiero ver lo que podría ofrecernos
Georgia si nos instalamos aquí.
Christian no me quita los ojos de encima. Me da un vaso y me indica dónde hay
una cubitera.
—Si los incentivos son lo bastante atractivos, creo que deberíamos considerarlo,
aunque aquí hace un calor de mil demonios. Detroit tiene sus ventajas, sí, y es más
fresco. —Su rostro se oscurece un instante—. ¿Por qué? Que me llame Bill.
Mañana. No demasiado temprano.
Cuelga y se me queda mirando con una expresión indescifrable, y se hace el
silencio entre nosotros.
Muy bien… me toca hablar.—No has respondido a mi pregunta —murmuro.
—No —dice en voz baja, y me mira con una mezcla de asombro y recelo.
—¿No has respondido a mi pregunta o no, no la querías?
Se cruza de brazos y se apoya en la pared; una leve sonrisa se dibuja en sus
labios.
—¿A qué has venido, Anastasia?
—Ya te lo he dicho.
Suspira hondo.
—No, no la quería.
Me mira ceñudo, divertido pero perplejo.
Acabo de darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Al soltar el
aire, me desinflo como un saco viejo. Uf, gracias a Dios… ¿Cómo me habría sentido
si me hubiera dicho que quería a esa bruja?
—Tú eres mi diosa de ojos verdes, Anastasia. ¿Quién lo habría dicho?
—¿Se burla de mí, señor Grey?
—No me atrevería.
Niega con la cabeza, solemne, pero veo un destello de picardía en sus ojos.
—Huy, claro que sí, y de hecho lo haces, a menudo.
Sonríe satisfecho al ver que le devuelvo las palabras que me ha dicho él antes.
Su mirada se oscurece.
—Por favor, deja de morderte el labio. Estás en mi habitación, hace casi tres días
que no te veo y he hecho un largo viaje en avión para verte.
Su tono pasa de suave a sensual.
Le suena la BlackBerry, distrayéndonos a los dos, y la apaga sin mirar siquiera
quién es. Se me entrecorta la respiración. Sé cómo va a terminar esto… pero se
supone que íbamos a hablar. Se acerca a mí con su mirada sexy de depredador.
—Quiero hacerlo, Anastasia. Ahora. Y tú también. Por eso has venido.
—Quería saber la respuesta, de verdad —alego en mi defensa.
—Bueno, ahora que lo sabes, ¿te quedas o te vas?
Me ruborizo cuando se planta delante de mí.
—Me quedo —murmuro, mirándolo nerviosa.—Me alegro. —Me mira fijamente—. Con lo enfadada que estabas conmigo…
—dice.
—Sí.
—No recuerdo que nadie se haya enfadado nunca conmigo, salvo mi familia.
Me gusta.
Me acaricia la mejilla con las yemas de los dedos. Madre mía, esa proximidad,
ese aroma a Christian. Se supone que íbamos a hablar, pero tengo el corazón
desbocado y la sangre me corre como loca por todo el cuerpo; el deseo crece, se
expande… por todo mi ser. Christian se inclina y me pasea la nariz por el hombro
hasta la base de la oreja, hundiendo despacio los dedos en mi pelo.
—Deberíamos hablar —susurro.
—Luego.
—Quiero decirte tantas cosas.
—Yo también.
Me planta un suave beso debajo del lóbulo de la oreja mientras aprieta el puño
enredado en mi pelo. Me echa la cabeza hacia atrás para tener acceso a mi cuello.
Me araña la barbilla con los dientes y me besa el cuello.
—Te deseo —dice.
Gimo, subo las manos y me aferro a sus brazos.
—¿Estás con la regla?
Sigue besándome.
Maldita sea. ¿No se le escapa nada?
—Sí —susurro, cortada.
—¿Tienes dolor menstrual?
—No.
Me sonrojo. Dios…
Para y me mira.
—¿Te has tomado la píldora?
—Sí.
Qué vergüenza, por favor.
—Vamos a darnos un baño.¿Eh?
Me coge de la mano y me lleva al dormitorio. Dominan la estancia la cama
inmensa y unas cortinas de lo más recargado. Pero no nos detenemos ahí. Me lleva
al baño que tiene dos zonas, todo de color verde mar y crudo. Es enorme. En la
segunda zona, una bañera encastrada lo bastante grande para cuatro personas, con
escalones de piedra al interior, se está llenando de agua. El vapor se eleva
suavemente por encima de la espuma y veo que hay un asiento de piedra por todo
su perímetro. En los bordes titilan unas velas. Uau… ha hecho todo esto mientras
hablaba por teléfono.
—¿Llevas una goma para el pelo?
Lo miro extrañada, me busco en el bolsillo de los vaqueros y saco una.
—Recógetelo —me ordena con delicadeza.
Hago lo que me pide.
Hace un calor sofocante junto a la bañera y el blusón se me empieza a pegar. Se
agacha y cierra el grifo. Me lleva a la primera zona del baño, se coloca detrás de mí
y los dos nos miramos en el espejo mural que hay sobre los dos lavabos de vidrio.
—Quítate las sandalias —murmura, y yo lo complazco enseguida y las dejo en
el suelo de arenisca—. Levanta los brazos —me dice.
Obedezco y me saca el blusón por la cabeza de forma que me quedo desnuda de
cintura para arriba ante él. Sin quitarme los ojos de encima, alarga la mano por
delante, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja la cremallera.
—Te lo voy a hacer en el baño, Anastasia.
Se inclina y me besa el cuello. Ladeo la cabeza y le facilito el acceso. Engancha
los pulgares en mis vaqueros y me los baja poco a poco, agachándose detrás de mí
al tiempo que me los baja, junto con las bragas, hasta el suelo.
—Saca los pies de los vaqueros.
Agarrándome al borde del lavabo, hago lo que me dice. Ahora estoy desnuda,
mirándome, y él está arrodillado a mi espalda. Me besa y luego me mordisquea el
trasero, haciéndome gemir. Se levanta y vuelve a mirarme fijamente en el espejo.
Procuro estarme quieta, ignorando mi natural inclinación a taparme. Me planta las
manos en el vientre; son tan grandes que casi me llegan de cadera a cadera.
—Mírate. Eres preciosa —murmura—. Siéntete. —Me coge ambas manos con las
suyas, las palmas pegadas al dorso de las mías, los dedos trenzados con los míos
para mantenerlos estirados. Me las posa en el vientre—. Siente lo suave que es tu
piel —me dice en voz baja y grave. Me mueve las manos lentamente, en círculos, luego asciende hasta mis pechos—. Siente lo turgentes que son tus pechos.
Me pone las manos de forma que me coja los pechos. Me acaricia suavemente
los pezones con los pulgares, una y otra vez.
Gimo con la boca entreabierta y arqueo la espalda de forma que los pechos me
llenan las manos. Me pellizca los pezones con sus pulgares y los míos, tirando con
delicadeza, para que se alarguen más. Observo fascinada a la criatura lasciva que
se retuerce delante de mí. Oh, qué sensación tan deliciosa… Gruño y cierro los
ojos, porque no quiero seguir viendo cómo se excita esa mujer libidinosa del espejo
con sus propias manos, con las manos de él, acariciándome como lo haría él,
sintiendo lo excitante que es. Solo siento sus manos y sus órdenes suaves y serenas.
—Muy bien, nena —murmura.
Me lleva las manos por los costados, desde la cintura hasta las caderas, por el
vello púbico. Desliza una pierna entre las mías, separándome los pies, abriéndome,
y me pasa mis manos por mi sexo, primero una mano y luego la otra, marcando un
ritmo. Es tan erótico… Soy una auténtica marioneta y él es el maestro titiritero.
—Mira cómo resplandeces, Anastasia —me susurra mientras me riega de besos
y mordisquitos el hombro.
Gimo. De pronto me suelta.
—Sigue tú —me ordena, y se aparta para observarme.
Me acaricio. No… Quiero que lo haga él. No es lo mismo. Estoy perdida sin él.
Se saca la camisa por la cabeza y se quita rápidamente los vaqueros.
—¿Prefieres que lo haga yo?
Sus ojos grises abrasan los míos en el espejo.
—Sí, por favor —digo.
Vuelve a rodearme con los brazos, me coge las manos otra vez y continúa
acariciándome el sexo, el clítoris. El vello de su pecho me raspa, su erección
presiona contra mí. Hazlo ya, por favor. Me mordisquea la nuca y cierro los ojos,
disfrutando de las múltiples sensaciones: el cuello, la entrepierna, su cuerpo
pegado a mí. Para de pronto y me da la vuelta, me apresa con una mano ambas
muñecas a la espalda y me tira de la coleta con la otra. Me acaloro al contacto con
su cuerpo; él me besa apasionadamente, devorando mi boca con la suya,
inmovilizándome.
Su respiración es entrecortada, como la mía.
—¿Cuándo te ha venido la regla, Anastasia? —me pregunta de repente, mirándome.
—Eh… ayer —mascullo, excitadísima.
—Bien.
Me suelta y me da la vuelta.
—Agárrate al lavabo —me ordena y vuelve a echarme hacia atrás las caderas,
como hizo en el cuarto de juegos, de forma que estoy doblada.
Me pasa la mano entre las piernas y tira del cordón azul. ¿Qué? Me quita el
tampón con cuidado y lo tira al váter, que tiene cerca. Dios mío. La madre del… Y
de golpe me penetra… ¡ah! Piel con piel, moviéndose despacio al principio,
suavemente, probándome, empujando… madre mía. Me agarro con fuerza al
lavabo, jadeando, pegándome a él, sintiéndolo dentro de mí. Oh, esa dulce
agonía… sus manos ancladas a mis caderas. Imprime un ritmo castigador, dentro,
fuera, luego me pasa la mano por delante, al clítoris, y me lo masajea… oh, Dios.
Noto que me acelero.
—Muy bien, nena —dice con voz ronca mientras empuja con vehemencia,
ladeando las caderas, y eso basta para catapultarme a lo más alto.
Uau… y me corro escandalosamente, aferrada al lavabo mientras me dejo
arrastrar por el orgasmo, y todo se revuelve y se tensa a la vez. Él me sigue,
agarrándome con fuerza, pegándose a mi cuerpo cuando llega al clímax,
pronunciando mi nombre como si fuera un ensalmo o una invocación.
—¡Oh, Ana! —me jadea al oído, su respiración entrecortada en perfecta sinergia
con la mía—. Oh, nena, ¿alguna vez me saciaré de ti? —susurra.
Nos dejamos caer despacio al suelo y él me envuelve con sus brazos,
apresándome. ¿Será siempre así? Tan incontenible, devorador, desconcertante,
seductor. Yo quería hablar, pero hacer el amor con él me agota y me aturde, y
también yo me pregunto si algún día llegaré a saciarme de él.
Me acurruco en su regazo, con la cabeza pegada a su pecho, mientras nos
serenamos. Con disimulo, inhalo su aroma a Christian, dulce y embriagador. No
debo acariciarlo. No debo acariciarlo. Repito mentalmente el mantra, aunque me
siento tentada de hacerlo. Quiero alzar la mano y trazar figuras en su pecho con las
yemas de los dedos, pero me contengo, porque sé que le fastidiaría que lo hiciera.
Guardamos silencio los dos, absortos en nuestros pensamientos. Yo estoy absorta
en él, entregada a él.
De repente, me acuerdo de que tengo la regla.
—Estoy manchando —murmuro.—A mí no me molesta —me dice.
—Ya lo he notado —digo sin poder controlar el tono seco de mi voz.
Se tensa.
—¿Te molesta a ti? —me pregunta en voz baja.
¿Que si me molesta? Quizá debería… ¿o no? No, no me molesta. Me echo hacia
atrás y levanto la vista, y él me mira desde arriba, con esos ojos grises algo
nebulosos.
—No, en absoluto.
Sonríe satisfecho.
—Bien. Vamos a darnos un baño.
Me libera y me deja en el suelo a fin de ponerse de pie. Mientras se mueve a mi
lado, vuelvo a reparar en esas pequeñas cicatrices redondas y blancas de su pecho.
No son de varicela, me digo distraída. Grace dijo que a él casi no le había afectado.
Por Dios… tienen que ser quemaduras. ¿Quemaduras de qué? Palidezco al caer en
la cuenta, presa de la conmoción y la repugnancia que me produce. A lo mejor
existe una explicación razonable y yo estoy exagerando. Brota feroz en mi pecho
una esperanza: la esperanza de estar equivocada.
—¿Qué pasa? —me pregunta Christian alarmado.
—Tus cicatrices —le susurro—. No son de varicela.
Lo veo cerrarse como una ostra en milésimas de segundo; su actitud, antes
relajada, serena y tranquila, se vuelve defensiva, furiosa incluso. Frunce el ceño, su
rostro se oscurece y su boca se convierte en una fina línea prieta.
—No, no lo son —espeta, pero no me da más explicaciones.
Se pone en pie, me tiende la mano y me ayuda a levantarme.
—No me mires así —me dice con frialdad, como reprendiéndome, y me suelta la
mano.
Me sonrojo, arrepentida, y me miro los dedos, y entonces sé, tengo claro, que
alguien le apagaba cigarrillos sobre la piel. Siento náuseas.
—¿Te lo hizo ella? —susurro sin apenas darme cuenta.
No dice nada, así que me obligo a mirarlo. Él me clava los ojos, furibundo.
—¿Ella? ¿La señora Robinson? No es una salvaje, Anastasia. Claro que no fue
ella. No entiendo por qué te empeñas en demonizarla.
Ahí lo tengo, desnudo, espléndidamente desnudo, manchado de mi sangre… y por fin vamos a tener esa conversación. Yo también estoy desnuda, ninguno de los
dos tiene donde esconderse, salvo quizá en la bañera. Respiro hondo, paso por
delante de él y me meto en el agua. La encuentro deliciosamente templada,
relajante y profunda. Me disuelvo en la espuma fragante y lo miro, oculta entre las
pompas.
—Solo me pregunto cómo serías si no la hubieras conocido, si ella no te hubiera
introducido en ese… estilo de vida.
Suspira y se mete en la bañera, enfrente de mí, con la mandíbula apretada por la
tensión, los ojos vidriosos. Cuando sumerge con elegancia su cuerpo en el agua,
procura no rozarme siquiera. Dios… ¿tanto lo he enojado?
Me mira impasible, con expresión insondable, sin decir nada. De nuevo se hace
el silencio entre nosotros, pero yo no voy a romperlo. Te toca ti, Grey… esta vez no
voy a ceder. Mi subconsciente está nerviosa, se muerde las uñas con desesperación.
A ver quién puede más. Christian y yo nos miramos; no pienso claudicar. Al final,
tras lo que parece una eternidad, mueve la cabeza y sonríe.
—De no haber sido por la señora Robinson, probablemente habría seguido los
pasos de mi madre biológica.
¡Uf…! Lo miro extrañada. ¿En la adicción al crack o en la prostitución? ¿En
ambas, quizá?
—Ella me quería de una forma que yo encontraba… aceptable —añade
encogiéndose de hombros.
¿Qué coño significa eso?
—¿Aceptable? —susurro.
—Sí. —Me mira fijamente—. Me apartó del camino de autodestrucción que yo
había empezado a seguir sin darme cuenta. Resulta muy difícil crecer en una
familia perfecta cuando tú no eres perfecto.
Oh, no. Se me seca la boca mientras digiero esas palabras. Me mira con una
expresión indescifrable. No me va a contar más. Qué frustrante. Mi mente no para
de dar vueltas… lo veo tan lleno de desprecio por sí mismo. Y la señora Robinson
lo quería. Maldita sea… ¿lo seguirá queriendo? Me siento como si me hubieran
dado una patada en el estómago.
—¿Aún te quiere?
—No lo creo, no de ese modo. —Frunce el ceño como si nunca se le hubiera
ocurrido—. Ya te digo que fue hace mucho. Es algo del pasado. No podría
cambiarlo aunque quisiera, que no quiero. Ella me salvó de mí mismo. —Estáexasperado y se pasa una mano mojada por el pelo—. Nunca he hablado de esto
con nadie. —Hace una pausa—. Salvo con el doctor Flynn, claro. Y la única razón
por la que te lo cuento a ti ahora es que quiero que confíes en mí.
—Yo ya confío en ti, pero quiero conocerte mejor, y siempre que intento hablar
contigo, me distraes. Hay muchísimas cosas que quiero saber.
—Oh, por el amor de Dios, Anastasia. ¿Qué quieres saber? ¿Qué tengo que
hacer?
Le arden los ojos y, aunque no alza la voz, sé que está haciendo un esfuerzo por
controlar su genio.
Me miro las manos, perfectamente visibles debajo del agua ahora que la espuma
ha empezado a dispersarse.
—Solo pretendo entenderlo; eres todo un enigma. No te pareces a nadie que
haya conocido. Me alegro de que me cuentes lo que quiero saber.
Uf… quizá sean los Cosmopolitan que me envalentonan, pero de repente no
soporto la distancia que nos separa. Me muevo por el agua hasta su lado y me
pego a él, de forma que estamos piel con piel. Se tensa y me mira con recelo, como
si fuera a morderle. Vaya, qué cambio tan inesperado… La diosa que llevo dentro
lo escudriña en silencio, asombrada.
—No te enfades conmigo, anda —le susurro.
—No estoy enfadado contigo, Anastasia. Es que no estoy acostumbrado a este
tipo de conversación, a este interrogatorio. Esto solo lo hago con el doctor Flynn y
con…
Se calla y frunce el ceño.
—Con ella. Con la señora Robinson. ¿Hablas con ella? —inquiero, procurando
controlar mi genio yo también.
—Sí, hablo con ella.
—¿De qué?
Se recoloca para poder mirarme, haciendo que el agua se derrame por los
bordes hasta el suelo. Me pasa el brazo por los hombros y lo apoya en el borde de
la bañera.
—Eres insistente, ¿eh? —murmura algo irritado—. De la vida, del universo… de
negocios. La señora Robinson y yo hace tiempo que nos conocemos, Anastasia.
Hablamos de todo.
—¿De mí? —susurro.—Sí.
Sus ojos grises me observan con atención.
Me muerdo el labio inferior en un intento de contener el súbito ataque de rabia
que se apodera de mí.
—¿Por qué habláis de mí?
Me esfuerzo por no sonar consternada ni malhumorada, pero no lo consigo. Sé
que debería parar. Lo estoy presionando demasiado. Mi subconsciente está
poniendo otra vez la cara de El grito de Munch.
—Nunca he conocido a nadie como tú, Anastasia.
—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que nunca has conocido a nadie que no
firmara automáticamente todo tu papeleo sin preguntar primero?
Menea la cabeza.
—Necesito consejo.
—¿Y te lo da doña Pedófila? —espeto.
El control de mi genio es menos fuerte de lo que pensaba.
—Anastasia… basta ya —me suelta muy serio, frunciendo los ojos.
Piso terreno cenagoso; me estoy metiendo en la boca del lobo.
—O te voy a tener que tumbar en mis rodillas. No tengo ningún interés
romántico o sexual en ella. Ninguno. Es una amiga querida y apreciada, y socia
mía. Nada más. Tenemos un pasado en común, hubo algo entre nosotros que a mí
me benefició muchísimo, aunque a ella le destrozara el matrimonio, pero esa parte
de nuestra relación ya terminó.
Dios, otra cosa que no entiendo. Ella encima estaba casada. ¿Cómo pudieron
mantener lo suyo tanto tiempo?
—¿Y tus padres nunca se enteraron?
—No —gruñe—. Ya te lo he dicho.
Y sé que he llegado al límite. No puedo preguntarle nada más de ella porque va
a perder los nervios conmigo.
—¿Has terminado? —espeta.
—De momento.
Respira hondo y se relaja visiblemente delante de mí, como si se hubiera quitado
un gran peso de encima.—Vale, ahora me toca a mí —murmura, y su mirada feroz se vuelve gélida,
especulativa—. No has contestado a mi e-mail.
Me ruborizo. Ay, odio cuando el foco se dirige contra mí, y tengo la sensación
de que se va a enfadar cada vez que hablemos de algo. Meneo la cabeza. Igual es
así como le hacen sentirse mis preguntas; no está acostumbrado a que lo desafíen.
La idea resulta reveladora, perturbadora e inquietante.
—Iba a contestar. Pero has venido.
—¿Habrías preferido que no viniera? —dice, de nuevo impasible.
—No, me encanta que hayas venido —murmuro.
—Bien. —Me dedica una sincera sonrisa de alivio—. A mí me encanta haber
venido, a pesar de tu interrogatorio. Aunque acepte que me acribilles a preguntas,
no creas que disfrutas de algún tipo de inmunidad diplomática solo porque haya
venido hasta aquí para verte. Para nada, señorita Steele. Quiero saber lo que
sientes.
Oh, no…
—Ya te lo he dicho. Me gusta que estés conmigo. Gracias por venir hasta aquí
—digo, poco convincente.
—Ha sido un placer.
Le brillan los ojos cuando se inclina y me besa suavemente. Noto que reacciono
enseguida. El agua aún está tibia y en el baño sigue habiendo vapor. Para, se
aparta y me mira.
—No. Me parece que necesito algunas respuestas antes de que hagamos más.
¿Más? Ya estamos otra vez con la palabrita. Y quiere respuestas… ¿a qué? Yo no
tengo un pasado plagado de secretos, ni una infancia terrible. ¿Qué podría querer
saber de mí que no sepa ya?
Suspiro, resignada.
—¿Qué quieres saber?
—Bueno, para empezar, qué piensas de nuestro contrato.
Lo miro extrañada. Hora de decir verdades. Mi subconsciente y la diosa que
llevo dentro se miran nerviosas. Venga, vamos a decir la verdad.
—No creo que pueda firmar por un periodo mayor de tiempo. Un fin de semana
entero siendo alguien que no soy.
Me ruborizo y me miro las manos.Me levanta la barbilla y veo que me sonríe, divertido.
—No, yo tampoco creo que pudieras.
En cierta medida, me siento ofendida y desafiada.
—¿Te estás riendo de mí?
—Sí, pero sin mala intención —dice, sonriendo apenas.
Se inclina y me besa suave, brevemente.
—No eres muy buena sumisa —susurra sosteniéndome la barbilla, con un brillo
jocoso en los ojos.
Me lo quedo mirando, asombrada, y empiezo a reír… y él ríe también.
—A lo mejor no tengo un buen maestro.
Suelta un bufido.
—A lo mejor. Igual debería ser más estricto contigo.
Ladea la cabeza y me sonríe ladino.
Trago saliva. Dios, no. Pero, al mismo tiempo, los músculos del vientre se me
contraen de forma deliciosa. Esa es su forma de demostrarme que le importo.
Quizá, comprendo de pronto, su única forma de demostrar que le importo. Me
mira fijamente, estudiando mi reacción.
—¿Tan mal lo pasaste cuando te di los primeros azotes?
Lo miro extrañada. ¿Lo pasé mal? Recuerdo que mi reacción me confundió. Me
dolió, pero, pensándolo bien, no fue para tanto. Él no paraba de decirme que
estaba todo en mi cabeza. Y la segunda vez… Uf, esa estuvo bien… fue muy
excitante.
—No, la verdad es que no —susurro.
—¿Es más por lo que implica? —inquiere.
—Supongo. Lo de sentir placer cuando uno no debería.
—Recuerdo que a mí me pasaba lo mismo. Lleva un tiempo procesarlo.
Dios mío. Eso fue cuando él era un chaval.
—Siempre puedes usar las palabras de seguridad, Anastasia. No lo olvides. Y si
sigues las normas, que satisfacen mi íntima necesidad de controlarte y protegerte,
quizá logremos avanzar.
—¿Por qué necesitas controlarme?
—Porque satisface una necesidad íntima mía que no fue satisfecha en mis años de formación.
—Entonces, ¿es una especie de terapia?
—No me lo había planteado así, pero sí, supongo que sí.
Eso sí puedo entenderlo. Me será de ayuda.
—Pero el caso es que en un momento me dices «No me desafíes», y al siguiente
me dices que te gusta que te desafíe. Resulta difícil traspasar con éxito esa línea tan
fina.
Me mira un instante, luego frunce el ceño.
—Lo entiendo. Pero, hasta la fecha, lo has hecho estupendamente.
—Pero ¿a qué coste personal? Estoy hecha un auténtico lío, me veo atada de pies
y manos.
—Me gusta eso de atarte de pies y manos.
Sonríe maliciosamente.
—¡No lo decía en sentido literal!
Y le salpico agua, exasperada.
Me mira, arqueando una ceja.
—¿Me has salpicado?
—Sí.
Oh, no… esa mirada.
—Ay, señorita Steele. —Me agarra y me sube a su regazo, derramando agua por
todo el suelo—. Creo que ya hemos hablado bastante por hoy.
Me planta una mano a cada lado de la cabeza y me besa. Apasionadamente. Se
apodera de mi boca. Girándome la cabeza, controlándome. Gimo en sus labios.
Esto es lo que le gusta. Lo que se le da bien. Me enciendo por dentro y hundo los
dedos en su pelo, amarrándolo a mí, y le devuelvo el beso y le digo que yo también
lo deseo de la única forma que sé. Gruñe, me coge y me sube a horcajadas,
arrodillada sobre él, con su erección debajo de mí. Se echa hacia atrás y me mira,
con los ojos entrecerrados, brillantes y lascivos. Bajo las manos para agarrarme al
borde de la bañera, pero él me coge por las muñecas y me las sujeta a la espalda
con una sola mano.
—Te la voy a meter —me susurra, y me levanta de forma que quedo suspendida
encima de él—. ¿Lista?
—Sí —le susurro y me monta en su miembro, despacio, deliciosamente despacio… entrando hasta el fondo… observándome mientras me toma.
Gruño, cerrando los ojos, y saboreo la sensación, la absoluta penetración. Él
mueve las caderas y yo gimo, inclinándome hacia delante y descansando la frente
en la suya.
—Suéltame las manos, por favor —le susurro.
—No me toques —me suplica y, soltándome las manos, me agarra las caderas.
Me aferro al borde de la bañera, subo y luego bajo despacio, abriendo los ojos
para verlo. Me observa, con la boca entreabierta, la respiración entrecortada,
contenida, la lengua entre los dientes. Resulta tan… excitante. Estamos mojados y
resbaladizos, frotándonos el uno contra el otro. Me inclino y lo beso. Él cierra los
ojos. Tímidamente, subo las manos a su cabeza y le acaricio el pelo, sin apartar mi
boca de la suya. Eso sí está permitido. Le gusta. Y a mí también. Nos movemos al
unísono. Tirándole del pelo, le echo la cabeza hacia atrás y lo beso más
apasionadamente, montándolo, cada vez más rápido, siguiendo su ritmo. Gimo en
su boca. Él empieza a subirme más y más deprisa, agarrándome por las caderas.
Me devuelve el beso. Somos todo bocas y lenguas húmedas, pelos revueltos y
balanceo de caderas. Todo sensación… devorándolo todo una vez más. Estoy a
punto… Empiezo a reconocer esa deliciosa contracción… acelerándose. Y el agua
gira a nuestro alrededor, formando nuestro propio remolino, un torbellino de
emoción, a medida que nuestros movimientos se vuelven más frenéticos…
salpicando agua por todas partes, reflejando lo que sucede en mi interior… pero
me da igual.
Amo a este hombre. Amo su pasión, el efecto que tengo en él. Adoro que haya
volado hasta aquí para verme. Adoro que se preocupe por mí… que le importe. Es
algo tan inesperado, tan satisfactorio. Él es mío y yo soy suya.
—Eso es, nena —jadea.
Y me corro; el orgasmo me arrasa, un clímax turbulento y apasionado que me
devora entera. De pronto, me estrecha contra su cuerpo, enrosca los brazos a mi
cintura y se corre él también.
—¡Ana, nena! —grita, y la suya es una invocación feroz, que me llega a lo más
hondo del alma.
Estamos tumbados, mirándonos, de ojos grises a azules, cara a cara, en la inmensa
cama, los dos abrazados a nuestras almohadas. Desnudos. Sin tocarnos. Solo
mirándonos y admirándonos, tapados con la sábana.
—¿Quieres dormir? —pregunta Christian con voz tierna y llena de preocupación.
—No. No estoy cansada.
Me siento extrañamente revigorizada. Me ha venido tan bien hablar que no
quiero parar.
—¿Qué quieres hacer? —pregunta.
—Hablar.
Sonríe.
—¿De qué?
—De cosas.
—¿De qué cosas?
—De ti.
—De mí ¿qué?
—¿Cuál es tu película favorita?
Sonríe.
—Actualmente, El piano.
Su sonrisa es contagiosa.
—Por supuesto. Qué boba soy. ¿Por esa banda sonora triste y emotiva que sin
duda sabes interpretar? Cuántos logros, señor Grey.
—Y el mayor eres tú, señorita Steele.
—Entonces soy la número diecisiete.
Me mira ceñudo, sin comprender.
—¿Diecisiete?
—El número de mujeres con las que… has tenido sexo.
Esboza una sonrisa y los ojos le brillan de incredulidad.
—No exactamente.
—Tú me dijiste que habían sido quince.
Mi confusión es obvia.
—Me refería al número de mujeres que habían estado en mi cuarto de juegos.
Pensé que era eso lo que querías saber. No me preguntaste con cuántas mujeres
había tenido sexo.—Ah. —Madre mía. Hay más… ¿Cuántas? Lo miro intrigada—. ¿Vainilla?
—No. Tú eres mi única relación vainilla —dice negando con la cabeza y sin
dejar de sonreírme.
¿Por qué lo encuentra tan divertido? ¿Y por qué le sonrío yo también como una
idiota?
—No puedo darte una cifra. No he ido haciendo muescas en el poste de la cama
ni nada parecido.
—¿De cuántas hablamos: decenas, cientos… miles?
Voy abriendo los ojos a mediada que la cifra aumenta.
—Decenas. Nos quedamos en las decenas, por desgracia.
—¿Todas sumisas?
—Sí.
—Deja de sonreírme —finjo reprenderlo, tratando en vano de mantenerme seria.
—No puedo. Eres divertida.
—¿Divertida por peculiar o por graciosa?
—Un poco de ambas, creo —contesta, como le contesté yo a él.
—Eso es bastante insolente, viniendo de ti.
Se acerca y me besa la punta de la nariz.
—Esto te va a sorprender, Anastasia. ¿Preparada?
Asiento, con los ojos como platos y sin poder quitarme la sonrisa bobalicona de
la cara.
—Todas eran sumisas en prácticas, cuando yo estaba haciendo mis prácticas.
Hay sitios en Seattle y alrededores a los que se puede ir a practicar. A aprender a
hacer lo que yo hago —dice.
¿Qué?
—Ah.
Lo miro extrañada.
—Pues sí, yo he pagado por sexo, Anastasia.
—Eso no es algo de lo que estar orgulloso —murmuro con cierta arrogancia—. Y
tienes razón, me has dejado pasmada. Y enfadada por no poder dejarte pasmada
yo.—Te pusiste mis calzoncillos.
—¿Eso te sorprendió?
—Sí.
La diosa que llevo dentro hace un salto con pértiga de cinco metros.
—Y fuiste sin bragas a conocer a mis padres.
—¿Eso te sorprendió?
—Sí.
Uf, acaba de batir la marca de los cinco metros.
—Parece que solo puedo sorprenderte en el ámbito de la ropa interior.
—Me dijiste que eras virgen. Esa es la mayor sorpresa que me han dado nunca.
—Sí, tu cara era un poema. De foto —digo riendo como una boba.
—Me dejaste que te excitara con una fusta.
—¿Eso te sorprendió?
—Pues sí.
—Bueno, igual te dejo que lo vuelvas a hacer.
—Huy, eso espero, señorita Steele. ¿Este fin de semana?
—Vale —accedo tímidamente.
—¿Vale?
—Sí. Volveré al cuarto rojo del dolor.
—Me llamas por mi nombre.
—¿Eso te sorprende?
—Me sorprende lo mucho que me gusta.
—Christian.
Sonríe.
—Mañana quiero hacer una cosa —dice con los ojos brillantes de emoción.
—¿El qué?
—Una sorpresa. Para ti —añade en voz baja y suave.
Arqueo una ceja y contengo un bostezo, todo a la vez.
—¿La aburro, señorita Steele? —me pregunta socarrón.—Nunca.
Se acerca y me besa suavemente los labios.
—Duerme —me ordena, y luego apaga la luz.
Y en ese momento tranquilo en que cierro los ojos, agotada y satisfecha, pienso
que estoy en el ojo del huracán. Y, pese a todo lo que me ha dicho, y lo que no me
ha dicho, dudo que alguna vez haya sido tan feliz.
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